Charla con el escritor y académico mexicano Pedro Ángel Palou. «El fracaso del mestizo, identidad y cultura en México». Evento en Londres, Reino Unido. Entrada gratuita.

Organizan Latin American House y Mexican Cultural Centre (MCC), Reino Unido.

Organizan Latin American House y Mexican Cultural Centre (MCC), Reino Unido.

Pedro Ángel Palou, mexicano, es doctor en Ciencias Sociales, con especialidad en Sociología de la Cultura. Ha sido Ministro de Cultura en su estado natal Puebla, director de la Escuela de Escritores de la Sociedad General de Autores de México. Rector de la Universidad de las Américas, investigador invitado de la Sorbona París V René Descartes, en su Centro de Estudios para lo Actual y lo Cotidiano, y del Dartmouth College, Estados Unidos, donde ha sido escritor residente. Es miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte en México. Actualmente es director del Departamento de Lenguas Romances de Tufts University, en Boston, Estados Unidos.

En televisión fue co-conductor de la exitosa serie «Unidos por la Historia» de History Channel (sobre el Bicentenario de las Independencias de América Latina) y de dos temporadas del programa «Los alimentos terrenales», sobre literatura y cocina en Canal 22 de México. Es también un polifacético autor (de más de treinta libros) que lo mismo ha escrito cuento («Música de Adiós», «Amores Enormes», Premio Jorge Ibargüengoitia, «Los placeres del dolor») ensayo («La ciudad crítica», Premio René Uribe Ferrer, «La casa del silencio», Premio Nacional de Historia Francisco Javier Clavigero) y novela («En la alcoba de un mundo», «Paraíso Clausurado», «Con la muerte en los puños», Premio Xavier Villaurrutia 2003). Así como la trilogía «Muertes históricas» compuesta por «Zapata» (Finalista del Premio Rómulo Gallegos 2005), «Morelos, morir es nada» y «Cuauhtémoc, la defensa del quinto sol». Asimismo, «Pobre patria mía», la novela de Porfirio Díaz.

En 2012 publicó su novela histórica sobre san Pablo, «El Impostor» y en 2013 su thriller sobre la segunda guerra mundial, «La amante del Ghetto», en editorial Planeta. También ha publicado poesía, «Catálogo de las aves». En 2009 fue finalista del Premio Iberoamericano de Novela Planeta-Casamérica con su novela «El dinero del diablo», que se publicó simultáneamente en 22 países de habla hispana. Su ensayo histórico «La culpa de México», y su novela, «La profundidad de la piel», fueron publicados en Norma entre 2009 y 2010 en todo América Latina y España. Recientemente publicó su «No me dejen morir así», novela histórica sobre Pancho Villa, y un ensayo sobre el cine y la literatura mexicana del siglo XX, «El fracaso del mestizo».

La lámpara danesa

El Mexican Cultural Centre publica en exclusiva el cuento La lámpara danesa del narrador mexicano Gerardo Cárdenas*. Incluido en las páginas 231-238 de su libro de relatos A veces llovía en Chicago (Libros Magen­ta/Voce­suel­tas, México-Es­ta­dos Unidos, 2011). Con este libro obtuvo el Premio Intera­me­ricano de Literatura Carlos Montemayor para obra publicada en los años 2011-2012, en su segunda edición, correspondiente al género cuento. Convocado por la Secretaría de Edu­cación, Cultura y Deporte en coordinación con el Instituto Chihuahuense de la Cultura.

 “A veces llovía en Chicago” de Gerardo Cárdenas.  Encuadernación: Rústica. Páginas: 243. Año 2011. Medidas: 19 x 13 cm. Género Cuento. ISBN 978-0-9800042-6-7.


“A veces llovía en Chicago” de Gerardo Cárdenas.  Encuadernación: Rústica. Páginas: 243. Países: México-EUA. Año 2011. Medidas: 19 x 13 cm. Género Cuento. ISBN 978-0-9800042-6-7.

