¿Y qué es eso que llaman haikú?

Luis Pineda Villaseñor

La palabra haikú se refiere a una forma de poesía de origen japonés conformada por tres versos y diecisiete sílabas, normalmente repartidas en versos de cinco, siete y cinco sílabas fonéticas o de poesía (influye el acento en las palabras finales del verso en aguda o esdrújula, así como el tipo de vocales entre palabra y palabra). No debe haber rima, siempre es en presente y el ‟yo” no ha de percibirse.

Imagen de Cynthia Bustillos. Fuente: http://cynthiabustillos.files.wordpress.com/2011/01/haiku.jpg

Imagen de Cynthia Bustillos. Fuente: http://cynthiabustillos.files.wordpress.com

El haikú alude, ya sea explícitamente o de forma sugerida, a la naturaleza de una época del año, como la primavera o el otoño. Los términos que indican el tiempo en que se sitúa el poema se conocen como kigo; así, por ejemplo, tenemos a la palabra ‟luna” como representante del mes de octubre. La metáfora recurso importante en la poesía occidental es admisible sólo en sus formas más sencillas o sutiles en este tipo de composiciones. Otro elemento importante que distingue al haikú es el llamado kireji, una puntuación poética con la que se marca el estado espiritual o anímico del compositor; a menudo divide la primera parte del poema, en la que el concepto inicial o premisa no se ha extendido a otros idiomas. Se trata de poemas que deben estar escritos en su totalidad bajo normas estrictas, como corresponde a una forma clásica de poesía.

Un haikú no es un silogismo o una adivinanza, sin embargo existe cierta conexión intelectual, la sugerencia de un todo, de la unidad espiritual que conduce a la revelación sorpresiva de ese preciso instante de iluminación, conocido como satori en el budismo zen; dicho recurso puede usarse en cualquier parte del poema en forma de símbolo de interrogación, admiración o separación. Y podría continuar citando normas formales para clasificar como haikú clásico a un poema, ya que la cantidad de elementos que debe contener o no es extensa y compleja, especialmente para quienes no hemos nacido en la tradición milenaria de Japón.

Para ilustrar el aspecto teórico recordemos, con su obra, a algunos de los poetas japoneses más conocidos:

Un relámpago

y el grito de la garza

hondo y oscuro           

 

Sobre la rama seca

un cuervo se ha posado;

tarde de otoño

Matsuo Bashô (1644-1694)

 

Ante los crisantemos blancos

las tijeras vacilan

un instante

Taniguchi Buson (1716-1783)

 

Luciérnaga en vuelo

¡mira!, iba a decir, pero

estoy solo

Taigi (1709-1771)

 

Se presenta

ante el respetable público

el sapo de este pantano

Kobayashi Issa (1762-1826)

 

La grulla salvaje

vuela encima del sendero

en el rayo de luna

Masaoka Shiki (1867-1909)

En español, existe una tradición de poetas que han incluido el haikú como una forma de su expresión artística. En México sobresale José Juan Tablada (1871-1945), quien los llamó “poemas sintéticos”; destaca la poca importancia que da a la métrica, no así al ingenio con el que crea imágenes brillantes; sus versos de estilo “modernista” son ricos en rimas, onomatopeyas y aliteraciones. Además, tiene el mérito de incorporar imágenes locales.

Tierno sauz

casi oro, casi ámbar

casi luz

Octavio Paz (1914-1998) fue un admirador, intérprete y creador de haikú. Sus poemas privilegian la música del idioma, la importancia del mundo natural, los contrastes, las oposiciones, el ritmo, el silencio y un fino sentido del humor.

Sobre la arena

escritura de pájaros

memorias del viento

 

Luna, reloj de arena;

la noche se vacía

la hora se ilumina

Imposible no mencionar a Jorge Luis Borges (1899-1986), quien en 1981 publicó su libro Diecisiete haiku; no parece casual que lo haya titulado así, pues se trata de una evocación a las diecisiete sílabas de haikú tradicional. En dicho texto, el autor hace un prudente comentario al mencionar que le preocupa la sonoridad de sus poemas para los oídos japoneses.

Algo me han dicho

la tarde y la montaña.

Ya lo he perdido

Otro rioplatense que ha recreado las posibilidades del haikú es Mario Benedetti (1920-2009). En Rincón de haikus ofrece su propuesta, que no es metafísica o mística como la de Borges, sino lúdica, irónica, y no siempre se ajusta al canon clásico.

Pasan las nubes

y el cielo queda libre

de toda culpa

El haikú moderno ha elegido el camino de la sugerencia y la simplicidad. La sugerencia la logra en tanto que el contenido patente, lo obvio, es parte del contenido latente; es decir, lo no dicho, lo no explicado. Evoca una zona silenciosa, más allá de lo textual, y así asegura su permanencia. Tiene el principio de la sugerencia de la imagen, la cual exige ser completada por el lector, debe ir aclarándose, descifrándose poco a poco; las imágenes no están terminadas, no son finales…

La simplicidad es el principio por el que se obtiene, con naturales y mínimos recursos, un texto literario válido. Por su brevedad, el haikú repele lo artificioso, decorativo y profuso. De golpe ataca a la emoción, a lo sensible. Es un concentrado que, cuando somos tocados por él, provoca una respuesta igualmente concentrada. Lo que Barthes llama “anotación sincera del instante-elite”.

El haikú occidental tiene un aroma propio que no lo demerita, sino que lo caracteriza. Permite una expresión poética en lo concreto y sencillo, llena de sugerencias, visión emocionada y de una naturaleza lingüística diferente en la que el instante de iluminación se hace manifiesto y es transmisible en nuestro idioma.

Decir otoño

con diecisiete sílabas

sí es haikú

 

hasta el invierno

deja un poco de pan

para el ratón

Nota del editor: Este texto se publica como parte del acuerdo de colaboración entre la revista cultural mexicana Bicaalú y el Mexican Cultural Centre. Recomendamos ampliamente visitar la página web: http://www.bicaalu.com/

Luis Pineda Villaseñor, mexicano, se graduó con mención honorífica como médico cirujano por la UNAM en 1974. Hizo un posgrado en neumología y ejerció la medicina hasta 2002. Luego se entregó a sus otras vocaciones: el mar y la navegación —es patrón de yate— y las letras. Es maestro en Creación Literaria por el Centro de Cultura Casa Lamm, México, con una tesis sobre el haikú. En 2010 apareció Sendero de instantes, una colección de haikú, y en 2014 publicó su primera novela: Marea negra.

Octavio Paz: el privilegio del arte

Miguel Ángel Muñoz

Para Marie-Jo Paz, por las complicidades compartidas

La idea de la obra de arte es su composición.

André Gide

El hombre es la palabra encarnada. Existe para ser consciente de ella y para expresarla.

 Fiodor Dostoievski

Un recuerdo de Octavio Paz, un poema grabado. Colección: Miguel Ángel Muñoz.

«Un recuerdo de Octavio Paz, un poema grabado».
Colección: Miguel Ángel Muñoz.

«Como tras de sí misma va esta línea/ por los horizontales confines persiguiéndose/ y en el poniente siempre fugitivo/ en que se busca se disipa» [1] esta visión poética recorre no sólo la poesía completa de Octavio Paz sino también su obra ensayística sobre artes plásticas. Chopos y líneas mágicas que nos acercan en sus palabras a Claude Monet. Paz fue un autor que para desmenuzar y profundizar en su pasión por el arte necesitó la exaltación de la memoria, el deslumbramiento por las vanguardias y la pasión constante por la pintura. Dos caminos paralelos, el del poeta y el del crítico de arte, y una obra en prosa nacida a la luz del asombro. El poeta es un traductor que traduce sus palabras en colores, en líneas, en símbolos, en signos. Fue un poeta fuera de todo encasillamiento, un obsesionado por descubrir, por dialogar. Su apertura intelectual fue la de un medievalista imantado por el saber, fruto de su experiencia social, histórica, cultural y de una tradición crítica no sólo europea, sino también japonesa e hindú, que siempre habito la poesía.

Escapar de la repetición es un gran privilegio del arte, mientras que la vida se define en un sentido menos complejo por la inexorabilidad de la misma. El artista es un traductor, y el arte es lenguaje, gesto, poesía. Se puede aventurar que el placer estético aspira a la liberación de los deseos inconfesados de la voluntad y que por ello está obligado a ejercer la intuición poco más que la premonición. La crítica ejercida por Octavio Paz (México, D.F., 1914-1998) y la reflexión estética que en ella subyace, forjada a lo largo de seis décadas, participó de esa firmeza intuitiva, continuada con su poesía, ensayos literarios e históricos, y desde luego, en su privilegio de ver los cambios del mundo como sólo Paz lo pudo hacer: deslumbrado por descubrir. No fue un erudito aséptico ni un beligerante intérprete de las modas en uso. Entendió la historia del arte dentro de los límites de una traducción occidental de la que absorbe los argumentos y, en cierto momento, la metodología.

Para Paz, el artista es un creador de imágenes que tienen una historia condensada a lo largo del tiempo. Su gran enseñanza se resuelve en el aprendizaje de la mirada. «Ver es un privilegio —dice Paz— y el privilegio mayor es ver cosas nunca vistas: obra de arte. Desde muy joven sentí invencible atracción por las artes plásticas y muy pronto empecé a escribir sobre ellas, nunca como un crítico profesional sino como un simple aficionado»[2]. Quizá esta sensibilidad poliédrica haya hecho de Paz un personaje de definición complicada, huidiza, nada sencilla. Pero me gusta pensarlo como lo definía el escritor catalán Josep María Castellet: «Todo él respira un equilibrio adquirido probablemente a través de experiencias, lecturas, convicciones, de saberse él mismo y otro»[3]. La grandeza de esta obra permite tantas interpretaciones, que es difícil de interpretaciones. No es casual su obsesivo retorno a la traducción como tema cardinal de sus trabajos, paráfrasis de la obra entera, tan cercano en esto a la tarea titánica de transversión lingüística de Vladimir Nabokov. Poco dado a la especulación, sin embargo, y dispuesto siempre a someter la erudición a su portentosa intuición narrativa, fue, además, un polemista feroz, conversador ocurrente que vivió con pasión los mundos del arte que tanta sutileza ha colaborado a fabular.

"Homenaje a Goya" de Rafael Canogar.

«Homenaje a Goya» de Rafael Canogar.

Desde temprana edad comenzó a ver pintura, a escribir poesía y ensayo literario. Nunca dejó ninguna de estas disciplinas. Pero de pronto se ganaba la vida hablando sobre arte y poco tiempo después haciendo crítica de arte en Plural y Vuelta; también, en múltiples catálogos y libros de artistas que admiró siempre. Pronto se vuelve una referencia importante en el mundo del arte internacional de la segunda mitad del siglo xx. El arte se convirtió en uno de sus principales intereses. Entendió como pocos el oficio de escribir sobre arte no como crítico de oficio sino en el sentido de Charles Baudelaire: la pintura vista desde la poesía. Fue visitante ocasional en Francia, Italia, Inglaterra o España, donde admiró el renacimiento, la primera modernidad, los movimientos de vanguardia. Descubrió el cubismo, el dadaísmo, el surrealismo, el expresionismo abstracto y el informalismo Europeo, sobre todo el español que tiene su cumbre en el grupo El Paso.  Vuelve a visitar esos espacios y esos tiempos con la vieja, cada vez más matizada idea de una historia social y cultural. Estados Unidos, más los años que vivió en India, se vuelven su escenario intelectual anclado alternativamente en México, a la par que continúa siendo un crítico nunca indiferente a cuanto destaca en el mundo de la imaginación contemporánea. Se forjó a través de un disciplinado y nada complaciente aprendizaje de la mirada. Sin ficciones eruditas ni prescindibles sobreposiciones de saberes adjetivos, a partir simplemente de la perpleja alerta de la sensibilidad del arte, su mundo de arte es más bien caleidoscópico y cabe en él tantas propuestas como opciones en juego. Picasso no adelanta a Rafael, ni Matisse a Cézanne. Simplemente es un aprendizaje permanente. Lo que importa es la capacidad de dramatización de esas experiencias particulares y su conversión en modelos universales de sensibilidad.

Descubre primero con Alfonso Reyes, José Vasconcelos y después con los poetas de la generación de los Contemporáneos —Villaurutia, Pellicer, Gorostiza, Cuesta, Tablada, Cardoza y Aragón— el arte mexicano: Bustos, Posada, Velazco, Zárraga,  Atl, Rivera, Orozco, Siqueiros, Montenegro, Charlot, Alva de la Canal, Castellanos, Ruelas, Lazo, Izquierdo, Tamayo.  Pasado y presente del arte de México y América Latina.  Una pintura nacionalista que buscó cambios siempre convulsos y contradictorios, pero que encontró su mayor significado en el muralismo. El arte lo es todo: reverso e inverso: todo es.  Comienza a descubrir su ansia de ver y el deseo por descubrir lo que ve. Le impresiona la cultura prehispánica de tal forma que nos descubre que toda cultura y todo arte deben contarnos una historia. Para Paz, el artista ensaya soluciones desde y en una vieja tradición que es doble. Por una parte, la técnica, destreza, modos de representación. Por otro, imágenes consagradas, sabidas, que operan sobre el consciente del espectador. «Ante los  cuadros de Picasso, Braque y Gris —sobre todo del último, que fue mi silencioso maestro— entendí al fin, lentamente, lo que había sido el cubismo. Fue una lección más ardua; después fue relativamente fácil ver a Matisse y Klee, a Rousseau y a Chirico» afirma Paz. La crítica de arte, el lenguaje y la pintura dieron sentido a su realidad. Un ejercicio en el que nunca renunció a la reflexión sino que se convirtió en un alfabeto muy propio.

Con Baudelaire: Salones y otros escritos sobre arte; Apollinaire: Les Peintres cubistes; Breton: Le Surréalisme et la peinture, y Mallarmé aprende a someter la erudición a su intuición narrativa. Doble lección constante: crítica y tradición. Un conversador excepcional que vivió con pasión contagiosa los mundos del arte que con tanta sutileza colabora a fabular en sus ensayos. Octavio Paz fue uno de los poetas más brillantes que han escrito de arte en la segunda mitad del siglo xx. Su obra escrita, directa, poética tiene su cumbre en su libro Apariencia desnuda. La obra de Marcel Duchamp, que junto con Picasso fueron los artistas que ejercieron mayor influencia en el siglo xx. «Duchamp —dice Paz— no es menos sorprendente (que Picasso) y, a su manera, no menos fecundo. Los cuadros de Duchamp son la presentación del movimiento: el análisis, la descomposición y el revés de la velocidad»[4]. Duchamp será una obsesión de Paz y logrará arrancar al artista del Olimpo de las vanguardias, donde mueren los grandes, para devolverlo a la vida  del gran Arte. He aquí una iluminación perfecta: Paz dio vida nueva a un artista genial.

Hay en su poesía y en su crítica de arte una extraordinaria consonancia entre el espacio interior y el espacio del mundo, entre la intimidad profunda y la extensión indefinida. Correlación entre microcosmos y macrocosmos, una consonancia entre lo inmenso y lo íntimo. Desde un ángulo de luz, en la penumbra, ante un cuadro de Joan Miró, el poeta descubre universos, sueña su inmensidad; acuden a él los sueños surrealistas, el silencio inmenso y fabulador del pintor catalán. Así es el poema titulado «Fábula», dedicado a Joan Miró:

El azul estaba inmovilizado entre el rojo y el negro.

El viento iba y venía por la página del llano,

encendía pequeñas fogatas, se revolcaba en la ceniza,

salía con la cara tiznada gritando por las esquinas,

el viento iba y venía abriendo y cerrando puertas y ventanas,

iba y venía por los crepusculares corredores del cráneo,

el viento con mala letra y las manos manchadas de tinta

escribía y borraba lo que había escrito sobre la pared del día.

En el espacio de la pintura de Miró resuenan las constelaciones lunares, los pájaros de mil colores, el universo surrealista, el jardín de piedras, el azul, el negro, los siglos de la tradición y cultura catalanas. Ahí es donde Paz descubre los azules, las barcas, la imaginación interminable del artista. Por momentos, la cualidad de la imagen nos permite no sólo escuchar, sino ver. 

Sigue Paz:

Miró era una mirada de siete manos.

