La libreta cadabra

Bárbara Jacobs*

Por fin en un impulso abrí la libreta que me regaló W, destapé la pluma y empecé a escribir. Llevaba meses acumulando versiones fallidas de un texto que me obsesionaba, y la libreta en mis manos me pareció un medio, aunque paradójico, factible y tentador para llegar a la ansiada escritura de un texto logrado.

Bárbara Jacobs. Foto: Pradip J. Phanse.

Bárbara Jacobs. Foto: Pradip J. Phanse.

La libreta en sí, y las circunstancias en que había llegado a mi poder, eran motivos que me atraían a usarla, pero que al mismo tiempo me parecían irracionales para ese fin. Me hacían creer que podía abordar la libreta con confianza y con tinta, y además me aseguraban que eso sí sería lo que definitivamente haría fluir el texto que hasta entonces se me negaba. Pero el temor a echar a perder la libreta con una nueva versión que a pesar de todo también resultara fallida, era una especie de alarma contra posibles consecuencias desfavorables a las que tendría que atenerme si aun así me atreviera a escribir en ella, una Leuchtturm 1917, de 90 x 150 mm y piel negra, que, en lugar de páginas a rayas, en blanco o cuadriculadas, las tiene de puntos para marcar con ellos los renglones verticales y horizontales, los puntos sin raya de una página cuadriculada, según me señaló al regalármela W, al que sorprendí fascinado pasar las yemas de los dedos por las hojas punteadas y numeradas.

Muchas veces, con cuadernos que en situaciones especiales encuentro o recibo o que he buscado con este preciso designio, he querido escribir a mano y con tinta todo un libro, fluidamente, como si me fuera dictado, con pluma, sobre papel encuadernado, y no en trozos sueltos de papel ni a lápiz para luego transcribirlo a la máquina según suelo trabajar, pero es un proyecto que no me había decidido a intentar salvo alguna vez, cuando empecé y me detuve y entonces lamenté con verdadera pena y hasta vergüenza haber estropeado, aunque hubiera sido sólo con una palabra, un cuaderno nuevo y bonito, ¡y casi todos lo son hasta que un escritor los estropea con su ineptitud y su torpeza! En un cuaderno de los que digo, no se tacha una línea ni se arranca una hoja ni tampoco se destruye. Un cuaderno así debe suponerse indestructible. Pero en esta ocasión, tironeada entre mis permanentes vacilaciones, estuve acariciando la libreta mientras procuraba decidirme.

No era determinante, pero influía recordar que el 12 de marzo de 1996 tuve en las manos el manuscrito de El Aleph, en la Biblioteca Nacional de España, en Madrid, cuando Carlos Ortega fue su director y me lo permitió (yo acompañaba a Augusto Monterroso, quien informó al bibliotecario, Julián Martín Abad, que en una ausencia de Ortega nos escamoteó la prometida vista del manuscrito del Quijote, verdadera misión en pos de la cual habíamos bajado a las salas especiales, que el de El Aleph, que veríamos antes, en cuanto Ortega se reincorporara a nosotros, “costó veintiséis mil dólares en Sothebys, en Londres”).

Este recuerdo, que no era solamente intelectual sino sensual, actuaba en mí y me hacía volver a sentir entre las manos la liviandad del reducido y delgado cuaderno de El Aleph, contemplar la caligrafía clara y las páginas limpias, quizá libres de tachaduras, o serían mínimas, la letra cuidada y pequeña; pero también cuestionar la realidad de que ese manuscrito fuera auténtico, en el sentido de que fuera el único antecedente gráfico de El Aleph impreso, de que de veras fuera posible que un autor, por ejemplo Borges, escribiera la primerísima versión de un texto completo a mano, con tinta, en una libreta bella, fluidamente y como si le fuera dictado por una mente perfecta, incapaz de vacilaciones y mucho menos de errores, y que de veras constituyera el primer y único manuscrito de una obra, tan definitivo que podía ser directa e inmediatamente impreso.

No sé qué me permite recurrir a semejante recuerdo como a una de las incitaciones y persuasiones que también me animaron a abrir la libreta punteada que me regaló W y empezar a escribir en ella hasta terminar, como hechizada, el texto que de otro modo se me negaba o que yo no había logrado escribir.

Lo que atenúa la inmodestia de admitir que el recuerdo de haber visto y tocado el manuscrito de El Aleph fuera un buen antecedente para que yo escribiera en mi libreta el texto que digo, es insistir en que, en mi caso, sí hubo versiones anteriores, incompletas y completas, unas y otras llenas de tachaduras, y que, ahora que me dispongo a transcribirlo a la computadora, lo hago sin la menor certeza de que ni siquiera llegue a completar la empresa, no digamos de que, si lo consigo, logre creer que se trata de la versión definitiva.

Nota del editor: La libreta cadabra fue publicado en el libro Leer, escribir de Bárbara Jacobs, Universidad Autónoma de Nuevo León, México, 2011. Ilustraciones de Vicente Rojo, Alfabeto secreto. Páginas 56-57. Se reproduce en el Mexican Cultural Centre con la autorización de la autora. Leer, escribir es una compilación de textos misceláneos, cuya idea original parte de las colaboraciones de Bárbara Jacobs en la revista Armas y Letras de la UANL, donde publica, desde enero de 2008, la columna A la letra.

*Bárbara Jacobs, mexicana, es traductora, narradora, ensayista, autora de dos volúmenes de cuentos, Doce cuentos en contra (1982) y Vidas en vilo (2007); tres libros de ensayos, Escrito en el tiempo (1985), Juego limpio(1997) y Atormentados (2002), y seis novelas, Las hojas muertas (1987, Premio Xavier Villaurrutia); Las siete fugas de Saab, alias El Rizos (1992), Vida con mi amigo (1994), Adiós  humanidad (1999), Florencia y Ruiseñor (2006) y  Lunas (2010). En 1992 publicó la Antología del cuento triste en colaboración con Augusto Monterroso, de quien es viuda. En 2009 publicó un ensayo narrativo sobre la risa, Nin reír. Acaba de publicar  Un amor de Simone (2012) y Antología del caos al orden (2013). Desde diciembre de 1993 colabora quincenalmente con artículos literarios en el diario mexicano La Jornada. 

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