He recogido el otro día, al hacer limpieza, lo que quedaba de tus cosas. No mucho. El gigantesco diccionario Moliner, las viejas agendas telefónicas que te negabas a desechar y que se iban acumulando al lado de los libros, el cartón de cigarrillos ingleses que luego usaste para guardar CDs, y una lata de espuma de afeitar que no sé por qué se quedó en casa. Por no dejar, no dejaste ni una corbata, ni una fotografía. Sabía que al irte, no quedaría de ti ni la sombra, que tus cosas siempre fueron muy tuyas. Me sorprendió, pero me guardé muy bien de decírtelo, que reconocías cada objeto que había sido tuyo como si pudieras distinguir a simple vista la presencia de tus huellas digitales. El último recuerdo que tengo, y que de vez en cuando me viene en las mañanas, es verte vestido todo de marrón – la chamarra de pana, los pantalones, los viejos zapatones que no soportaba verte puestos, caminando apresuradamente entre cuatro maletas, yendo hacia la ventana para mirar si Adela venía finalmente a recogerte. Yo miraba un documental en la televisión y saboreaba un café humeante, bien cargado de azúcar. Después de tantos años de café insípido, y cuando a mí me quedó claro que te ibas, corrí a la tienda y compré dos frascos de café soluble y un kilo de azúcar morena. Herví el agua, y me hice un café que tú jamás habrías podido apreciar, con cinco cucharadas de azúcar. Tu mirada y tu gesto de asco fueron mi primer pequeño triunfo, mi manera de decirte, por fin, que la casa era mía, y mía la cocina, y el café, y el azúcar, y que mañana, además, me compro una de esas conchas de azúcar y manteca que tampoco soportas; y que tú, vestido de marrón, con tus maletas bien llenas, no eras ya más importante que el cartero que a veces subía con una carta certificada, o el hombre del gas que viene a revisar el calentador. Alguien que sólo estará unos minutos, y que apenas dirá palabra.

Te llevaste lo tuyo, pero la lámpara danesa es mía. ¿Recuerdas cómo llegó a esta casa? Tu madre la trajo, y antes de abrir el paquete, cuando tú y yo sospechábamos lo que contenía, te dio un gran beso y con voz grave nos recordó que tu abuelo la había traído consigo, como lo único que pudo salvar cuando los nazis arrasaron la casa de su familia, en las afueras de Copenhague. Tu madre nos la dio como un regalo de boda extemporáneo, como algo, dijo, que ya merecía pertenecerte – nunca me mencionó a mí – porque por fin habías sentado cabeza e iniciado tu propia familia. Tú me habías dicho muchas veces que la lámpara no te gustaba, que era una de esas cosas que siempre estaban a la vista de todos en la casa en la que creciste, y que en realidad a nadie, sólo a tu madre, le gustaba. Pero yo la vi, casi desde el primer momento, como algo que venía destinado a mí, algo que pese a haber sido fabricado a miles de kilómetros de distancia, tenía que terminar en mis manos, aunque el camino para llegar a ellas incluyese la Segunda Guerra Mundial, el escape del Holocausto, y un largo viaje a tierras completamente extrañas. Algo que había sido creado para deleite de mis sentidos. No entiendo cómo, después de tantas veces que la vi en casa de tus padres, sólo cuando tu madre nos la dio comencé a fijarme en ella, y a sentirla parte de mí. ¿Sabes? Creo que es lo único tuyo que realmente se quedó dentro de mí.

Hay que decir que, a primera vista, es una lámpara fea. Está hecha toda de hojalata, o al menos eso me parece. Nunca indagué sobre su fabricación, aunque por Internet he visto muchas lámparas parecidas, sobre todo en subastas electrónicas. Pero, ¿cómo iba a poder preguntar, si sólo podía preguntárselo a tu madre, y estaba claro que aunque era un regalo extemporáneo de boda, como ella decía, no era en realidad para mí? Por tanto, no hice preguntas. Tampoco importa de qué esté hecha.

La estructura de la lámpara es muy curiosa. Se basa en un plato de hojalata, con cuatro pequeños huecos. En cada hueco se debe colocar una vela. Del centro del cuerpo surge un tubo delgado que sostiene el resto del armazón. A mitad de camino hay una estrella de seis puntas, y a cada lado de ella, un tubo aún más delgado que termina en dos campanillas. A la altura de las campanillas, y dentro del espacio que éstas abren, se sitúan tres caballitos que giran y giran. De la punta superior de la estrella continúa el tubo central, que termina en un pequeño techo, y por encima de éste hay un payaso. El aire caliente que despiden las velas es lo que hace girar el mecanismo de la lámpara, y al girar, los caballitos pasan al lado de las campanas y las golpean, haciéndolas repicar.