Con la primera mano golpeaba el tambor de la luna,

con la segunda sembraba pájaros en el jardín del viento,

con la tercera agitaba el cubilete de las constelaciones,

con la cuarta escribía la leyenda de los siglos de los caracoles…

Nombres tan fronterizos como Velázquez, Zurbarán, Tintoretto,  Rafael, Camile Pissarro,  Picasso,  Amadeo Modigliani, Man Ray,  Fernand Léger, Jacques Lipchitz,  Paul Klee, El Greco, Solana, Henri Michaux, Dubuffet, Eduardo Chillida, Chardin,  Valerio Adami, Edvard Munch, Joan Miró, Henry Matisse, Roberto Matta, Hans Hartung, Marino Marini,  María Helena Vira da Silva,  Antoni Tâpies,  George Segal, Balthus, Max Ernst, Giorgio  Morandi, Maurice Denis, Pierre Alechinsky, Víctor Brauner,  John Chamberlain,   Juan Gris, Braque, José Luis Cuevas,  Francis Bacon, Alberto Giacometti, Rauschenberg, Julio Le Parc, Joseph Cornell, René Magritte, Duchamp, Rufino Tamayo, Afro Basaldella, Rafael Canogar, Alberto Gironella, Fernando de Szyszlo, Juan Soriano, Vicente Rojo, Frida Kahlo,  María Izquierdo, Gerzso, Antonio Saura, Richard Serra, Josep Guinovart constituyen una primera y final apuesta de su visión estética. Es el arte de su tiempo, de su memoria, pero sobre todo de sus inclinaciones pictóricas. Geometría, abstracción, figuración, ilusionismo, realismo o simplemente: transfiguración del arte. W.H. Auden decía que hay que buscar y encontrar en la labor poética «diamantes en el barro»; Paz en cada línea, en cada reflexión sobre arte no sólo encontró diamantes sino respuestas. En breves poemas o ensayos, el poeta explora la revelación estética de diversos artistas. Experiencia única e inédita; cómplice, reflexiva, cazadora, incandescente. Sus firmes convicciones surrealistas —André Breton sobre todo— lo llevan a detectar el fuerte discurso estético y narrativo del informalismo europeo y la abstracción estadunidense. No le preocupa indagar en las retóricas de la historiografía del arte sino entender la pintura y su historia a partir de la poesía. Paz decía sobre las diversas generaciones que se cruzan en la historia que los artistas deben redescubrir el punto de convergencia entre tradición e invención: «Ese punto es distinto para cada generación y es el mismo para todas. Convergencia no quiere decir compromiso ecléctico sino conjunción de los contrarios. El arte de nuestros días está desgarrado por dos extremos: un conceptualismo radical y un formalismo no menos estricto»[5].Vanguardias que se pierden y se transforman constantemente en el imaginario del poeta.

"Casamada Paisaje azul", de Albert Râfols.

«Paisaje azul» de Albert Râfols-Casamada.

Es conocimiento y, al mismo tiempo, recreación del concepto artístico. Es cierto, muchos de estos artistas con algunas sensibilidades próximas a Paz son los que sigue en su evolución constante. Sobre todo Miguel Ángel: La Capilla Sixtina; Picasso: completo; Gris y Braque: el cubismo; Degas: El baño, mujer enguagándose, Bailarinas en escena; Matisse: Las naturalezas;  Cezánne: Vista del Estanque, Frutero, plato y manzana, Taza, vaso y frutas, Tres bañistas; Miró: Las constelaciones; Marcel Duchamp: Desnudo bajando la escalera,  Rueda de bicicleta, Fuente, Con mi lengua en mi mejilla; Paul Gauguin: Los árboles azules, Perros corriendo en el prado, Visión del sermón, Pastor y pastora en el prado, La ronda de las niñas bretonas,  La vida y la muerte; Chillida: El peine de los vientos,  Elogio de la luz, Yunque de sueños; Tâpies: Los muros; Rauschenberg: Los objetos; Matta: sus universos poéticos, su mundo surrealista; Motherwell: su poesía lineal y abstracta. Éstos eran algunos de sus artistas preferidos del siglo xx. Ni abstracto ni figurativo, lo que gustaba a Octavio Paz era un arte que nos enseñara a ver. Cuando se situaba frente a una obra se dejaba poseer y dominar por ella. «¡Qué podemos comprender de un retrato de Rembrandt?—decía Francis Bacon— Nada»[6].

Octavio Paz agregaría: Miramos y sentimos una sensación irrepetible. Más tarde sus intereses artísticos crecieron: Léger, Moore, Masson, Klein, Esteban Vicente, De Kooning, Rothko, Morandi, Tinguely, Râfols-Casamada, Torres García y siempre Rufino Tamayo. De él aprendió a comprender el puente que se abrió entre el arte prehispánico y la modernidad del arte en México: «Mi aprendizaje fue también un desaprendizaje. Nunca me gustó Mondrian, pero en él aprendí el arte del despojamiento. Poco a poco tiré por la ventana la mayoría de mis creencias y dogmas artísticos. Me di cuenta de que la modernidad no es la novedad y que para ser realmente moderno tenía que regresar al comienzo del comienzo. Un encuentro afortunado confirmó mis ideas: en esos días conocí a Rufino Tamayo y a Olga, su mujer. Ante su pintura percibí, clara e inmediatamente, que Tamayo había abierto una brecha. Se había hecho la misma pregunta que yo me hacía y la había contestado con aquellos cuadros a un tiempo refinados y salvajes. ¿Qué decir?»[7]. La exploración de las convergencias, la búsqueda del comienzo y la excavación de los límites de la imaginación. «El relato —dice John Berger— no depende en última instancia de lo que se dice, de lo que nosotros, proyectando en el mundo algo de nuestra propia paranoia cultural, llamamos su trama. El relato no depende de ningún repertorio de establecido de ideas y costumbres: depende de su avance sobre los espacios»[8]. Ver, sentir, escribir se traducen en descifrar signos. A veces la cualidad de la imagen nos permite no sólo oír, sino ver la pintura, el eco que el silencio traza en el cuadro, en el dibujo, en la escultura. Ver un cuadro es escucharlo, repetía Baudelaire. A Juan Gris: lo vemos y lo oímos. El espacio de creación, el espacio de la página fue con frecuencia el tema de sus ensayos y de su poesía. El poeta fue consciente del poder transformador de la imagen poética y de la poética de la imagen. Juego inverso. Convergencia lingüística. El poeta espera en un páramo desierto, en una superficie incierta, en un muro en llamas, como dice en el poema que le dedica a  Antoni Tâpies:

Sobre las superficies ciudadanas,

las deshojadas hojas de los días,

sobre los muros desollados trazas

signos carbones, números en llamas.

Escritura indeleble del incendio,

sus testamentos y sus profecías

vueltos ya taciturnos resplandores.

Encarnaciones, desencarnaciones:

tu pintura es el lienzo de Verónica

de ese cristo sin rostro que es el tiempo.

Hace años nos vimos -casi siempre nos encontrábamos en París, Barcelona, Madrid y algunas veces en México-, y lo escuché en Barcelona en  casa de Antoni Tâpies. Paz: era vehemente, brillante, devastador con el adversario. Un surrealista, un poeta, en suma. «No se trata —repetía Paz— de cambiar a los hombres como de acompañarlos, ser uno de ellos»[9]. Y ese fervor lo encontró en compañía de muchos artistas.  A su entender, toda obra de arte es una traducción que desvirtúa una presencia real originaria. La negación y la crítica, fueron para él, la edad moderna.  Y bien decía T.S. Eliot en su poema Coros de la piedra:

Pues las acciones buenas o malas pertenecen a un hombre sólo,

Cuando se yergue solo en el otro lado de la muerte,

Pero aquí en la tierra tenéis la recompensa del bien…[10]

Y, Octavio Paz fue un hombre sólo, un seductor intelectual único en su tiempo, que siempre intento dialogar con el otro, para hacerse entender, para dejar un registro luminoso de su paso por la vida.  Fue un excelente observador de las convulsiones de las vanguardias artísticas de su tiempo. Imaginación pura. Un ejercicio de demolición crítica. Un poeta que al igual que  Joseph Brodsky, Derek Walcott, Czestaw Milosz, Seamus Heaney, Adonis,  Yves Bonneffoy, John Ashbery, José Hierro, José Ángel Valente, Wislawa Szymborska y John Bergen crearon un grupo de influencia fuerte en la poesía de la segunda mitad del siglo XX.  A lo largo de setenta años el arte fue uno de los temas inacabables de una de las sensibilidades más brillantes y excepcionales del siglo xx.


[1] Octavio Paz, Cuatro chopos, en Los privilegios de la vista.Arte moderno universal 1, t. 6, Fondo de Cultura Económica, México, 1994.

[2] Octavio Paz, op. cit.

[3] Josep María Castellet, Los escenarios de la memoria, Editorial Anagrama, Barcelona, 1988.

[4] Octavio Paz, Apariencia desnuda. La obra de Marcel Duchamp, Editorial Era, México, 1973.

[5] Octavio Paz, prólogo al catálogo de la exposición de grabados Cartón y Papel de México, Museo de Arte Moderno de México, 1980.

[6] David Sylvester, Entrevista con Francis Bacon, Debolsillo,  España, 2013.

[7] Octavio Paz, prólogo a Privilegios de la vista 1. Arte moderno universal. Círculo de Lectores, España, 1991.

[8] John Berger, El sentido de la vista, Alianza Editorial, Madrid, 1985.

[9] Jean Daniel, Los míos, Galaxia Gutenberg, España, 2012.

[10]  T.S. Eliot. Poesías reunidas 1909-1962.  Coros de la piedra. Versión española de José María Valverde. Alianza Editorial, 1999, Madrid, España.

Miguel Ángel Muñoz, mexicano, es poeta, historiador y crítico de arte. Su dedicación a la creación artística actual es absoluta; compagina su labor en El Financiero, La Jornada Semanal y en la revista Casa del Tiempo, con la de comisario de exposiciones. Ha trabajado personalmente con muchos artistas; entre ellos, Eduardo Chillida, Rafael Canogar, José Luis Cuevas, Josep Guinovart, Roberto Matta, Antoni Tàpies, Richard Serra, María Girona, Vicente Gandía, Ricardo Martínez, Chema Madoz, Luis Feito, Xavier Grau, Charo Pradas, Ignacio Iturria, Albert Ràfols-Casamada, Robert Rauschenberg y Luoise Bourgeois. Es autor de los libros de ensayo: Yunque de sueños. Doce artistas contemporáneos (Editorial Praxis, 1999), Ricardo Martínez: una poética de la figura (CONACULTA, 2001), La imaginación del instante: signos de José Luis Cuevas (Editorial Praxis, 2001), El espacio invisible. Una vuelta al arte contemporáneo (Ediciones Batarro, Málaga, España, 2004), Convergencia y contratiempo (Plan C Editores- CONACULTA, 2008), Espacio, superficie y sustancia. La obra de Ricardo Martínez (Siglo XXI Editores, 2009) El espacio vacío, (CONACULTA, 2009), Gutiierre Tibón. Lo extraño y lo maravilloso (CONACULTA, 2009). Asimismo ha editado y comentado los libros El asombro de la mirada. Convergencia de textos. (Editorial Síntesis, Madrid, España, 2010) Espejismo y realidad. Divergencias estéticas de Rafael Canogar (Editorial Síntesis, Madrid, España, 2011) y Elogio del espacio. Apreciaciones sobre arte de Rubén Bonifaz Nuño ( UNAM, El Colegio Nacional y UAM, México 2012).Además, es autor de los libros de poesía El origen de la niebla (CONACULTA, 2005), Espacio y luz ( Centro de Producción Gráfica, México, 2003) con serigrafías originales de Albert Ràfols-Casamada, Convergencia (Centro de Producción Gráfica, México, 2003) y Travesías (Centro de Producción Gráfica, México,2004) con serigrafías originales de José Luis Cuevas, Cinco espacios para Rafael Canogar ( Ediciones El Taller, Madrid, España, 2004), con grabados originales de Rafael Canogar y Fuego de círculos ( Editorial Praxis, México 2012) Sus textos se publican en diversas publicaciones de México, España y América Latina. Es director de la revista literaria Tinta Seca. Es colaborador, asimismo, de las revistas Metérika (Costa Rica), Banda Hispánica y Agulha (Brasil). Actualmente se está capacitando como doctor en Historia del Arte por la Universidad Nacional Autónoma de México. Es Miembro Asociado del Seminario de Cultura Mexicana. En 2009 fue reconocido por la Universidad Autónoma de Santo Domingo, República Dominicana y la Facultad de Artes por su “contribución al estudio del Arte Contemporáneo”.

Aproximaciones a Ricardo Muñoz Munguía: de los pormenores del asombro, la luz.

Juan Carlos Recinos

Si se extiende la luz

toma la forma

de lo que está inventando la mirada

JEP 

Ricardo Muñoz Munguía. Foto cortesía.

Ricardo Muñoz Munguía. Foto Cortesía.

I

Para Marco Antonio “El Yuca” Murillo.

Poesía, es todo y es nada. Nombra, duda, absorbe, traduce y traslada. El poeta es una voz que  el tiempo moldea en silencio, el poeta es un espejo donde la palabra significa. Polvo de pabilos (K editores, 2009), de Ricardo Muñoz Munguía (Chignahuapan, Puebla, México, 1970), es un libro que de principio a fin deletrea, donde el eco de su voz se difumina en las cosas que designa. Este poemario integrado por seis secciones Furia de soledades, Cenizas de silencio, Lumbre en cálamo, Rumores de la tumba, Bocanadas de luz negra y Realidad que sueño es, advierte la búsqueda de una angustia, que uno como lector ve desplegarse en el primer poema de este libro: 

Algo nace dentro del infierno

algo sin nombre y sin dios

algo entre llamaradas.

Escucho.

El poeta en estos primeros versos, entreteje el paisaje de su alma y traza, con notable oficio, la geografía que experimenta cada poema como un sol de nadie.  Convierte los versos en un festín de palabras  que cincelan el asombro, fluye con naturalidad. Muñoz Munguía asume su oficio con tal intensidad y nos dice:

Crepúsculo donde la muerte mora

es inicio del fin de algo, de lo que deja de ser.

Los elementos perfectamente visibles en los ojos del poeta, iluminan estas páginas, gobiernan con buena poesía y verifican de manera eficaz todo aquello que ha sido nombrado y que nos interroga. Furia de soledades la primera parte de este poemario es un testimonio donde el poeta busca permanecer, donde su risa en lugar de llanto, es una flama invisible. Los poemas de esta sección contienen diálogos con voces simples, condición que permea en todo el libro como una comunión, no como consigna. Aquí el poeta rezuma su muy particular manera de transcribir el mundo. Cenizas de silencio expresa, exacta y legiblemente,  una música natural, digamos que el misterio es un signo frágil, al cual  el poeta da respuesta: Al pabilo lo sembraron / entre sangre nocturnal, / veladora de alientos silenciados. Se podría decir que aquí reza cierta fuerza expresiva y original que permite ver una mínima porción del mundo del vate. Lumbre en cálamo y Rumores de la tumba, son dos apartados de Polvo de pabilos, donde en el goce del texto, por simpatía con la poesía o por un esfuerzo en particular, uno se acerca de manera espontánea a un poeta que sabe comunicar y decir. Poemas que son frutos maduros y de los cuales se sabe, es una virtud de pocos redondear la hazaña epifánica, donde se reconcilia la realidad y la textualidad que tensan la experiencia que se establece a manera de una revelación poética: 

*

Sólo los muertos

recorren con libertad

los sueños,

no tienen obligación de despertar.

*

La casa conmigo escapa en el rumor nocturno,

tiempo en que los sueños iluminan la sombra.

*

En Bocanadas de luz negra uno asiste a un mundo pausado por el asedio de la materia iluminada, a un enjambre de relámpagos que habitan estas páginas y que buscan establecer un juego con la memoria.

Tiempo sostenido en la maraña

del visitante leproso,

recién desembarcado en Veracruz.

Le vi arañas vivas en sus manos,

hilos que eran gritos de sangre,

nervios estrangulados

sobre la piel bañada de sufrimiento.

El hombre me respondió lo que deseaba saber

a pesar de no hacer la pregunta:

“He venido para que mutilen mis manos”,

y apretó los puños.

Se fue.

Las palabras caen y testifican en su descenso, la restitución del tiempo, tiempo finito e infinito que da identidad al mundo en un punto de inflexión entre cada una de las secciones que integran este poemario. Asombro que alcanza su punto más alto en Realidad que sueño es sección donde un solo poema Paraíso de brasas vibra como una resonancia cautivadora. 

El principio donde nuestros cuerpos…,

tampoco es tu mirada

que posas al fondo de mis ojos

cuando las bocas abren sus horizontales puertas

y dejan a solas el tremendo ataque de las lenguas

besándose con todo su cuerpo,

batiéndose entre la sangre del deseo,

haciéndose cada vez más fuerte una y otra

conforme el dragón salival les concede brío y calor.

Sin embargo, siguen sostenidas

a pesar de sus esfuerzos dados por el dolor del deseo;

no podrán arrancarse para dar nuevos frutos en otra boca,

pondrán su sabor en la falda de tu pubis

y trazarán, como si de una ciudad se tratara,

caminos a lo largo de tu cuerpo,

rumbos que sólo míos habré de recorrerlos

en este instante en que tu nombre

hace sudar mi lengua

La música emotiva que se desprende logra una atmósfera definida, precisa y altamente expresiva, donde un mundo múltiple y diverso, asombra  por la paciente construcción de una voz que devasta la noche con una fluidez y un pensamiento único. Cada una de las partes que componen este libro, abren un diálogo distinto  sin escisión  en la totalidad de la misma. Cobran forma en los fundamentos del espíritu humano, donde nombrar es una verdadera  prueba de amor y fe en el poder de la palabra.

II

La palabra alude a un mundo natural, reactiva la memoria en ecos que se apoyan en los recuerdos que laten al paso del tiempo. No hay tema que no pueda ser poesía. Ricardo Muñoz Munguía en Melodías del suplicio, pareciera querer demostrarnos en los poemas que integran este libro, que la palabra, misteriosa e iluminadora, es un acto de conocimiento en la inmediatez de la creación poética. Este poemario integrado de 4 secciones, Sacrilegio de cicatrices,  Estuario, Plegaria por las ciudades y Luciérnagas núbiles, se abre como una rosa de los vientos, cada apartado apuntando hacia un rumbo determinado por el poeta. La fluidez con la que se despliegan los poemas, su secreta fugacidad y la eficacia con la que rebasa la simple experimentación es una factura precisa que aparece con toda naturalidad en quien hace de la poesía su propio periplo:

Busqué en toda mi vida

una frase para mi epitafio,

que me definiera como escritor,

pero sólo encontré fantasmas dictándome.

Este fragmento que cito de Sacrilegio de cicatrices, revela el desafío del poeta hacia el tiempo, la meditación inusitada para convivir con algo deliberadamente ambiguo: la muerte. Toda la imagen poética contenida en este palabra, vivifica una experiencia de vida, tan real como palpable, que establece un juego de múltiples voces, que se abisman y contradicen, pero que en el diálogo contienen la reflexión en el universo del lenguaje propuesto por el poeta. En Estuario, uno asiste a una celebración donde la palabra cobra  la forma del deseo, uno testifica que el cuerpo es entonces lo sagrado y que la primera razón de su validez no reside en la propia experiencia, sino en el mundo creado a través del ejercicio poético:

He visto mi cuerpo

seguir

sus pasos

sin mí,

y desde tu casa le grito que no se vaya

pero se va

y así, huérfano,

me defiendo a vivir en ti.

El tono armónico que Muñoz Munguía resalta en este conjunto de poemas, reafirma su constante convicción de su ejercicio creativo, de su mirada que, como lo indica el título de esta sección Estuario, en la fluidez hacia la desembocadura, se asume el asombro de la muerte como una variación de la memoria y el olvido. Pacto que se inicia bajo el árbol que vivifica lo sagrado:

¿Dónde más?, sino tu boca

sea el mejor sitio donde me guardo,

que si de ahí me arrojas

le arrancaré la lengua a tu corazón frío.

Una mirada penetrante como la del poeta, sabe hallar los asombros de la vida, iluminarlos, reconocerse en ellos. Su oficio es nombrar, dar testimonio de lo que transita en su escenario lírico. Y parece ser que Muñoz Munguía asume el quehacer poético con su palabra precisa, no otorga concesiones en sus construcciones verbales:

El sabor sepia que en ti deja

esta figura mía, es para que el silencio

con sus activos acentos brote

a mitad de la navegante noche

y te exclame la onomatopeya

del tic-tac golpeando en tus puertas

con el aroma de mi nombre.

En palmas de tu mano

se desmembra la razón,

entonces resbalan voces ocres

que van dando color

al camino rugoso

por donde he venido

hasta tu hermosa casa.

Nada queda al azar, todo se hilvana de una manera sabia y serena. Todo lo que es misterio se nombra. Como un itinerario, la rosa de los vientos nombra las emociones palpables de la noche, nombra y fundamenta. En Plegaria por las ciudades y Luciérnagas núbiles, las melodías a las que el autor alude  en el título del libro, producen correspondencia cuando dice:

La marcha hacia mi ciudad es lenta,

raíces nacientes del orbe de sueños

van a la cima de la montaña de tinieblas

donde mis pies escapados de la lumbre

dejan su desnudez y su rastro sobre rocas

en que cimenté mis infortunios reacios.

Pareciera que el poeta no sólo construye un libro de poemas, las sonoridades que surgen de sus textos, parecieran pequeños universos vivos, que se suceden con inquietante delicadeza, como olas, van dejando su huella para que cada uno entreteja su propio universo: 

SEMILLA DEL DÍA

Al abrir el puño una parvada de golondrinas

escaparon veloces hasta perderse

en el voraz horizonte que tragó el plumaje

de la breve biografía de la primavera,

donde dibujaron el rumbo del tiempo muerto

formando con su vuelo terco y desordenado

frazada para las rudas caricias sobre cicatrices,

las que muerden la carne hasta sangrar el olvido.

Las horas primeras lamen el cielo

sobre el alba soñolienta

en el naciente desafío del día.

El canto de luz ha subido inclemente

a la derrota de los pies solitarios,

imperio de la sarna de mendigos y

huellas de acaudalados malditos:

eternamente hambrientos hombres de oro

eternamente desmoronadas mujeres de plata

que no demoran su bandera sagrada,

de colores insulsos acuñados por falsas monedas.

Ricardo Muñoz Munguía, es un poeta que define el acto poético como una celebración muy rigurosa, donde prestigia la experiencia en  ejercicios muy depurados, que proyectan multiplicidad, pero a la vez, son una ventana a la memoria, esa en la que se reivindica la sensibilidad y la inteligencia de quien sabe sentir el mundo. Para el poeta, la enseñanza es un secreto:

donde la pasmada razón prismática

es gota enredadera sobre paredes

que cobardes y valientes trepan

conforme la generosa muerte

los bendice con el vasto beso

que incendia el vigor turbulento.


Nota del editor: Texto leído en el marco de la XXVI Feria Nacional del Libro de León (FeNaL), México, 2013. Se publica en el Mexican Cultural Centre con la autorización del autor y la FeNaL.


Juan Carlos Recinos, mexicano, es poeta, ensayista y editor. Autor del poemario Cantos Peregrinos. En el 2002 obtuvo una mención honorífica en el concurso de Poesía FIL Joven, en el marco de la Feria Internacional del Libro, de la ciudad de Guadalajara, México. Ha sido becario del Fondo Estatal Para la Cultura y las Artes de Colima, México, 2012, en el área de poesía.   

México visto por sus personajes

Guillermo Samperio

La obra de Mariano Silva y Aceves está signada por lo pequeño: sus relatos son breves, sus temas se refieren a los sucesos mínimos y la mayor parte de sus personajes son niños. Sus relatos fluctúan entre el ensayo, el cuento y el poema en prosa; muchos de ellos, aunque vívidos y fotográficos, se aproximan a la literatura fantástica y al realismo simbólico mezclado con detalles cotidianos naturalistas y un final abierto.

Guillermo Samperio. Foto Cortesía.

Guillermo Samperio. Foto Cortesía.

El 26 de julio de 1897, nace en La Piedad de Cabadas, Michoacan, Mariano Silva y Aceves. Estudió bachillerato en el Colegio de San Nicolás de Morelia, donde aprendió latín y griego. El año de 1907 llegó a la Ciudad de México para ingresar a la Escuela Nacional de Jurisprudencia, donde conoció a otros estudiantes con los cuales integraría el grupo del Ateneo de la juventud con Alfonso Reyes, José Vasconcelos, Julio Torri, Martín Luis Guzmán, Pedro Henríquez Ureña y otros. A Silva y Aceves se debe la afición que tuvieron por los escritores ingleses y norteamericanos, y el gusto por el ensayo y los humoristas. En ocasiones, los relatos del grupo lindaban con el poema en prosa y los ensayos con el cuento imaginario y, a la inversa, el cuento lindaba con el ensayo.

La generación anterior, la de Luis G. Urbina, Angel de Campo “Micrós”, Rafael Delgado, entre otros, mantiene bien definida la distancia entre los géneros históricos: cuento, poesía, novela y ensayo; en cuanto a los géneros teóricos en México aconteció un fenómeno distinto al de Europa: en un mismo periodo convivieron románticos, realistas, modernistas y aun naturalistas.

La ciudad de México es representada desde distintas perspectivas; del medio popular en que se desenvuelven los personajes, no se desdeña nota alguna, así sea ensoñadora, cruda o grosera. La imagen literaria puede ser un medio para analizar las distintas visiones de varios autores. La metáfora quiere resolver en su unidad la pluralidad del mundo. Toda metáfora tiene en sí un poder de reversibilidad en el caso de Silva y Aceves y de Angel de Campo: los dos polos de una misma imagen pueden desempeñar, alternativamente, el papel real o el ideal.  Gastón Bachelard, basándose en las teorías de Jung, postuló la posibilidad de establecer una “ornitopsicología”: el pavo real es un ave que en su plumaje significa las riquezas de la tierra, que en su vientre gesta riquezas; el ruiseñor es un ave diminuta que genera un bosque con su canto y en el follaje se vuelve invisible, es un pájaro de aire. Una de las fiestas más hermosas durante la Edad Media es la Festividad del Asno. Los campesinos sentían simpatía por ese animal, como ellos, rudo, terco, simple, trabajador. Podemos, entonces, pensar en una “psicozoología”.

Micrós registró con profundo realismo y melancolía las costumbres de su época siguiendo la línea trazada por José Joaquín Fernández de Lizardi, matizada con la doctrina nacionalista de Altamirano. Su tono, ponderado y discretamente irónico, difiere del estilo ornamental y audaz de sus contemporáneos, los modernistas. Su tema fue, sobre todo, la ciudad de México y los problemas diarios de la clase media baja, marginada de las ventajas del progreso porfirista. Micrós, al hacer una síntesis de los problemas humanos de las barriadas de México, recurre a ciertos animales –perros, pájaros, caballos, burros, gatos– que forman parte de la vida diaria de la gente de esos barrios; sienten, sufren y gozan lo mismo que los hombres o, inclusive, por una significación metonímica, pueden ser símbolos vivos de psicologías humanas. En “El fusilado” describe el arrabal como “ese muladar de casas vetustas y ruinosa”; El Pinto sabe lo que es la vida de perro y El Chiquitito la angustia de la libertad.

En “El gran ojo de una vaca”, Silva y Aceves descubre no el alma de las vacas sino la de los hombres; dice que los pastores son apasionados y tiernos como las ovejas en tiempos de crías; y los rústicos, que tanto entran en la novela y el cuento mexicanos, son fieros y sumisos como una vaca de ordeña o rencorosos y vengativos como el buey taciturno de una fábula. De las vacas que viven en la ciudad dice que “han olvidado casi por completo el bramar” y que “la mansedumbre del ganado no es sino la inacción de la tristeza”; como los hombres de las ciudades, han aprendido costumbres metódicas que les traen como consecuencia enfermedades y las tienen siempre achacosas y envejecidas.

El “héroe” preferido de Silva y Aceves –el volumen Animula está dedicado a él– es el niño vagabundo y aventurero, quien siempre aparece en paralelismo o acompañado de un perro. Los perros están hechos para la aventura; los gatos, para el hogar. Respecto a los primeros dice Silva y Aceves: “Los perros y otros animales domésticos, no es extraño que se pierdan, porque está demostrado que, en poder de los mexicanos, se les despierta un espíritu vagabundo y aventurero que acaba por decidirlos alguna vez a no volver más a su casa”. Al igual que los perros, dice Silva y Aceves, sin tono peyorativo, los niños mexicanos tienden a perderse porque escapan de su vida desdichada y sobreviven sin ayuda de la ciudad: “En las ideas de ese niño las calles fueron hechas para mirar los interiores de las casas y no para conducir a ellas”. Cuando los padres notan que el niño no vuelve, inventan ladrones y robachicos. Sin embargo, la ciudad devora la transformación mágica que logra la mirada de lo pequeño: “Si los grandes edificios y el comercio no lo impidieran, el niño vagabundo podría gustar bien del brillo de una nube, del fondo de una calle o de la sombra de una torre, y se notaría desde luego la buena influencia de estos datos en su mirada”.

El mismo personaje es tratado de manera pasional, persuasiva y aleccionadora, por Micrós y Urbina. En el cuento “Hijos de cómica”, de Luis G. Urbina, transcurre a manera de confidencia, el tono personal e íntimo, la ternura y la compasión. Dice de los hombres y mujeres de la bohemia lírica: “Ellas, avaras, calculadoras y vulgares…Ellos, egoístas, coléricos y brutales con sus compañeros de oficio, cínicos y encanallados; todos ellos y ellas, de apariencia amable, deudores, risueños, complacientes, cómicamente afectuosos…”. Entre esa gente muere el sentimiento de un hombre por un niño. En Ve a la escuela el vagabundeo del niño es antagónico al amor materno que le suplica dulcemente que sea bueno y estudie.

Urbina significa la melancolía, el tono crepuscular del romanticismo maduro que en América se llamó modernismo. Para conmover, los cuentos de Urbina, como los de Micrós, ajustan los elementos formales y expresivos: un solo hilo narrativo, intensidad y un final contundente que arroja al lector más allá de las esferas de la pura anécdota, dándole su forma visual y auditiva.

A Micrós le preocupa la miseria y la injusticia que sufren los desheredados, los pobres que en su camino no encuentran sino frustraciones, el Chato Barrios es el polo opuesto de los niños de Urbina y de Silva y Aceves. El Chato Barrios es el hijo del carbonero “y ese Chato es un muchacho de traje hecho jirones, que estudia en libros prestados, vive en un suburbio, jamás falta a clase y parece prometer” y que siempre se disputa los primeros lugares con Isidorito Cañas hijo de familia rica que viste de seda y usa costosos sombreros y guantes relucientes; sin embargo, dice Micrós:

…pero me consuela saber que de ese barro amasado con lágrimas, de esa lucha con el hambre, de esa humillación continua, de esa plebe infeliz y pisoteada surgen las testas coronadas de los sabios que, os juro, valen más que esos muñecos de porcelana, esos juguetes de tocador, que en la comedia humana se llaman Isidorito Cañas.

Los tres escritores tratan el mismo personaje desde distintas perspectivas. A Jorge Luis Borges no dejó de asombrarle que Platón postulara que el arte es obra del hombre inspirado, y que Edgar Allan Poe escribiera un ensayo en el que promulgaba el predominio de lo racional sobre la inspiración en la literatura: una tesis romántica de un clásico y una tesis clásica de un romántico. El niño, en el cuento de Luis G. Urbina tiene una intención aleccionadora, como las fábulas griegas; en Micrós, tiene intención persuasiva: un tratamiento clásico de un modernista y un tratamiento romántico de un realista. El niño, con Silva y Aceves, se convierte en un ser casi fantástico.

Más que registrar los acontecimientos de la Ciudad de México, Silva y Aceves esbozó excelentes retratos psicológicos de sus habitantes y contempla la ciudad a través de los ojos de sus personajes. En algunos de sus relatos toca el tema colonial, que después se convertiría en género literario: la leyenda, que alcanzaría su máxima expresión con el peruano Ricardo Palma. Pero Silva y Aceves, además de presentar un suceso de la época, daba una explicación que hace emparentar al texto con lo fantástico extraño. Don Juan Manuel, según la leyenda, fue un marido celoso que todas las noches le preguntaba la hora al primer paseante nocturno que encontraba, y si eran las once le decía: “Dichoso vos que sabeís la hora de vuestra muerte”, y lo asesinaba; al tiempo sus víctimas y los demonios se lo llevaron por los aires en castigo por sus crímenes. En la versión que nos da Silva y Aceves del famoso caballero español don Juan Manuel de Solórzano, que vivió en la ciudad de México, el personaje es enviado a Perú, y se divulga la conseja del rapto por seres sobrenaturales. Los numerosos crímenes que ensombrecieron el gobierno del virrey marqués de Gelves se atribuyeron a ese caballero español, que se dedicaba a coleccionar armas y relojes. Sin embargo, dice Silva y Aceves, la época del virrey marqués de Gelves se señaló en la Nueva España por sus numerosos asesinatos. Se cometían de todas maneras y a todas horas sin el menor escrúpulo. Hubo quien recibiera la muerte a las once de la mañana, de un hachazo en la nuca, al detenerse en una calle solitaria a leer un bando real, y también quien muriera precipitado del balcón de su propia casa mientras pasaba entre los dedos las cuentas de su rosario mirando una procesión de Corpus. Otros amanecían ahorcados de los arcos del gran acueducto o perecían apuñalados en el descanso de alguna escalera, y aun se dio el caso de alguno que al tender cortésmente la mano para saludar a dos señoras recibiera por detrás dos estocadas que le quitaron el habla para siempre.