Las campanas producen un ruido hipnótico, es algo tan simple que da risa, pero yo podía pasarme horas enteras mirando la lámpara dar vueltas, y escuchando el canto de las campanillas. Al principio éramos sólo la lámpara danesa y yo. Después comprendí que ella iba a ser mi única compañía aún si tú estabas en casa, porque estabas siempre muy ocupado leyendo, o pensando, sin importar si yo estaba a tu lado. La lámpara y yo girábamos a la misma velocidad cansina, y las velas se iban consumiendo a la misma velocidad que mis ganas de estar contigo. Primero hiciste algunos comentarios irónicos. Hasta dijiste que tu madre y yo habíamos caído en la misma boba ensoñación por la lámpara. Nunca soporté que hicieras esas comparaciones, pero te agradecí con el tiempo – y es de lo poco que tengo que agradecerte – que hubieses renunciado desde el comienzo a considerar a la lámpara como parte de tus posesiones, y que me la hubieras enjaretado, aunque fuese por desinterés. Alguna vez hasta te pedí que fueras a la tienda de la esquina a comprarme más velas. Tal vez en ese momento, cuando te negaste a hacerlo porque tenías que revisar por enésima vez el mismo informe, me di cuenta de lo poco que yo significaba para ti. Estuve una semana sin velas, hasta que me harté y fui a comprarlas yo misma.

Tú lograste que la vida diaria fuera un ritual, pero levantaste muy pronto una barrera para que tu ritual no se confundiese con el mío. Llegabas todos los días a la misma hora – antes, claro está, de que te diera por llegar a altas horas de la madrugada, o de plano no llegar – y dejabas el portafolio en el mismo sitio junto a la puerta, la chamarra en el respaldo de la misma silla, siempre con las mangas arrugadas. Te sentabas en el mismo sitio del sofá y respondías con no más de veinte palabras a mis preguntas. Y entonces, cuando la conversación parecía ineludible, te enredabas a hablar por teléfono, releer informes del trabajo, hasta que comenzabas a alisarte del pelo repitiendo, para ti mismo, lo cansado que estabas, como para que yo entendiera que sería una descortesía de mi parte interrumpir tus cavilaciones con mis preguntas o mis reflexiones sobre la aburrida vida doméstica. Y yo, con el paso de cada día, encontraba en el tañer de las campanillas, más variedad que en muchos años de conversación. A veces, con el celular en la mano izquierda y un bolígrafo en la derecha, los papeles sobre tu pierna derecha que siempre cruzabas sobre la otra, mirabas el girar de la lámpara danesa y, sin verme, elevabas los ojos al cielo raso como pidiendo paciencia.

Hubiera querido a veces tener la lámpara en mi mesita de noche. Sé que no lo hubieras permitido, y yo al principio lo entendí porque quería respetar la total intimidad que reclamabas. Luego me hice a la idea que, para vivir contigo, yo también necesitaba mis rituales, o me perdería en la nada a la que me habías condenado. Por eso la dejé en la sala, porque ahí nunca la mirarías y yo siempre la tendría a la mano, porque jamás podrías reclamar su presencia en un lugar que era tierra de nadie, pero que secretamente era mío. Y ahí, en mi lado del sofá, con una buena manta en los días de invierno, y con poco más que una camiseta en las noches de verano, encendías las velas y me perdía en el suave repicar de las campanillas, en el paseo de los caballitos en torno al eje, en los leves giros del payasito.

¿Recuerdas aquella feria de artesanías escandinavas en Grant Park a la que fuimos juntos? No creo que puedas recordarla, porque por aquel entonces ya se te había metido en los ojos mi prima Adela. En todo caso, accediste a acompañarme sólo porque era sábado y no había trabajo pendiendo. Curiosamente, vimos muchas lámparas danesas, suecas y noruegas muy parecidas a la mía, pero ninguna igual. Había algunas más grandes, de madera, que reproducían carruseles enteros. Me tentaste a comprar una, quizás a modo de sugerencia de que  ya te habías hartado de verme embobada con aquella especie de juguete que había pasado de las manos de tu abuelo, a las de tu madre, y a las mías. ¿Sabes por qué ninguna de esas lámparas me gustó? Es que necesitaban velas más grandes, y a mí me gustaba que, en mi lámpara, sólo cupiesen velas delgadas y pequeñas, que no duraban más de dos días. Todo en mi lámpara era pequeño, y en su dimensión yo podía ver pasar toda mi vida, girando en el sentido de las manecillas del reloj, agitándose rítmicamente, pero con tan poco sentido como las vueltas de los caballitos, tan estática e inútil como podría ser la vida del payasito. Pero eran mi vida y mi lámpara. Con las otras lámparas, no sé, tal vez me hubiera distraído su tamaño, sus colores, la gran cantidad de figurillas que bailaban en su interior. La mía era simplemente perfecta, metálica, hipnótica, irónica. El sonido de sus campanillas siempre me dijo algo, en una casa en la que las palabras carecían de sentido.