Próximo a Torri y a Reyes, Silva y Aceves quiso perfeccionar la prosa breve: sacó filo a la paradoja ideal de la sugerencia, es decir en lo que no se dice totalmente pero que se sobreentiende. En el cuento “Las rosas de Juan Diego” hay una malicia que, de acuerdo a la manera como se lea el texto puede pertenecer a uno de dos géneros teóricos: a lo fantástico maravilloso, si aceptamos que las ambigüedades del relato se resuelven con leyes distintas a las de nuestro mundo cotidiano; al realismo simbólico, si la aparición es una alegoría. La misma leyenda de la aparición de la Virgen de Guadalupe en el Tepeyac es tratada por Luis G. Urbina en “El milagro de la Virgen india”, pero este se limita al registro explicado, no a la representación. Alguna vez comentó que las discusiones de carácter eclesiástico no le preocupaban, pues es indudable que las fiestas de la Virgen de Guadalupe y las funciones religiosas del mes de diciembre en la Basílica persistirán a través del tiempo porque jamás en devoción alguna se mezclaron tan completa, tan armoniosamente, para consuelo de una raza fetichista y triste, la fe, la esperanza y la caridad.

Guillermo Samperio, es uno de los cuentistas mexicanos más reconocidos junto a autores como Juan Rulfo, Juan José Arreola y Julio Torri. Es autor de más de veinticinco libros, entre ellos, Cuaderno imaginario, Miedo Ambiente, Al filo de la luna, Lenin en el futbol y Emiliano Zapata, un soñador con bigotes. Ha sido galardonado con la Medalla a las Artes por los países del Este 1985, el Premio Instituto Cervantes de París dentro del Concurso Juan Rulfo 2000, el Premio Letterario Nazionale di Calabria e Basilicata 2010 y el Premio Casa de las Américas 1977.

Anverso y reverso en la obra de José Luis Cuevas

Miguel Ángel Muñoz

El sentido del espacio en la obra de José Luis Cuevas (México, DF, 1934) se conforma en el juego de límites, en su interacción con las formas que va creando. Crear un lugar significa poner límites, delimitar introduciendo un espacio o vaciándolo. Sacar el espacio de cualquier dibujo es para Cuevas configurar un lugar, entre la vida y la muerte, desde donde contemplar el horizonte y entregarse a la luz y al trazo que la propia luz crea. Dibuja para corregir. “Quienes dibujamos –dice el poeta inglés John Berger- no sólo dibujamos a fin de hacer algo visible para los demás, sino también para acompañar a algo invisible hacia su destino insondable”.[1] El arte de Cuevas, brota, es un juego incesante de formas, volúmenes, lenguajes. Todo se combate y se recrea al mismo tiempo. Sentido inverso de la realidad: estructuras que producen movimiento, sonido.

José Luis Cuevas. Foto Cortesía.

José Luis Cuevas. Foto Cortesía.

Mientras en la Europa de mediados de los años cincuenta se imponía la obra de los expresionistas abstractos norteamericanos como Willen de Kooning, Jackson  Pollock, Esteban Vicente, Theodoros Stamos, Mark Tobey, Franz Kline y Robert Motherwell, y de los informalistas como Luis Feito, Manolo Millares, Rafael Canogar, Antonio Saura, Antoni Tâpies, Josep Guinovart, Pierre Soulages, Jean Fautrier, William Scott, Wols, Emilio Vedova, Alberto Burri, entre muchos; es cuando José Luis Cuevas realiza sus célebres litografías sobre la obra de Quevedo, Kafka y el Marqués de Sade. La figura respira, signo que encarna una oscura voluntad de creación; a su vez, el trazo se despliega secretamente en cada línea. Sueño mineral que se disuelve en el espacio: contradicción sensible, el espacio no se toca, se percibe. Color y forma están unidos en un contexto altamente poético.

En algunos dibujos y grabados el artista vuelve a “recomponer” las figuras, les da una composición para  lograr el efecto deseado. Le gusta contrastar superficies: trabajar en la organización del espacio, romper, rasgar, es decir, unificar. Azar electivo, como decía André Breton. Plenitud y vacuidad, juego visual y poético para conformar un lenguaje. Símbolo que es mejor y peor. El símbolo es realidad e irrealidad, juego lingüístico que encuentra un significado importante en la obra de Cuevas. Este aprovechamiento no sólo evoca su creatividad figurativa, donde recrea agonías, crímenes, cúpulas, desvaríos, monstruos y monstruosidades humanas. De forma  atrevida y sarcástica, se pierde en múltiples imágenes que  van generando cierto gestualismo expresionista, lo que situó su obra, junto a otros artistas latinoamericanos –Jacobo Borges, Ricardo Martínez, Armando Morales, Fernando de Szyszlo y Francisco Toledo-, en un fecundo espacio que recapitulaba críticamente el pasado, próximo y lejano, y que despuntaba como una fabulación reinventada de la figuración.

Cuevas ofrece una lectura de su trabajo que está por hacerse, y no sería en vano porque subraya la naturaleza de una obra que no culmina todavía sino que ha convertido su lenguaje en materia artística, en un creador sin retorno, pero sí en el centro  “reformulador” del  cambio estético contemporáneo. Es decir, toma y retoma una voz poética poblada de símbolos que van más allá de la epitafia del arte. Cuevas respira aires inéditos constantemente y cada trazo es una fugaz imagen nostálgica, es una meditación sobre el inicio de imaginar sin premuras, para desentrañar la complejidad cotidiana, a la vez que fundamenta conceptos cognitivos de su actividad artística: línea, movimiento, signo que  se encuentra perdurable. Cada trabajo resulta complejo, rico y deslumbrante.

Cuevas deja descubrir su proceso inventivo, proporcionando soluciones gráficas y plásticas diversas, que, como siempre, nunca dejarán de asombrar. Las obras contienen un interés iconográfico adicional, añadido a sus diversos autorretratos, que evocan a nuestro imaginario propio. Es una obra de evolución, imágenes líricas, tortuosas, pues Cuevas busca dentro de sí y lo que busca es poner al “yo” en un estado de incertidumbre: sólo así muestra su propia identidad. Dice Mario Vargas Llosa sobre Cuevas: «Su mundo está poblado de marginales, en él la regla es la excepción: catálogo del crimen, paraíso de la deformación, resumen de todas las taras concebibles del hombre…”[2]

Al observar en retrospectiva su trabajo, llego a pensar que me encuentro ante la presencia de un artista que produce una seducción por lo subjetivo y lo poético, ahondando en la relación figura-signo. Fruto de estas atracciones fueron sus series sobre Sevilla, sus estudios, los secretos de Walter Raleigh y sus interminables autorretratos. Símbolos que descifran el laberinto, por caótico que parezca, interminable del artista. Y no me extraña que, siguiendo este proceso, sea el mismo Cuevas quien se pierda en esa complejidad estética. Metáfora sorprendente, conjunción y disyunción de los espacios que Cuevas profana. Quizá la palabra exacta para definir este proceso sea ritmo. El espacio recupera e interpreta los signos que se crean a partir de un trazo sorprendente.

Ya en 1965 Cuevas se libera de influencias estéticas y extra estéticas para abrir camino a su lenguaje individual, único e inédito, que usa y repite en dibujos, grabados y, recientemente, en esculturas. Transforma su imaginación en realidad, crea un registro personal de la memoria.  Manicomio, Mujeres del siglo XX, Comedia humana I y II y Funerales de un dictador son registros expresivos en el cual sorprende la exasperada voluntad por decir. Su dramatismo y su poder radican precisamente en su definición. Picasso transforma los espacios escultóricos y arquitectónicos de la pintura. Pinta y destruye, oculta y revela cada línea sobre un dibujo. Busca la poética del espacio donde habitan, como decía Paul Veléry, los cementerios marinos. Cuevas, en cambio, no profana, sino recrea las estructuras, el porqué de sus movimientos. El sentido de la composición en la obra de Cuevas es romper los límites. Crear un espacio pictórico es delimitar, concretar escenarios, delimitar introduciendo, concretar vaciando. Entretejer un dibujo es crear un lugar donde se contempla la atmósfera y se descubre la materia.

En 1955, Cuevas viaja y expone por  vez primera en París, en la Galería Edouard  Loeb; es el comienzo de su interés por “internacionalizar” su obra y por las corrientes vanguardistas de la época y el culmina años más tarde con grandes exposiciones retrospectivas en diversos museos como el  Museo de Arte Moderno de París, en 1976; en el Museo  Ludwig, de Alemania, en 1978;  en el Chicago Internacional Art Exposition, de esa ciudad en 1987, en el  Museo Nacional Centro de Arte  Reina Sofía, de Madrid,  en 1998, en el Museo del Palacio de Bellas Artes, México, DF, 2008, y en el Museo de Arte Contemporáneo de Santo Domingo, República Dominicana en  2010.  

En la década de los sesenta y setenta descubre nuevamente a Picasso, Klee, Matisse, Braque, al círculo cubista; confronta su trabajo con Antoni Tàpies, Albert Ràfols-Casamada, Pierre Alechinsky, Antonio Saura, Frank Auerbach y el francés Pierre Soulages. Se interesa más por la línea que el ojo pierde, encuentra y vuelve a perder, al grado de reinventar cada trazo. Se concentra, se pierde, pierde el sentido del tiempo, pero rescata el espacio. Juego que descubre composiciones. Es en la representación de sus figuras donde Cuevas revienta la forma total de la masa del cuerpo humano. Así lo vemos en sus series de 1953-58, donde trata de contener no sólo el cuerpo sino la gestualidad del mismo. Es la línea de una figura yaciente, que indica secretos, desde el momento mismo en que el artista descompone los volúmenes. Es el límite el que define cada cuerpo, cada espacio, cada materia; este límite es el que define la claridad del dibujo de José Luis Cuevas a partir de los años setenta.

La realidad meditada del espacio corpóreo se define claramente en su serie de dibujos sobre Kafka realizados para su exposición del Museo de Arte Filadelfia. Lo que al principio es un problema de lenguaje pictórico, Cuevas lo va llevando más allá; él crea un espacio externo, no se conforma con construir formas sino tiende a destruirlas. Todo el peso de las figuras se concentra en la composición, en el ritmo que gravita en su composición.  Si Matisse elevó el trazo a forma poética, Cuevas cuestiona y define el espacio de la esencia de la línea: su propio límite. El elemento estético y poético del dibujo es, y era desde el siglo XIV, un espacio considerado como transformador de volúmenes; por ello Cuevas cuestiona el vacío que produce un dibujo, el espacio que crean los materiales.

El dibujo de Goya sigue cánones de otro tiempo, quizás concreta o sintetiza el modo platónico de un espacio habitable, mientras las ideas van guiando su espíritu creativo. Cada figura tiene forma, cada forma se contradice y se afirma entre sí, de un modo intemporal más que temporal. Anverso y reverso de su discurso estético. El espacio poético creado por Goya es único en cuanto lo define su propio trazo. Por ello, Cuevas indaga nuevas formas, define de forma especial su acto plástico. En esa búsqueda, Cuevas es más rotundo y perfecto en el dibujo. No contradice: interroga y responde.

El diálogo que establece entre silencio-espacio, silencio en el trazo y espacio en el dibujo es determinante en su obra. El silencio no es un acto nuevo, el mito griego nos habla de ello y los gnósticos discutieron abundantemente de lo inefable del silencio del abismo. La experiencia del místico – decía San Juan de la Cruz- es algo absoluto, pero su paradoja es situarse en el lenguaje. Es atracción por el silencio y la reflexión sobre el silencio. Su experiencia, como la de Cuevas, pertenece, de algún modo, al mundo de la meditación, del asombro. En la poesía de Paul Celan o en los estudios herméticos del antiguo Egipto hay una valoración del silencio: el silencio como materia natural del texto y el poema como espacio del silencio. Hay cierto paralelismo entre el acto artístico de Cuevas para quien la obra es el espacio del vacío, y el vacío, la materia natural de lo estético. Todo se opone y se contrapone: definir manifiesta el silencio, encarna el vacío.

El sentido de Cuevas se concreta y madura en los sesenta, se basa en la simplicidad, en la eliminación de excedentes retóricos que produce la imagen; en él destaca la modulación de los espacios y la orquestación de lo no dicho: la energía de la figura adquiere categorías de signo. Una figuración que está dimensionada por espacios no creados, un vacío como el silencio “que sucede a los acordes, no tiene nada que ver con el silencio atento, es un silencio vivo”, dice Marguerite Yourcenar. Y ese plano de correspondencias vibra con diferente intensidad, en diferentes direcciones y de múltiples maneras.

La línea surge entre un silencio y otro, surge de ese silencio absoluto cargado de tensión, y lo va conformando. De esa transgresión original del silencio, del estallido inicial que trabaja el vacío, o que se anula sobre la blanca hoja, surge la obra y su intensidad. El trabajo de Cuevas juega con el límite, en esos instantes fronterizos donde chocan las formas. El poeta busca el milagro de las palabras, en ese silencio cargado de tensión, en esa vibración cósmica entre rito y silencio, aparece el sentido perfecto del lenguaje traducido en imágenes gramaticales. Cuevas comienza sus trabajos con esa concentración que pide el poeta, el alquimista, el místico. Este silencio no es el del minimal. El vacío de Cuevas es la experiencia transgresora del arte conceptual, sino la materia austera de la creación y el culto que el artista le profesa. Rito mágico que descubre sentidos, ordena perspectivas, perturba el asombro.

Dibujar para Cuevas es imponerse sobre los materiales (ponerse en su espíritu, no superponerse) y, sin dejar de ser esa materia, darle vida, un hálito, un ser a un nuevo nivel, el artístico. Así, pues, la obra de Cuevas pertenece a una sensibilidad única, íntima, intransferible, cuyo eje elemental es y será la anulación del tiempo. Cuevas ha domesticado la rebelde figura y el vacío constante, es decir, ha logrado percibir el espacio del universo.  Cuevas piensa que el dibujo se diluye entre el ritmo de un trazo, hay que entenderlo, profanarlo y observarlo. Pero, en último término, su comprensión no es asunto de conocimiento, sino de intuición, como lo demostró en la serie de grabados dedicados al Marqués de Sade. Se intuye con la mirada, dice Cuevas, se destruyen las formas y se consolida en el resultado final, ya sea gráfico o plástico.

En esta serie dedicada al Marqués de Sade, realizada en 1989, Cuevas hace un homenaje no sólo al escritor sino a la poesía. Con esta obra recupera el discurso poético que siempre está presente en su trabajo. La poesía es un capricho para desatar el dibujo como acorde musical, como fuerza cósmica que se entrona entre ambas artes. Creo que Cuevas quiso cuestionar así la línea divisoria entre mito y realidad, entre imagen y estampa, pues para él la línea no es recta ni redonda, sino elíptica; por ello se cuestiona constantemente. Espacio que se enfrenta, lenguajes enemigos: un micro espacio que se une en un mismo límite: espacio poético y visual.

Los dibujos dedicados a esta inquietud, o a los poemas de Quevedo, recogen esa preocupación, que lo ha llevado a innumerables hallazgos. El poema no es la proyección visual, el dibujo es su propia proyección. Un deseo que siempre da en el blanco, que siempre interpreta el poema. El enigma de ambos es destruir su propio universo. Esta afirmación perpetua define un equilibrio mítico sobre el vacío. El silencio de Sade, de Quevedo, el de Cuevas, se produce y reproducen en el milagro del arte, cuya presencia habla de los sentidos.

Cuevas entiende que el dibujo se convierte en un drama de elementos formales que dialogan y se articulan entre sí; hay que observar detenidamente sus autorretratos para descubrir en cada línea el espacio intermedio como signo de configuración estética. De aquí  también su búsqueda por la significación de los materiales. Cuevas jugó con los papeles, es decir, se articula en su mismo espacio. Mancha, levita, cuelga, desgarra, crea tensiones dramáticas, figuras uniformes que originan nuevos mundos.

Cuevas orquesta, juega con los conceptos, pues el uso de los materiales y el papel se lo permiten. Al suspenderse, la línea se articula en diversos relieves. Crea formas que son, en palabras de Octavio Paz: “monstruos que no están únicamente en los hospitales, burdeles y suburbios de nuestras ciudades: habitan nuestra intimidad, son parte de nosotros (…) El pensamiento de este artista está regido por los principios del magnetismo y la electricidad.[3]. Como dice Paz, cada personaje mancha, define, transforma la realidad; esta suspensión “real” da un carácter individual a la atmósfera poética-visual del artista. Sobre todo, al originarse nuevos espacios de sobra y luz, para gravitar en la memoria.

La definición de mancha y linealidad, de la superficie como espacio poético y de los volúmenes como forma visual, que tanto preocupó al constructivismo, aparece concretado en la de Cuevas en los años ochenta, con una sobriedad muy cerca de la delicadeza, que se puede reflejar claramente en sus dibujos y en su obra gráfica. Quizás toda esa concreción de ideas sea su serie Intolerancia, donde el espacio es un enigma yuxtapuesto al significado de las ideas. Esto es lo que la teoría del sociólogo e historiador francés Francois Furet ha llamado como el modo de asociarse y relacionarse con un conjunto de espacios ajenos, que mágicamente aparecen y desaparecen, se entrelazan y desencadenan significados inéditos.

Picasso, Matisse, Klee, Miró y más tarde Antoni Tâpies devolvieron la idea de la forma a la pintura. Cuevas cuestiona y contradice, no esta relación figura-espacio-tiempo, sino la revelación sorprendente de la expresión gestual, es decir, la obra como cuestionamiento de un espacio donde construcción y destrucción se unen. El arte, como apoyo de la meditación, explora el espacio como el silencio a la muerte. El espacio es una viviente totalidad, un fragmento corporal. Convoca y transgrede. No imagino la obra de Cuevas desde otra claridad, desde otra transparencia.

En más de cincuenta años de producción artística, José Luis Cuevas se ha movido por la energía de puntos contrarios: espacio-tiempo.  Y vuelvo a sus primeros dibujos: Copia de Orozco, 1949; Retrato imaginario de Diego Rivera, 1951, Luis Buñuel, 1953; Durante la lectura de Kafka, 1957; Apunte del natural de un cadáver, 1954, Gran señor (tres figuras), 1960; sus series de Autorretratos de 1980;  sus pequeñas cajas –objeto de  1978 y 1980; sus libros de artista con  poetas. Por ejemplo, Cuevas blus que hizó con el escritor francés André Pieyne de Mandiargues –editado en París en 1986- o los que realizó con Miguel Ángel Muñoz Convergencia, 2002, y Líneas paralelas, 2006, editados en México [4]-. Creación y contradicción continua que revela un horizonte que nos guía por su camino. Infinitus y límite. Este espacio tiene signo de acontecimiento. Como ya se ha visto, la obra de Cuevas responde a la invención de los límites. Forma vacía, paradigma contrario; exterior e interior.  En lo interior culmina sus secretos, en lo exterior logra entablar un diálogo estético concreto. Confrontación  radical, pero acertada.

Recuerdo que el poeta español José Ángel Valente me hablaba del silencio como signo de la poesía: “Porque el poema tiene por naturaleza al silencio”.  El dibujo de Cuevas tiene como arte la composición del silencio. Un signo unificante y unificado que está lleno de símbolos, que tenemos que descubrir a cada momento de nuestro propio espacio, quizás lleno de límites y de secretos.


[1] John Berger, El cuaderno de Bento. Editorial Alfaguara, Madrid, España, 2012.

[2] Mario Vargas Llosa,  Los monstruos de José Luis CuevasJosé Luis Cuevas. Exposición retrospectiva. Museo  Nacional Centro de Arte Reina Sofía, Madrid, España,  1998. Pág 57.

[3] Octavio Paz, Descripción de José Luis Cuevas, In/mediaciones,  Barcelona, España , Seix Barral, 1979.

[4] El libro Convergencia  serigrafías de José Luis Cuevas y poemas de Miguel Ángel Muñoz, fue editado por la Universidad Autónoma del Estado de Morelos en 2002, bajo el cuidado e impresión de Enrique Cattaneo.

Miguel Ángel Muñoz, mexicano, es poeta, historiador y crítico de arte. Su dedicación a la creación artística actual es absoluta; compagina su labor en El Financiero, La Jornada Semanal y en la revista Casa del Tiempo, con la de comisario de exposiciones. Ha trabajado personalmente con muchos artistas; entre ellos, Eduardo Chillida, Rafael Canogar, José Luis Cuevas, Josep Guinovart, Roberto Matta, Antoni Tàpies, Richard Serra, María Girona, Vicente Gandía, Ricardo Martínez, Chema Madoz, Luis Feito, Xavier Grau, Charo Pradas, Ignacio Iturria, Albert Ràfols-Casamada, Robert Rauschenberg y Luoise Bourgeois. Es autor de los libros de ensayo: Yunque de sueños. Doce artistas contemporáneos (Editorial Praxis, 1999), Ricardo Martínez: una poética de la figura (CONACULTA, 2001), La imaginación del instante: signos de José Luis Cuevas (Editorial Praxis, 2001), El espacio invisible. Una vuelta al arte contemporáneo (Ediciones Batarro, Málaga, España, 2004), Convergencia y contratiempo (Plan C Editores- CONACULTA, 2008), Espacio, superficie y sustancia. La obra de Ricardo Martínez (Siglo XXI Editores, 2009) El espacio vacío, (CONACULTA, 2009), Gutiierre Tibón. Lo extraño y lo maravilloso (CONACULTA, 2009). Asimismo ha editado y comentado los libros El asombro de la mirada. Convergencia de textos. (Editorial Síntesis, Madrid, España, 2010) Espejismo y realidad. Divergencias estéticas de Rafael Canogar (Editorial Síntesis, Madrid, España, 2011) y Elogio del espacio. Apreciaciones sobre arte de Rubén Bonifaz Nuño ( UNAM, El Colegio Nacional y UAM, México 2012).Además, es autor de los libros de poesía El origen de la niebla (CONACULTA, 2005), Espacio y luz ( Centro de Producción Gráfica, México, 2003) con serigrafías originales de Albert Ràfols-Casamada, Convergencia (Centro de Producción Gráfica, México, 2003) y Travesías (Centro de Producción Gráfica, México,2004) con serigrafías originales de José Luis Cuevas, Cinco espacios para Rafael Canogar ( Ediciones El Taller, Madrid, España, 2004), con grabados originales de Rafael Canogar y Fuego de círculos ( Editorial Praxis, México 2012) Sus textos se publican en diversas publicaciones de México, España y América Latina. Es director de la revista literaria Tinta Seca. Es colaborador, asimismo, de las revistas Metérika (Costa Rica), Banda Hispánica y Agulha (Brasil). Actualmente se está capacitando como doctor en Historia del Arte por la Universidad Nacional Autónoma de México. Es Miembro Asociado del Seminario de Cultura Mexicana. En 2009 fue reconocido por la Universidad Autónoma de Santo Domingo, República Dominicana y la Facultad de Artes por su “contribución al estudio del Arte Contemporáneo”.

Algunas influencias mexicanas en la literatura colombiana

Sebastián Pineda Buitrago

1

Desde quién sabe qué edades prehispánicas ha habido relaciones culturales. Pero al menos desde la Colonia se sabe que los poemas de sor Juana Inés de la Cruz enamoraron al poeta bogotano Francisco Álvarez de Velazco y Zorrilla, por allá en 1690 a finales del siglo XVII, cuando él comenzó a dedicarle poemas, endechas y acrósticos que no sabemos si ella alcanzó a recibir. Hasta una carta apologética le mandó. Sí. Uno de los más entusiastas lectores y admiradores que tuvo en vida la mejor escritora mexicana de todos los tiempos, sor Juana Inés de la Cruz, fue un poeta colombiano, Francisco Álvarez de Velazco y Zorrilla, nacido en Bogotá (o Santafé de Bogotá) en 1647 y muerto en altamar en 1704 por su culpa, de pena moral por nunca haberla conocido personalmente. En 1703 había zarpado del puerto de Cartagena de Indias con destino a Veracruz en el Golfo de México, con miras a subir hasta la capital de Nueva España y visitar a su amada, sin saber que una peste había arrasado con ella y otras miles de personas en 1695, es decir, siete años atrás. Las noticias entre las colonias hispanoamericanas sufrían de inmensos obstáculos.

'Myology of the Horse (the shaman histories)' 60x55cm. Arte de José Santos. http://www.jsantos.co.uk

Myology of the Horse (the shaman histories)’ 60x55cm. Arte de José Santos. http://www.jsantos.co.uk

Álvarez de Velazco y Zorrilla, que usaba todos sus apellidos por prurito burocrático, se apartó de los tinterillos y escribientes coloniales del Nuevo Reino de Granada cuando murió su esposa. Se entregó al modo de vida epicúreo, dedicado al placer de la lectura y a componer poemas conceptistas, es decir, al estilo de Quevedo y de Petrarca y de Dante, mientras vivía de las pocas rentas de sus vastas haciendas que se extendían por el valle alto del río Magdalena y tocaban el puerto fluvial de Honda, que es el último tramo navegable del río. Alguna vez debió recibir algún baúl de libros proveniente de México o de España. O de ambos. En 1680 se tiraron varios ejemplares del Neptuno alegórico publicados en la imprenta oficial del virreinato de Nueva España, y en 1690, en Madrid, se distribuyó Inundación castálida de la única poetisa, musa décima, Sor Juana Inés de la Cruz, religiosa profesa en el monasterio de San Jerónimo de la Imperial Ciudad de Méxicoque en varios metros, idiomas y estilos, fertiliza varios asuntos, etcétera, etcétera. Bastó leer un par de sus versos para que cayera y se confesara enamoradísimo. Sin conocerla personalmente sino sólo por leer su poemario Inundación Castálida… (1689), él fue el primero en publicar, en la ruda y solemne colonia, endechas, sonetos y cartas de amor a esta mujer de carne y hueso. No tenía manchas de machismo o de coquetería barata. “Paysanita querida”, “Hipocrene”, “Apola”, la llamó. Con ella proclamó que Hispanoamérica ya estaba produciendo una cultura digna de atención: “Que también a estas partes / Alcanzan los vergeles / Del Parnaso, y que muchas / Dicen, que está en tu celda su Hipocrene. / Que no son caos las Indias, / Ni rústicos albergues / de Cíclopes monstruosos / Ni que en ellas de veras el Sol muere”. A los poemas le anexó una “Carta Laudatoria, en donde le contaba su emoción por conocer la corte de Nueva España, “que la juzgo en toda metrópoli y cabeza de nuestras Indias […] con tanta más razón cuanto es más noble el objeto de estos deseos, reconociendo que con vuestra merced hay hoy en México una cosa mucho mayor y más admirable que el mismo México…” Nadie, en esos tiempos de abogados y clérigos, admitía estar locamente enamorado y menos escribir con esparcimiento y goce. “Me apliqué a las golosinas de las musas”, confesó en el prólogo a Rhitmica Sacra moral y laudatoria, título con el que reunió todos sus poemas que se publicó póstumamente Madrid en 1704. José Pascual Buxo indagó sobre ello en El poeta colombiano enamorado de Sor Juana (1999), y posteriormente el tema también ha dado para obras de ficción: a partir de una de las ilusiones del poeta bogotano, entrar de manera invisible en el estudio de Sor Juana y hacer ruido con sus papeles, R. H. Moreno-Durán imaginó en su obra de teatro, Cuestión de hábitos (2004), que Álvarez de Velasco alcanzaba a enviarle sus poemas y a visitarla secretamente en su convento.  

Amante inquieto, siempre

En tu celda invisible,

Haziendo ruido estoy con tus papeles.

II

Tres de los principales escritores vivos de Colombia, Gabriel García Márquez, Álvaro Mutis y Fernando Vallejo, residen y habitan en México desde hace varias décadas. Cien años de soledad (1967), la novela colombiana más famosa del mundo, se escribió en un departamento de la colonia Cuauhtémoc o Anzures, cerca al centro del DF, bajo el hechizo –la lectura y la relectura constante– de la novela más mexicana, Pedro Páramo de Juan Rulfo. En el artículo “Breves nostalgias de Juan Rulfo”, Gabriel García Márquez declaró lo siguiente:

El descubrimiento de Juan Rulfo –como el de Franz Kafka– será sin duda un capítulo esencial de mis memorias. Yo había llegado a México el mismo día en que Ernest Hemingway se dio el tiro de muerte –2 de junio de 1961–, y no sólo no había leído los libros de Juan Rulfo, sino que ni siquiera había oídos hablar de él. [Recordemos que El llano en llamas es de 1953 y Pedro Páramo de 1955]. […] Yo tenía 32 años, había hecho en Colombia una carrera periodística efímera, acababa de pasar tres años muy útiles y duros en París, y ocho meses en Nueva York, y quería hacer guiones de cine en México. El mundo de los escritores mexicanos de aquella época era similar al de Colombia, y me encontraba muy bien entre ellos. […] En esas estaba, cuando Álvaro Mutis subió a grandes zancadas los siete pisos de mi casa con un paquete de libros, separó del montón el más pequeño y corto, y me dijo muerto de risa:

–¡Lea esa vaina, carajo, para que aprenda!

Era Pedro Páramo

[…] El resto de aquel año no pude leer a ningún otro autor, porque todos me parecían menores. […] El escrutinio a fondo de la obra de Juan Rulfo me dio por fin el camino que buscaba para continuar mis libros [1].

No se escapa de la influencia mexicana otra de las grandes novelas colombianas –quizá la más densa o intensamente colombiana–, La vorágine (1924). En efecto, José Eustasio Rivera había viajado a México en 1921 en misión diplomática y muy seguramente contempló el naciente muralismo que llevaba a cabo Diego Rivera. A pesar de que ninguno de sus biógrafos se ha detenido en su viaje a México y sus críticos poco hacen esta asociación con el muralismo, La vorágine de José Eustasio Rivera es un gran mural de la nacionalidad colombiana. Un mural perturbador. Si un pintor la representara trazaría un mural de líneas secas y tajantes y haría reverberar intensamente de verde la selva de esta novela deslumbrante. Digo que se parece a la técnica cubista y hasta surrealista porque ambos Riveras, el colombiano y el mexicano, agregan otro tipo belleza que roza con lo monstruoso.  Al horror agregan más horror, a la belleza más belleza –por seguir con un poema de Juan Manuel Roca, otro colombiano que vivió su niñez en México.

III

Resulta alarmante el constante transitar de los escritores colombianos por el mundo. Tienen como una constante “desazón suprema”, por decirlo con un término del poeta colombiano Porfirio Barba Jacob que también vivió y murió en México. Es que a diferencia de México, un país que ha hecho su cultura como política de Estado en pos de defenderse del imperialismo estadounidense, el gobierno colombiano no tiene ninguna de esas políticas como no sea vender al mejor postor sus recursos mineros y dejar que se fuguen sus cerebros. Barba Jacob anduvo por casi toda Latinoamérica durante la primera mitad del siglo XX. Y en su poema “Futuro” llegó a recitar como Whitman su autobiografía: “vagó, sensual y triste, por islas de su América / en un pinar de Honduras vigorizó el aliento; / la tierra mexicana le dio su rebeldía, / su libertad, sus ímpetus… Y era una llama al viento”.

La vida de Barba Jacob la ha relatado minuciosamente otro escritor colombo-mexicano, Fernando Vallejo, quien también vive en la “desazón suprema” y en cuyas novelas, La virgen de los sicariosLa rambla paralela o El desbarrancadero, ha logrado fijar en el lenguaje, como nadie, el carácter apasionado y a ratos paranoide y compulsivo del colombiano que ha padecido el terrorismo desenfrenado del narcotráfico. Pero también su débil cohesión social. Su profundo individualismo. El poeta Barba Jacob, que antes se llamaba Miguel Ángel Osorio y por un tiempo, Ricardo Arenales, se parecía a Colombia que también había cambiado varias veces de nombre en su historia republicana. Llegó a México de veinticinco años sin ningún objetivo ni ningún por qué. Lo asustó el estruendo del DF, y se encaminó a Monterrey donde amistó con el hijo del gobernador del estado de Nuevo León, Alfonso Reyes, que solía pasar breves temporadas en esa ciudad, mientras cursaba Leyes en la capital. “Nunca podré olvidar –le confesará Reyes muchos años después– la sacudida eléctrica que recibí al acercarme a usted el primer día, ni podrá borrarse en mí la señal de nuestra amistad”. [2].  Lo que más admiró Barba Jacob en Reyes fue justamente lo que a él más le faltó: disciplina. En varias ocasiones le comentaba a su amigo proyectos literarios que nunca llevó a cabo: una oda a Monterrey en versos heroicos, una novela sobre quién sabe que tema, un ensayo sobre Jesús, otro sobre Bolívar y un drama que pensaba titular “Los tres caminos”. Mientras tanto, el joven Alfonso Reyes presentaba su tesis de Derecho, Teoría de la sanción, al tiempo que se sumergía en el teatro ateniense, interpretaba la poesía de Mallarmé, meditaba en el estilo de la prosa, espejo del pensamiento, reprochando de paso el fatigoso rodeo oratorio. Serían los temas que encerraría en su primer libro, Cuestiones estéticas, publicado en París a comienzos de 1911 y cuya primera edición se vendió casi toda en Colombia.[3]

Colombia suele producir algunos de los escritores más contestatarios y rebeldes y groseros: Vargas Vila, Fernando González, Fernando Vallejo… Todos pensadores a medias, ahogados a menudo en sus propias reflexiones, saturados, empalagados de su propia lucidez. No hay un pensador sereno y robusto como Alfonso Reyes. No. Baldomero Sanín Cano se quedó en libros muy sucintos. Hasta Nicolás Gómez Dávila, el de los Escolios, es rabioso y cascarrabias. Germán Arciniegas demasiado gracioso para tomárselo en serio. Acaso la razón sea geográfica. No hay un Valle del Anáhuac sino, al decir de Reyes, «anarquía vital»: chorros de verdura por las rampas de la montaña; nudos ciegos de las lianas; toldos de platanares; sombra engañadora de árboles que adormecen y roban las fuerzas de pensar. «En estos derroches de fuego y sueño —poesía de hamaca y de abanico— nos superan seguramente otras regiones meridionales [Colombia o Venezuela]. Lo nuestro, lo de Anáhuac, es cosa mejor y más tónica. Al menos, para los que gusten de tener a toda hora alerta la voluntad y el pensamiento claro». ¿De ahí que se hayan ido García Márquez, Mutis, Vallejo, Marco Tulio Aguilera Garramuño, Laura Restrepo y quién sabe cuántos más a tratar de pensar mejor –escribir más claro– en el Valle del Anáhuac? Lo dudamos en unos; es evidente en otros. Pero no hay que culpar al medio por nuestras incapacidades cerebrales.