Todo esto nunca lo viste, ¿no es así? Nunca viste que en el girar de los caballitos yo había descubierto tu enamoramiento de Adela, que no era más que un reflejo del vacío que habías construido en torno a mí. Nunca viste, por ejemplo, que mientras te colgabas del celular en plena de feria de artesanías escandinavas para hablar con tus socios, yo coqueteaba impunemente con un enorme noruego que vendía pretzels y rebanadas de pastel de manzanas.

Me reí mucho de ustedes dos – del noruego y de ti. Me reí del noruego, que entendía de antigüedades, y en cuya ordenada cabeza nórdica no cabía la posibilidad de que una rara lámpara danesa extraída del hogar de una acomodada familia judía de Copenhague hubiese terminado en Chicago, en mis manos. Me reí de su gesto plácido y sonriente, cuando dormía agotado a mi lado aquella noche, una de tantas en que ya no llegaste a dormir, pero la primera en que ya no te molestarías en inventar explicaciones y excusas. Me reí de ti y de mi prima Adela, porque los giros de mi lámpara y el canto suave y monótono de sus campanillas me impidieron enfurecerme de que me hubieras cambiado por esa atolondrada insustancial, que no para de hablar. Tú, que nunca soportaste la palabrería, acabaste en la cama y en la cotidianeidad de una cotorra. ¿Averiguaste, por lo menos, si a ella le gusta el café sin azúcar?

*Gerardo Cárdenas, mexicano, es escritor y periodista cultural. Tras salir de México como corresponsal en 1989, vivió en Estados Unidos, Bélgica y España antes de radicarse en Chicago en 1998. Es director de Contratiempo, la única revista cultural en español en el Medio Oeste de los Estados Unidos. Sus artículos, cuentos y poemas han sido publicados en medios impresos y electrónicos de México, Estados Unidos, España, Venezuela, y la República Dominicana. Su libro de relatos A veces llovía en Chicago (Libros Magenta/Ediciones Vocesueltas) ganó el Premio Interamericano de Literatura Carlos Montemayor al mejor libro de relatos publicado en 2011 y 2012. Es autor del blog semanal En la Ciudad de los Vientos donde escribe sobre literatura y política. En la actualidad prepara la publicación de un poemario y un segundo volumen de relatos.

La libreta cadabra

Bárbara Jacobs*

Por fin en un impulso abrí la libreta que me regaló W, destapé la pluma y empecé a escribir. Llevaba meses acumulando versiones fallidas de un texto que me obsesionaba, y la libreta en mis manos me pareció un medio, aunque paradójico, factible y tentador para llegar a la ansiada escritura de un texto logrado.

Bárbara Jacobs. Foto: Pradip J. Phanse.

Bárbara Jacobs. Foto: Pradip J. Phanse.

La libreta en sí, y las circunstancias en que había llegado a mi poder, eran motivos que me atraían a usarla, pero que al mismo tiempo me parecían irracionales para ese fin. Me hacían creer que podía abordar la libreta con confianza y con tinta, y además me aseguraban que eso sí sería lo que definitivamente haría fluir el texto que hasta entonces se me negaba. Pero el temor a echar a perder la libreta con una nueva versión que a pesar de todo también resultara fallida, era una especie de alarma contra posibles consecuencias desfavorables a las que tendría que atenerme si aun así me atreviera a escribir en ella, una Leuchtturm 1917, de 90 x 150 mm y piel negra, que, en lugar de páginas a rayas, en blanco o cuadriculadas, las tiene de puntos para marcar con ellos los renglones verticales y horizontales, los puntos sin raya de una página cuadriculada, según me señaló al regalármela W, al que sorprendí fascinado pasar las yemas de los dedos por las hojas punteadas y numeradas. Sigue leyendo