 IV

Quien en México tomara en su coche la carretera Panamericana o la “autopista del sur” y avanzara más allá de Chiapas, cruzando Guatemala, Honduras, Nicaragua, Costa Rica y Panamá, solamente llegaría hasta Yaviza, un pequeño pueblo en el estado panameño del Darién, a orillas del selvático río Tuira. Todavía le faltarían 87 kilómetros para alcanzar la frontera con Colombia y otros más para llegar al primer poblado, Chigorodó, en la provincia de Antioquia. Pero a huevo tendría que atravesar a caballo o a pie, por trochas empantanadas, el Tapón del Darién que tapa la comunicación entre las tres Américas. Es uno de los lugares más lluviosos del mundo: densa selva extendida por montañas azotadas de cascadas y henchidas de apretada vegetación. No hay quien pueda cruzarla, como no sea algún mochilero a fuerza de vadear ríos y pernoctar en la selva. Colombia es una cosa impenetrable, por usar el título de un ensayo de Juan Guillermo Gómez.

Estos accidentes geográficos son lo que más diferencian a México de Colombia. También los señaló el Barón von Humboldt en su viaje por nuestros países a comienzos del siglo XIX. El pequeño altiplano de Bogotá, donde los muiscas no dejaron ninguna pirámide, decía que no puede compararse en extensión con el de Anáhuac o México, salpicado de pirámides. Básicamente Humboldt sostenía que casi todo el territorio mexicano podía ser caminable de un océano a otro en pocos días: estaba más ajustado más a la naturaleza humana; no así el de Colombia.

El reino de la Nueva Granada presenta valles transversales, cuya profundidad impide a los habitantes viajar como no sea a caballo [por trochas que suben y bajan por desfiladeros deslumbrantes]. En el reino de Nueva España, al contrario, van los carruajes desde la capital hasta Santa Fe, en la provincia de Nuevo México, por un espacio de 2,750 kilómetros, sin que todo este camino haya tenido el arte de vencer dificultades de consideración […] en México la loma misma de las montañas es la que forma el llano. […] Caminando desde la capital de México a las grandes minas de Guanajuato se sigue por espacio de diez leguas sin salir del valle de Tenochtitlan, que está 2,277 metros sobre las aguas del océano[3].

A pesar de esas dificultades de comunicación, tenemos casi los mismos apellidos y escribimos el mismo idioma (decir que hablamos igual es una exageración) y además desde la Colonia, si no fue por tierra, abundó el contacto marítimo a través del Caribe o mare nostrum. Siguen siendo ciudades hermanas –puertos casi idénticos– Veracruz y Cartagena de Indias. Y actualmente siete vuelos de pasajeros aterrizan o despegan diariamente entre México y Bogotá. 

 Coletazo 

Otros temas –cuando apenas estamos espigando los literarios– arrojan las relaciones de la cultura popular colombiana con la mexicana. Lo que Juan Rulfo ha significado para muchos escritores colombianos –una influencia notable– lo ha ejercido José Alfredo Jiménez para los cantantes populares. “Pero sigo siendo el Rey” suena dos veces como mínimo en cada pueblo colombiano. Y a ciertas horas de la noche y en ciertos puntos de Bogotá, por ejemplo, cualquiera puede detenerse y contratar a los mariachis como en la Plaza Garibaldi del DF, para amenizar fiestas o armas parrandas. Ha hecho tan suyo el mariachi el colombiano que yo he llegado a ver en España que, quienes tocan vestidos de charros en la Puerta del Sol en pleno centro de Madrid y para turistas europeos, suelen ser inmigrantes colombianos. Da igual si en las películas de Hollywood aparece un narco colombiano vestido con sombrero de Jalisco y con acento norteño: no será difícil ver un mismo personaje de la vida real, sin necesidad que sea narco, en las cantinas de un pueblo colombiano. Pero esto, repito, es otro tema. Muchas gracias.  


Nota del editor: Texto leído en el marco de la XXVI Feria Nacional del Libro de León (FeNaL), México, 29 de abril de 2013. Se publica en el Mexican Cultural Centre con la autorización del autor y la FeNaL.


Sebastián Pineda Buitragoinvestigador colombiano doctorando en Literatura Hispánica por El Colegio de México, estudió Literatura en la Universidad de los Andes, y en 2007 su tesis, La musa crítica: teoría y ciencia literaria de Alfonso Reyes, fue publicada en México por El Colegio Nacional. Investigador del Instituto Caro y Cuervo en 2010 fue becado por la Fundación Carolina para cursar el master de Filología Hispánica en el Centro de Ciencias Humanas y Sociales del CSIC en Madrid, España. Recientemente, además de artículos en importantes revistas internacionales, publicó una Breve historia de la narrativa colombiana. Siglos XVI-XX. 

Louise Bourgeois

Miguel Ángel Muñoz

Recuerdo perfectamente (y me abstengo de la retórica primera persona del plural, que vía el poeta francés Yves Bonnefoy, tan excelente resultado procura a la obra de Bourgeois), mi primer contacto con Louise Bourgeois, -París, Francia, 1911- Nueva York, EEUU, 2010, la cual, tras casi medio siglo de oscura trayectoria artística, sólo recientemente se ha convertido en admirada figura de culto-, curiosamente no fue a través de su obra, sino con ella en París a principios de 1994.

Un recuerdo para aportar elementos, no sobre mi cosmopitalismo, sino sobre la penetración europea de una de las artistas más importantes de la segunda mitad del siglo XX. En 1938 se trasladó a vivir a Nueva York, ahí inició cursos en la Art Students League, y se consagra definitivamente a la escultura, a partir de 1949. El espíritu del surrealismo, ya presente en sus primeras telas, se prolonga en la obra escultórica. La artista produce al principio piezas antropomórficas de madera de aspecto monolítico, o bien, apilamientos de fragmentos sostenidos por un eje metálico, aislados o agrupados. Se libera de la frontalidad realizada, con diversos materiales, distintas combinaciones de masas informes. 

Louise Bourgeois. Foto Especial.

Louise Bourgeois. Foto Especial.

En 1966 –su primera exposición individual fue en 1945 en la Galería Bertha Schaefer de Nueva York – decide participar en la exposición Eccentric Abstraction, y la crítica Lucy Lippard afirma que “rara vez un arte abstracto ha estado tan directa y honestamente informado por la psique del artista”, lo que le confiere a Bourgeois un papel, en oposición al minimalismo, de precursora de un arte subjetivista y antiformalista. En este sentido, Bourgeois continuó su carrera de forma independiente, muchas veces ante la indiferencia general de la escena artística americana, hasta que el MOMA le montó una muestra retrospectiva, cuando la artista había cumplido 71 años.

Bourgeois es una artista instintiva, vital, amante del derroche de energía y de la voracidad formal, que entre los elementos de su aproximación a la creación cuenta con la fuerza plástica y una innata maestría para el tratamiento de los materiales escultóricos. Este espíritu ha centrado su poética en una expresión íntima, aunque la amplia experiencia americana le cambió la escala, lo cual la ayudo a ocupar el espacio físico y a proyectar polémicamente su carácter creador.  Su enorme éxito a partir de finales de los  setenta, se debe en cierta forma a la crisis del severo formalismo americano, y su represora censura sobre lo íntimo y lo simbólico, los rieles de cualquier narración más o menos autobiográfica, como es la obra de Bourgeois. Se ha sugerido que la sintaxis artística de Bourgeois hay que buscarla en los orígenes de la escultura abstracta, en la investigación consciente de los tótems plásticos que acompaña el distanciamiento figurativo del expresionismo abstracto: Louise Nevelso, David Hare Seymour Lipton, Pollock y Rothko. Bourgeois fue una artista astuta que entendió su arte como un sistema apenas mediado de experimentación individual. Quizá el testimonio más elocuente sea el duro relato objetual que vemos en casi todo su obra.  Una narración centrada obsesivamente en la niñez infeliz: una madre autista y sufridora, un padre humillantemente enredado con la gouvernante inglesa. La trama de odio y desprecio que describe la sensibilidad dolida de una niña espoliada de afectos.

La artista se sirve del dibujo, del collage, la instalación y la escultura, con la que realiza variaciones, repeticiones, inversiones y giros, manteniendo un orden rítmico y un sentido global de la composición. Cada obra es un sistema de formas y líneas, no de símbolos: lo poético se convierte en duda, en signo. Es consecuencia de la exaltación de la memoria. El proceso que desencadena Bourgeois recuerda al del prestigitador, que arroja luz mediante un descubrimiento repentino.

Sus esculturas–objetos no son alegóricas, parecen hablar solo de sí mismas o de su relación con el espacio, la memoria, la arquitectura y, sin embargo, es deslumbrante en sugerencias. Asuntos como el de la ingravidez (a pesar de utilizar materiales y formas densas); la belleza estricta de los objetos y sus cualidades; la ausencia de encoladuras y solduras superfluas, todo ello configura una estética que posee la sensibilidad de lo nítido y de una sorprendente colocación. La escultura  deja de ser un objeto sobre un pedestal y se mezcla, sin perder su identidad. En este sentido, el eje plástico de Bourgeois no es simplemente una definición de espacios, sino construcción de la memoria o, si se quiere, reflexiones sobre una identidad genérica. Sobre todo en la obra escultórica y dibujística, donde la figura de la madre adquiere una dimensión sobresaliente (que se  han mostraron  en sus exposiciones retrospectivas en el Centro Georges Pompidou de París, en 1995, en el  Museo  Nacional Centro de Arte Reina Sofía de Madrid, 2000 y en el Museo Guggenheim de Bilbao, 2002; en la TATE de Londres, 2007-2008. Y ahora la podremos ver en el Palacio de Bellas Artes, con una importante muestra titulada Louise Bourgeois: petite maman, que por segunda vez se muestra en México, una exhibición de su obra, pues ya hubo una hace un par de años en el Museo Rufino Tamayo). Es la imagen de la razón, de la fortaleza, de la protección, es una Ariadna con cuerpo de araña, amable y atenta, desprovista de la carga devoradora y negativa que le dieron algunos surrealistas. Significado inseparable de la imagen, lenguaje que a su vez es forma radical. Quizás la artista tiene un procedimiento más irónico, ingenioso y alusivo; es decir, se eleva por encima de las simples formas; define lo objetivo, compacto, difuso y extenso del dibujo; imita los recursos de cualquier línea: responde a la evolución antirreumática y a una búsqueda de expresiones que son parte de cierta sensibilidad moderna o, tal vez, muy antigua. 

Si observamos en retrospectiva la obra de Louise Bourgeois, podremos encontrar que hay una unidad cromática concreta; esto es, la primera revelación  contundente al respecto se produjo a partir de la visión de sus dibujos –véase  los grabados de He Disappeared into Complete Silence  (1947) y  The Destruction of the Father  (1974)- que mostraron claves para entender las obras más herméticas de su producción resiente, y desde luego,  marcan un antes y un después, pues significaba la liquidación simbólica de la figura del progenitor.  Ella misma ayudó a modificar la perspectiva crítica, evolucionando su temática a partir de la década de los 70, cuando las vanguardias pasaron de moda, y Bourgeois abordó toda clase de formas históricas, revelando una inteligencia analítica sagaz e irónica.

En su proceso escultórico ha venido reforzándose esa capacidad para retener una idea estética a través de formas simplificadas. En el 2002 Bourgeois presento en una galería madrileña su obra reciente, recuerdo unas figuras decapitadas, como era el caso de Arch  of Hysteria, (2000/2002), destacando por consiguiente las partes del cuerpo más emocional en detrimento de lo racional. Pero las cabezas de Bourgeois están lejos de exhibir rasgos y marcas reconocibles. Lo que siempre ha interesado a Bourgeois no es el detalle fisionómico o la expresión facial como determinante para comprender la supuesta verdad de la psique, sino una expresividad más vaga e inconcreta (recuerdo por ejemplo, instalaciones como Guarida articulada, 1986, Sin salida, 1989, Araña, 2007, Paisaje peligroso, 1997, Silla y tres espejos, 1998, The confessional, 2002). Los objetos parecen signos movibles, como animados por una voluntad mágica; a su vez, el sentido se despliega como un encuentro poético o un sueño mineral imaginario. Bourgeois ha atravesado un largo corredor de silencio, y de pronto, su obra ha cobrado una inusitada actualidad. La vida que empaña la mirada de Louise Bourgeois ha ganado en amargura y densidad. Transfigura el objeto más banal o se lo inventa, tal es su fuerza poética, estética y artística. El pensamiento del artista se desliza en su mirada.  Más contemporánea y radical que ningún creador. Aunque la artista posee una trayectoria ceñida a ciertos temas básicos, recurrentes, su obra siempre logra una solidez sorprendente.  No cabe, duda, la mirada de Bourgeois es dura, pero única.

Miguel Ángel Muñoz, mexicano, es poeta, historiador y crítico de arte. Su dedicación a la creación artística actual es absoluta; compagina su labor en El Financiero, La Jornada Semanal y en la revista Casa del Tiempo, con la de comisario de exposiciones. Ha trabajado personalmente con muchos artistas; entre ellos, Eduardo Chillida, Rafael Canogar, José Luis Cuevas, Josep Guinovart, Roberto Matta, Antoni Tàpies, Richard Serra, María Girona, Vicente Gandía, Ricardo Martínez, Chema Madoz, Luis Feito, Xavier Grau, Charo Pradas, Ignacio Iturria, Albert Ràfols-Casamada, Robert Rauschenberg y Luoise Bourgeois. Es autor de los libros de ensayo: Yunque de sueños. Doce artistas contemporáneos (Editorial Praxis, 1999), Ricardo Martínez: una poética de la figura (CONACULTA, 2001), La imaginación del instante: signos de José Luis Cuevas (Editorial Praxis, 2001), El espacio invisible. Una vuelta al arte contemporáneo (Ediciones Batarro, Málaga, España, 2004), Convergencia y contratiempo (Plan C Editores- CONACULTA, 2008), Espacio, superficie y sustancia. La obra de Ricardo Martínez ((Siglo XXI Editores, 2009) El espacio vacío, (CONACULTA, 2009), Gutiierre Tibón. Lo extraño y lo maravilloso (CONACULTA, 2009). Asimismo ha editado y comentado los libros El asombro de la mirada. Convergencia de textos. (Editorial Síntesis, Madrid, España, 2010) Espejismo y realidad. Divergencias estéticas de Rafael Canogar (Editorial Síntesis, Madrid, España, 2011) y Elogio del espacio. Apreciaciones sobre arte de Rubén Bonifaz Nuño ( UNAM, El Colegio Nacional y UAM, México 2012).Además, es autor de los libros de poesía El origen de la niebla (CONACULTA, 2005), Espacio y luz ( Centro de Producción Gráfica, México, 2003) con serigrafías originales de Albert Ràfols-Casamada, Convergencia (Centro de Producción Gráfica, México, 2003) y Travesías (Centro de Producción Gráfica, México,2004) con serigrafías originales de José Luis Cuevas, Cinco espacios para Rafael Canogar ( Ediciones El Taller, Madrid, España, 2004), con grabados originales de Rafael Canogar y Fuego de círculos ( Editorial Praxis, México 2012) Sus textos se publican en diversas publicaciones de México, España y América Latina. Es director de la revista literaria Tinta Seca. Es colaborador, asimismo, de las revistas Metérika (Costa Rica), Banda Hispánica y Agulha (Brasil). Actualmente se está capacitando como doctor en Historia del Arte por la Universidad Nacional Autónoma de México. Es Miembro Asociado del Seminario de Cultura Mexicana. En 2009 fue reconocido por la Universidad Autónoma de Santo Domingo, República Dominicana y la Facultad de Artes por su “contribución al estudio del Arte Contemporáneo”.

Rubén Bonifaz Nuño: el juego de la memoria estética

Miguel Ángel Muñoz

“La locura del arte es igual al abuso del espíritu”.

Charles Baudelaire

Rubén Bonifaz Nuño  (Córdoba, 12 de noviembre de 1923 - México D. F., 31 de enero de 2013). Foto cortesía.

Rubén Bonifaz Nuño (Córdoba, 12 de noviembre de 1923 – México D. F., 31 de enero de 2013). Foto cortesía.

La historia del arte es, una disciplina difícil, compleja, sometida como pocas a las oscilaciones del tiempo. Si hasta ayer para entender el arte desde su historia  bastaba con recurrir a una gran cantidad de datos entrecruzados –obras, artistas, escuelas, estilos, lugares y un momento determinado del tiempo-, hoy parece necesario un árido  entramo conceptual que debe  textualizar  los contradictorios componentes de la obra particular, pero no sólo aquellos que lacónicamente podemos calificar de referenciales, de anecdóticos en un lenguaje plano, sino de las imprevisibles configuraciones formales que destacan la  obra de arte en el contexto de la cultura  visual. Ante la mirada del lector, la historia del arte parece decantarse hoy por la erudición de datos concretos, de motivos lingüísticos, sociológicos, psicosomáticos, que actúan sobre las obras y amenazan con ahogar su potente significación formal. En tanto que la crítica de arte, orientada en su origen a la descripción de las variables figurativas de una obra específica, se muestra incapaz de desasirse del marasmo teórico contemporáneo, que lleva años neutralizando asimismo la energía plástica de la obra y la disuelve en una secuencia de síntomas de algún enunciado trascendente, “confusamente entrevisto -dice el crítico inglés Robert Hughes- o dogmáticamente supuesto, que complica la apreciación del arte”.[1]

Lo cierto es que la crítica de arte como especialidad autónoma en el relato artístico nació, como cualquier otra especialidad surgida de la modernidad, como consecuencia temprana de la división capitalista del trabajo intelectual, y se ha justificado, a mi modo de ver a la contra, en paralelo con la progresiva emancipación de los lenguajes creativos, con su distanciamiento de una trama histórica estratificada en estilos y momentos formales.  Parece que el historiador y el crítico -me gustaría incluir a los poetas que ejercen y han ejercido la crítica de forma brillante como Octavio Paz, José Hierro, José Ángel Valente,  Luis Cardoza y Aragón,Yves Boneffoy, John Berger, John Ashbery, Claude Esteban  o Rubén Bonifaz Nuño-, se sitúan en dos polos antagónicos, cuando de hecho la escritura del arte demuestra la dosis de voluntad adivinatoria y el conjunto de saberes inéditos, necesarios para adentrarse en la esfera artística que privilegia la inmersión  sensible,  frente a la interpretación narrativa lineal. De aquí el deseo del poeta de escribir una explicación en torno a la obra que ofrece al lector. La tradición quedó establecida en el siglo XIX precisamente porque fue un siglo de cambios revolucionarios en que la relación entre el individuo y la historia se estaban volviendo constantes. Esa mirada del poeta sobre el arte es única, inédita, donde la mirada juega un papel clave, pues ese saber ver sólo los poetas lo tienen. “La razón – dice John Berger- de ser de lo visible es el ojo; el ojo evolucionó y se desarrolló donde había luz suficiente para que las forma de vida visibles se hicieran cada vez más complejas y variadas. Las flores silvestres, por ejemplo, tienen los colores que tienen a fin de ser vistas”. [2] Y eso lo entendió de forma simple Bonifaz, pues descubrió en el arte prehispánico una estética universal, que sirvió para desarrollo del arte mexicano contemporáneo, y cuyo esplendor fueron los muralistas, pero también Rufino Tamayo, Carlos ´Mérida, Juan Soriano, Ricardo Martínez y Francisco Toledo.

En sus orígenes, la historia del arte era poco más que la de los artistas –Vasari es el ejemplo– vinculados por parentelas del oficio, taller y patronazgo. Winckelman subrayó la excelencia individual de las obras de arte con relación a los ideales de perfección del arte griego, que en alguna medida debían imitar.  La historiografía romántica sintetizó un proceso lineal de progresiva complejidad formal y modelo cíclico –inicio,  madurez y declive-, que hacen de los estilos sucesivos variables temporales del arte, y que tiempo después llevó al crítico norteamericano  Clement Greenberg a negar que el interés de la “crítica reside en el método y no en el contenido de los juicios”.[3]

Pero la difusa realidad artística, política y cultural de hoy hace superflua cualquier diferencia y apela a la desnuda sensibilidad subjetiva, casi personal, frente a la obra plástica. Algunos críticos contemporáneos  Arthur C. Danto, André Chastel, John Golding,  Clement Greenberg,  Meyer  Schapiro,  Rosalind E. Krauss, Francisco Calvo Serraller, Valeriano Bozal, David Sylvester, Robert Hugues, Donald Kuspit, Benjamin H.D. Buchloh, universales y diversos en formación, método y análisis,  utilizan en su aproximación al arte cuanta información  histórica colabora a desvelar el misterio o la trama de la obra nueva, pero conscientes siempre de las trampas que la autonomía formal supone para la coherencia de su narración, en algunos de ellos hay un rechazo total a la metodología historicista, para apoyarse en las teorías estructuralistas sobre la relación que existe entre significado e imagen, para formular un discurso  sorprendente, como es el caso de Rasalind E. Krauss. Por ello considero una iniciativa importante, el rescate de autores esenciales para la comprensión del arte antiguo y contemporáneo de México, como la obra crítica y poética sobre artes visuales de Rubén Bonifaz Nuño (Córdova, Veracruz, 1923- Ciudad de México, 2013). Cada texto de Bonifaz es una lección de las dificultades de pensar el arte a través de la visión de un poeta, quizás no tanto por detalles de su teoría, resueltamente histórico, sino por el refinamiento y elegante elaboración de sus ideas y conceptos.

La obra de Bonifaz Nuño está hecha a medias de asombro y de esperanza, de conceptos y amor. El poeta estudió derecho, se doctoró en letras clásicas, y dedicó buena parte de su vida a la traducción (Virgilio y Catulo sobre todo) a la crítica de arte y a la coordinación de múltiples eventos universitarios. Así, su escritura debe tanto a los surcos del amor como a los estantes de las bibliotecas. Tal vez por eso afirma que “el único heredero posible del labrador es el artista”; esto es, aquel capaz de encontrar “en la vida de los minerales, en el pasado prehispánico, en una escultura o en el lienzo más sorprendente, podemos encontrar los acordes para mantenernos vivos”.

Para Bonifaz, las palabras son, a la vez, un límite y un cauce: lo único que nos aleja del mundo, pero también lo único que puede encontrarnos con él. Espanto y esperanza, dijimos. ¿Cómo romper esa contradicción? Acudiendo a “ la majestad de las cosas sencillas” –y de las  palabras sencillas- y teniendo  presente que, en  poesía, son los matices –y no las abstracciones- las que iluminan cualquier  posible esencia, algo que, desterrados los dioses, ha dejado de ser la piedra para ser la fractura que atraviesa la piedra.

La de Bonifaz es, pues, una poética de lo concreto que en Versos 1978- 1994 (FCE, 1996) se manifiesta en un viaje de lo particular a lo general. Tras la imaginación constante y la intimidad De otro modo lo mismo (FCE, 1979), su anterior antología, surge la pasión y el amor como un momento en el que confluyen plenitud vital y la conciencia de la muerte: “Preso del vivir y los amores/ no del amor ni de la vida,/ el animal de sueños late/ distinto, cuando no vencido…”. Son palabras de un hombre de más de ochenta años. En este libro hay, pues, mucho de amor: voces lejanas, piedras arrojadas al viento, al agua y, a la vez, lápidas sentenciosas, que avisan de que lo que un día fue certeza hoy es nostalgia.  La escritura, como la infancia, es una forma de ver por primera vez el mundo. Se trata de, siguiendo a Keats, ver en las cosas de aquí y ahora el resto del “lugar perdido” y de encontrar así “la belleza misma, en su lugar de nacimiento, / cuando aún no es más que verdad”.

Con todo, para Bonifaz, la poesía -sucesiva y atada al concepto– ha perdido su batalla por atrapar lo inmediato. Por el contrario, la pintura  – simultánea y liberada por el color- sigue librando ese combate. “La mayoría de los poetas no comprende bien la pintura”, me decía con agudeza Yves Bonnefoy.[4] En los escritos sobre arte de Bonifaz, eluden el impresionismo liricoide al que recurren muchos escritores cuando se enfrentan al arte. Al contrario, él distingue lo pictórico de lo pintoresco y se enfrenta con rigor a cuestiones como la escultura azteca, olmeca o el valor artístico y cultural de la Coyolxauhqui, en la cual encuentra la grandeza del arte azteca. Sus monumentales libros El arte en el Templo Mayor, Imagen de Tláloc, Hombres y serpientes. Iconografía Olmeca continúan siendo en la actualidad un corpus imprescindible para el estudio de la cultura prehispánica de México. Libro directo, sin meandros retóricos ni impertinentes incursiones eruditas.  “Durante siglos –dice Bonifaz- hemos sido testigos, y hemos escuchado,  que nos digan ¿quiénes somos? Lo malo de ello es que hemos llegado a creer lo que nos dicen. La barbarie española nos calificó por medio de la humillación; para comprobarlo, bastaría con poner los ojos sobre lo escrito por Cortés o Díaz del Castillo; los frailes, luego, nos hicieron  vernos como servidores de las fuerzas del mal; diablos eran los objetos de nuestra veneración…”.  Así, Bonifaz ha intentado revertir nuestra historia prehispánica a través de entender no sólo las culturas del pasado, sino ver en el arte nuestra propia identidad.  Los insuperables análisis descriptivos relatan con destreza y legibilidad los modos de la crítica artística cuando se enfrenta a las obras de arte  antiguas, como por ejemplo,  El chapulín, La calabaza, Cabeza de serpiente, Felino de Colima,, El hombre y el ave en el Monumento 14 de San Lorenzo, El sarcófago de La Venta, Monumento 6, El vaso de maíz, Tláloc,  con un intuitivo punto de poesía y crítica. Una escritura saturada de  matices u obstinada hasta la obsesión en dar cuenta de la evolución de los detalles formales y la secuencia de motivos gráficos que configuran a lo largo del tiempo las imágenes, esculturas y figuras antiguas.

Para Bonifaz, la historia del arte es sencillamente historia de la crítica de arte. El poeta se sitúa frente a la filología artística y contra la positivista religión del dato, sin interés más allá de la precisión erudita, de cronología, género y escuela.  Bonifaz considera que la obra de arte adquiere su condición de excelencia sólo cuando se interpreta desde las ideas y la cultura destiladas en el gusto de un artista. Las reacciones críticas sobre la obra constituyen así el juego de valor que encauza la producción sensible y visual del artista.  Para comprender la escultura de Ángela Gurría o la pintura de Ricardo Martínez, por ejemplo, debemos determinar las bases teóricas de su arte, su visión de la naturaleza y sus preferencias artísticas sobrepuestas a las propias experiencias intelectuales. (No dudo en decir, que tanto Gurría como Martínez, fueron los dos artistas contemporáneos que más admiró Bonifaz). A esta trama de influencias concéntricas Bonifaz la califica de gusto, una tradición crítica que permite el juicio de valor sobre la obra de arte y nos da su medida de calidad en el doble contexto de la cultura y del arte de un tiempo. Dice sobre Ricardo Martínez: “… las grandes superficies estáticas de la pintura de Martínez, agitadas por el asalto luminoso se volvieron móviles infinitamente, como la frente en llamas del mar…”.[5]. En las obras Ángela Gurría descubrió los juegos del espacio y el vació escultórico:

Desde el alma de sus manos, brota

muchedumbre de pueblos; lúcidas

ciudades proféticas revela,

y hace que la piedra se despliegue

en racimos de alas; reconcilia

las sucesiones de las olas,

y en fondos aéreos asegura

el engarse al cáliz de la flama.[6]

Bonifaz renuncia a diferenciar las peculiaridades formales del artista. No le interesan sus motivos figurativos ni el conjunto de signos que nos ayudan a decidir el estilo de la obra.  El poeta busca más bien lo que en la obra hay de común con otras obras de su tiempo y del pasado, el gusto es una palabra, que se transforma en el regulador fiable del arte de una época. El gusto sintetiza “un conjunto de preferencias compartidas” en el mundo del arte, como vio con claridad Mario Praz, de un artista o de un grupo de artistas, por supuesto. Sus escritos sobre Ricardo Martínez, Fernando Alba, Pedro Cervantes, Ángela Gurría o Santos Balmori, son la verificación audaz de esta hipótesis: cierto sentido del gusto unifica a los artistas de un momento histórico, escuelas o tendencias, y sólo desde aquí, por afirmación o negación, podemos comprender la obra individual. El artista trabaja con modelos, que ofrece la historia del arte, pero el gusto condensa la manera de tratarlos, la mirada del artista.  Para él, la actitud que encarna la vanguardia surgió a mediados del siglo XIX. Si Manet es el pintor que la representa, Baudelaire es el poeta y Flaubert el novelista. En sus análisis de arte contemporáneo, Bonifaz no excluye la idea de un puente común con el pasado. Ese engarce constituye una de sus preocupaciones más constantes. Si el análisis de la forma como elemento estructural puede rastrearse en la crítica de arte inglesa de principios del siglo XX (Clive Bell y Roger Fry), la voluntad de mantener los vínculos con la tradición sin, al mismo tiempo, olvidar la modernidad de la época en que se vive parece proceder de T.S. Eliot.

Publicados al azar, por lo general en catálogos y en libros concretos, constituyen, sin embargo, una aproximación a obras, artistas, momentos de arte e incluso problemas de interpretación histórica que, al releerlos, los considero de actualidad renovada a la vida de las distancias caprichosas que la literatura artística postmoderna se empeña en hacer suyas.  Del minimalismo metodológico en alza al neopsicologismo de la percepción con pretensiones  tecnológicas, o el retorno intempestivo de la vieja historia de género. Como  si  la Coyolxauhqui, Cihuatéotl o la “mal llamada Coatlicue” –como dice Bonifaz-, por hablar del arte antiguo, fueran secuencias intercambiables  de un eterno universo de formas.

El arte se convierte de este modo en experiencia del arte, en disección del gusto desde el punto de vista de su tiempo, de la síntesis expresiva y comunicativa que la obra configura. Bonifaz se permite desautorizar la normativa clasicista propuesta por el tradicionalismo ilustrado y la vuelve consistente en mera esquematización abstracta. Sin embargo, con una mayor experiencia del arte desde su tiempo, el clasicismo del pasado, sería otro momento en las preferencias del gusto, entre el arcaico y el helenismo, como distintas respuestas a ese conglomerado de actitudes culturales y preferencias individuales. El autor reivindica en definitiva la comunidad de experiencias estéticas de los artistas como “fuerte necesidad de la intuición crítica”. Y esa es la lección contemporánea de cada de uno de sus ensayos. El caso contrario nos lleva a no entender nada, a medio entender el arte, como hizo Hegel, al priorizar intuitivamente el modelo clásico. Así, Baudelaire ha sido, sin lugar a dudas, el crítico de mayor sensibilidad moderna, acaso sólo igualado por Mallaré.  Entiende el arte de siempre desde su proceso de creación, reconstruyendo la personalidad del artista a partir del gusto, las opciones formales narrativas e incluso éticas que con las preferencias personales   perciben en motivos sensibles las aspiraciones visuales de un tiempo. Si atendemos al proceso de creación, curiosamente el arte contemporáneo nos abre un territorio fascinante de asociaciones con el presente se desdibuja la rutinaria familiaridad con el arte del pasado, cuyas construcciones quedan disecadas en secos arquetipos estéticos. “El arte del pasado de México –me dice Bonifaz- está mal interpretado en sus raíces, de continuo hemos estado a punto siempre de renegar de lo que somos. Muestra de ello son las opiniones consagradas acerca del arte de los aztecas. Alrededor suyo se ha tejido, por la incomprensión y los prejuicios, una viscosa tela de falsedades que ha llegado a constituirse casi en verdad oficial”.

Porque hablar del arte prehispánico, escribir sobre arte, es para Bonifaz, una forma de hablar y escribir sobre la vida: Por eso no lo dejó de hacer. Él como María Zambrano, hay cosas que no pueden decirse hablando y que, por esto, se escriben.  Y Bonifaz lo hizo animado por el lector que siempre fue, convencido sin duda, de que la escritura puede preguntarse por todo y puede intentar responder todo. Desde aquel primer ensayo largo sobre su amigo el pintor Ricardo Martínez escrito en 1965, no dejó de pensar y reflexionar sobre el arte. Gadamer sostenía que, “de alguna manera, la obra nos arrastra a la conversación”. Y añadía que dicha conversación, es interminable, porque no hay forma de agotar el sentido que una obra propone a la reflexión y a la conversación, porque no hay palabra que pueda tener un final. Bonifaz no dejó de pensar sobre arte en los mismos términos, ya que para él fue una reflexión íntima y compartida. Y sus textos siempre han contenido, en cierto sentido, esta misma invitación a reflexionar. Su fortaleza crítica residió en una cierta humildad: el poeta despreocupado por ejercer la crítica de arte de forma total. Pero, sí, en cada texto que escribió sobre arte, esta su magistral visión de enseñarnos lo que nuestros ojos no han podido ver. Esa fue, para mí, una de sus grandes lecciones. 


[1] Robert Hughes. A toda crítica. Ensayos sobre arte y artistas. Editorial Anagrama, Barcelona, España, 1992.

[2] John Berger. Algunos pasos hacia una pequeña teoría de lo visible. Árdora Ediciones, Madrid, España, 1997.

[3] Clemen Greenberg. La pintura moderna. Editorial Siruela, Barcelona, España, 2006.

[4] Miguel Ángel Muñoz. Entrevista con Yves Bonnefoy en el libro El instante de la memoria Editorial Praxis, México, 2013.

[5] Rubén Bonifaz Nuño. Ricardo Martínez. Dirección de Publicaciones, Universidad Nacional Autónoma de México, México, 1965.

[6] Rubén Bonifaz Nuño. El corazón de la espiral. Homenaje a Ángela Gurría. Miguel Ángel Porrúa, Librero-Editor, México, 1983.

Miguel Ángel Muñozmexicano, es poeta, historiador y crítico de arte. Su dedicación a la creación artística actual es absoluta; compagina su labor en El Financiero, La Jornada Semanal y en la revista Casa del Tiempo, con la de comisario de exposiciones. Ha trabajado personalmente con muchos artistas; entre ellos, Eduardo Chillida, Rafael Canogar, José Luis Cuevas, Josep Guinovart, Roberto Matta, Antoni Tàpies, Richard Serra, María Girona, Vicente Gandía, Ricardo Martínez, Chema Madoz, Luis Feito, Xavier Grau, Charo Pradas, Ignacio Iturria, Albert Ràfols-Casamada, Robert Rauschenberg y Luoise Bourgeois. Es autor de los libros de ensayo: Yunque de sueños. Doce artistas contemporáneos (Editorial Praxis, 1999), Ricardo Martínez: una poética de la figura (CONACULTA, 2001), La imaginación del instante: signos de José Luis Cuevas (Editorial Praxis, 2001), El espacio invisible. Una vuelta al arte contemporáneo (Ediciones Batarro, Málaga, España, 2004), Convergencia y contratiempo (Plan C Editores- CONACULTA, 2008), Espacio, superficie y sustancia. La obra de Ricardo Martínez ((Siglo XXI Editores, 2009) El espacio vacío, (CONACULTA, 2009), Gutiierre Tibón. Lo extraño y lo maravilloso (CONACULTA, 2009). Asimismo ha editado y comentado los libros El asombro de la mirada. Convergencia de textos. (Editorial Síntesis, Madrid, España, 2010) Espejismo y realidad. Divergencias estéticas de Rafael Canogar (Editorial Síntesis, Madrid, España, 2011) y Elogio del espacio. Apreciaciones sobre arte de Rubén Bonifaz Nuño ( UNAM, El Colegio Nacional y UAM, México 2012).Además, es autor de los libros de poesía El origen de la niebla (CONACULTA, 2005), Espacio y luz ( Centro de Producción Gráfica, México, 2003) con serigrafías originales de Albert Ràfols-Casamada, Convergencia (Centro de Producción Gráfica, México, 2003) y Travesías (Centro de Producción Gráfica, México,2004) con serigrafías originales de José Luis Cuevas, Cinco espacios para Rafael Canogar ( Ediciones El Taller, Madrid, España, 2004), con grabados originales de Rafael Canogar y Fuego de círculos ( Editorial Praxis, México 2012) Sus textos se publican en diversas publicaciones de México, España y América Latina. Es director de la revista literaria Tinta Seca. Es colaborador, asimismo, de las revistas Metérika (Costa Rica), Banda Hispánica y Agulha (Brasil). Actualmente se está capacitando como doctor en Historia del Arte por la Universidad Nacional Autónoma de México. Es Miembro Asociado del Seminario de Cultura Mexicana. En 2009 fue reconocido por la Universidad Autónoma de Santo Domingo, República Dominicana y la Facultad de Artes por su “contribución al estudio del Arte Contemporáneo”.

Un amor de Simone

CUATRO: LA OTRA CARA

Bárbara Jacobs

Sin embargo, la vena ligera, risueña, amable, de Simone de Beauvoir, que también ha sido una sorpresa para mí, es otro de los rasgos que humanizan su imagen. Que allá, en su más temprana juventud, cuando daba sus primeros pasos hacia el rompimiento con la joven formal que surgió de su adolescencia, hubiera emprendido su iniciación a la vida social acompañada de su hermana, menor que ella, no deja de ser conmovedor. Simone salía de la universidad para entrar a la biblioteca y, para retrasar el regreso a casa de sus padres lo más posible, hacía escala cada noche en un bar u otro. Quería dar la impresión de mundana, pero los propios parroquianos del bar en turno la protegían de sí misma y la respetaban, como la hija de familia, como la oveja intelectual que, por más que lo intentara, no lograba dejar de ser y ni siquiera de parecerlo.  

“Un amor de Simone”, de Bárbara Jacobs, CONACULTA, Colección El Centauro, México, 2012. Nº de páginas: 68. Tamaño: 13.5 x 21 cm. Encuadernación: Rústica. Lengua: Español. ISBN: 978-607-516-186-0.

“Un amor de Simone”, de Bárbara Jacobs, CONACULTA, Colección El Centauro, México, 2012. Nº de páginas: 68. Tamaño: 13.5 x 21 cm. Encuadernación: Rústica. Lengua: Español. ISBN: 978-607-516-186-0.

Pero quizá su mayor rebeldía, su atrevimiento más valiente, el que, a mis ojos, la convierte en una persona capaz de aflojar sus tensiones y tiranteces, fue precisamente entablar en inglés una correspondencia con un escritor cuya lengua materna era precisamente el inglés. Cuando Simone conoció a Nelson Algren los dos ya eran autores reconocidos, en el caso de Simone, incluso internacionalmente. Y, si bien es cierto que desde chica Simone se había aficionado a la lengua inglesa y nunca había dejado de cultivar esta afición, que incluía por supuesto la literatura, es igualmente cierto que tampoco llegó nunca a dominarla como para hablarla o escribirla. Es decir, la leía y la comprendía sin dificultad, y conocía lo suficiente su literatura para opinar sobre autores clásicos o modernos con autoridad. Sin embargo, su destreza en escribir el inglés era, digamos, limitada. Limitada, digo, pero con un resultado sumamente gracioso y encantador (aunque ridículo). Y ella es consciente de su torpeza y, a pesar de que Nelson se la señala, y le confiesa que lo hace reír, ella sigue adelante. Se atreve a exponerse; se atreve a hacer el ridículo; a caer en simplezas y en cursilerías; se arriesga a cometer errores, aun graves. (Quizá que se atreva a todo esto es lo que la salva aun más de lo que ella misma habría imaginado.) Estoy segura de que más involuntaria que intencionadamente, pero lo cierto es que a ratos resulta incluso hiriente; para mi hipersensibilidad de mujer formal, diría que me llega a resultar hasta intolerable: a ratos. A pesar de todo, si para mí es tan importante oír la música de la voz de un autor, no puedo negar que la que oí de Simone en su correspondencia con Nelson Algren es entrañable, y tampoco puedo ocultar ni minimizar el hecho de que no la oí en su lengua materna y ni siquiera en una buena traducción; sino que logré mi más genuino conocimiento directo de ella nada menos que desde su segunda lengua, misma que ella no dominaba y en la que cometía errores en todos sentidos.

Sus cartas son ricas en información de la época histórica que vivió; en detalles de su vida personal, como de cuando tapiza sus muebles de rojo en su primer departamento, en la calle de La Bûcherie, en donde la retrata Gisèle Freund. Las cartas contienen innumerables retratos de artistas y escritores; destaco el de Giacometti, tiritando de frío; chismes, como los de la violencia de Koestler, que hasta a su perro le provocan vómitos. Abundan en anécdotas, como la de una amiga que se traga un alfiler o la de un amigo que pierde su ojo de vidrio en una borrachera en un bar. (Fue en una fiesta organizada por Simone, gracias a lo cual se pudo recuperar el ojo, pues los meseros, al recoger los platos rotos, supieron a quién entregar el ojo de vidrio, para que ella a su vez pudiera regresárselo al dueño tuerto.) Simone era sociable y fiel. Exalta la generosidad de sus amigos. La de Sartre, por ejemplo, que ayudaba con dinero a actrices venidas a menos, o que sacaba de la cárcel a jóvenes tuberculosos y delincuentes por cuya inocencia ponía su prestigio en juego. Agradece la generosidad de Nelson Algren que envía whisky, libros y cuantos regalos podían ser enviados desde la otra orilla, la orilla de la abundancia, a ella, a la mamá de Simone, a sus amigos y hasta al propio Sartre. Toma en sus manos la traducción al francés de los libros de Algren, empresa en la que se hace ayudar por Sartre. Se expresa de forma respetuosa sobre Gide, de forma afectuosísima de Genet, de Camus, de Queneau. Llora la casi muerte de Prevert, su casi suicidio, involuntario y accidental. Acoge en sus notas los episodios etílicos de Dylan Thomas que asustan a la intelectualidad francesa. Se revela como una amante de la buena música, del jazz; aprecia tanto a Alban Berg o Béla Bartók, como a Louis Armstrong y hasta a Josephine Baker, aunque ella misma nunca hubiera aprendido a bailar y ni siquiera a nadar. Pero era una decidida caminante y excursionista. Da muestras de una curiosidad muy amplia, un interés muy atento en el mundo del arte, de la política, de la ciencia, y aunque no de la gastronomía. Frecuenta el teatro, no deja de ir al cine. Llega a ir al circo con Orson Welles. Es sincera en la responsabilidad con la que se compromete con los temas de su tiempo, las guerras, las huelgas, el existencialismo, el comunismo, la homosexualidad. Arriesga sus ideas al fundar con Sartre la polémica revista Le Temps Moderns que, al igual que El segundo sexo llega a ser censurada. No esconde, aunque disfraza, los celos que despiertan en ella las escritoras que empezaban a llamar la atención, como Carson McCullers, por ejemplo. Siente celos de los intentos de su hermana en convertirse en una gran pintora. Aunque con una mirada del primer mundo, en el que llega a incluir a los Estados Unidos, incursiona en el tercero, con Sartre, con Nelson. Viaja a África y a México y Centro América; compra sus textiles y se hace ropa con ellos. No se está quieta; aunque se tropiece, se desplaza. 

Pero, sin dejar olvidada prácticamente ni una gota en el tintero, insisto en afirmar que mi mayor ganancia en esta aproximación a Simone de Beauvoir yace en que, a través de la lectura de sus Mémoires, Memories y Memorias, por una parte y, por otra, de su correspondencia con Nelson Algren recogida en A Transatlantic Love Affair, entre la Simone de Beauvoir intelectualmente superior y triunfadora que temí enfrentar, y la Simone de Beauvoir emocionalmente frágil con la que me topé, la Simone de Beauvoir con la que me quedo es ésta, esta última, la Simone de Beauvoir frustrada, fracasada, la Simone de Beauvoir que se atrevió a vivir dividida y por lo tanto a fallar y callarse. A ser mujer, después de todo; aunque una aspirante ejemplar a feminista, signifique el feminismo lo que pueda significar.

Nota del editor: Se reproduce el capítulo «Cuatro: La otra cara», páginas 27-29, en el Mexican Cultural Centre, con la autorización de la autora. 

Bárbara Jacobs, mexicana, es traductora, narradora, ensayista, autora de dos volúmenes de cuentos, Doce cuentos en contra (1982) y Vidas en vilo (2007); tres libros de ensayos, Escrito en el tiempo (1985), Juego limpio (1997) y Atormentados (2002), y seis novelas, Las hojas muertas (1987, Premio Xavier Villaurrutia); Las siete fugas de Saab, alias El Rizos (1992), Vida con mi amigo (1994), Adiós  humanidad (1999), Florencia y Ruiseñor (2006) y  Lunas (2010). En 1992 publicó la Antología del cuento triste en colaboración con Augusto Monterroso, de quien es viuda. En 2009 publicó un ensayo narrativo sobre la risa, Nin reír. Autora de Un amor de Simone (2012) y Antología del caos al orden (2013). Desde diciembre de 1993 colabora quincenalmente con artículos literarios en el diario mexicano La Jornada.  

¿La nueva medicina?

Ana Laura Pazos González*

Sentada al lado de la ventanilla, me preparé mentalmente para soportar las siguientes diez horas de mi vida. Saqué de la maleta de mano un libro, un iPod con suficientes canciones para amortiguar el ruido de las turbinas durante todo el viaje y, en el menú de estrenos del sistema personalizado de entretenimiento, encontré dos películas de mi interés. Alguien quien, como yo, es incapaz de conciliar el sueño abordo de un avión, debe optimizar los recursos disponibles para no enloquecer por el aburrimiento.

Ana Laura Pazos González. Foto cortesía.

Ana Laura Pazos González. Foto cortesía.

Me alegré al notar que el asiento contiguo seguía desocupado, lo cual representaba la bendición de no tener que despertar al vecino con un ‟Disculpe, con permiso” cada determinado tiempo para poder estirar las piernas o ir al baño. Abrí el libro, complacida, pero antes de que pudiera pasar la página, vislumbré una figura al fondo del pasillo que amenazaba con violentar mi comodidad. Conforme la figura iba acercándose, sus rasgos se fueron revelando. La mujer de cabello corto, ojos inteligentes y abrigo azul colocó sus pertenencias en el compartimento; antes de sentarse junto a mí, soltó un ‟Buenas noches” acompañado de una sonrisa y, de inmediato, se sumergió en el estudio de unas fotocopias impresas por ambos lados.

Resignada, volví a mi lectura, mientras la vecina resaltaba frases con un marcador amarillo y hacía anotaciones en un pequeño cuaderno. Poco tiempo después, trajeron la cena. Yo elegí el pollo con pasta, que venía con una pieza de pan y, como postre, el yogur de fresa. A la señora sentada a mi lado le sirvieron un platillo excepcional que consistía en una variedad de frutas, verduras y semillas. ‟Debe ser vegetariana”, pensé.

Supongo que entré en un milagroso estado de duermevela, porque cuando abrí los ojos ya habían apagado las luces y se escuchaban ronquidos lejanos. En medio de la oscuridad, una luz sutil iluminaba la página que mi compañera de viaje examinaba en ese momento: ‟La Nueva Medicina Germánica”, tenía por título, y en el margen superior derecho se alcanzaba a leer el nombre de la autora: Caroline Markolin, Ph. D. (Me pregunté si ése sería el nombre de la estudiosa pasajera.) Tuve que forzar la vista para descifrar el primer párrafo: ‟En agosto de 1978, el doctor Ryke Geerd Hamer —jefe de internistas en la clínica oncológica de la Universidad de Munich, Alemania— recibió la terrible noticia de que a su hijo Dirk le habían disparado. Dirk murió en diciembre de ese mismo año. Pocos meses más tarde, el doctor Hamer fue diagnosticado con cáncer de testículo; inmediatamente supuso que el desarrollo de esta enfermedad podría estar relacionado con la trágica pérdida de su hijo. La muerte de Dirk y su propia experiencia con el cáncer motivaron al doctor Hamer a investigar la historia personal de sus pacientes. Rápidamente aprendió que, como él, todos sus pacientes habían pasado por un episodio traumático antes de desarrollar cáncer.”

Me hubiera gustado continuar leyendo, pero las manos que sostenían la hoja de papel me impedían avanzar.

Fui diagnosticada con cáncer de pulmón hace tres meses—. La mujer me dedicó una mirada intensa y dejó injustificada su abrupta confesión.

Lo lamento mucho. Discúlpeme también por andar metiendo la nariz donde no me llaman, pero me pareció interesante la hipótesis de ese doctor Hamer—. Supongo que una expresión parecida a la que tienen las personas en un velorio se formó en mi rostro, porque ella replicó:

La palabra ‟cáncer” no es sinónimo de muerte, como muchos piensan. Yo me encuentro perfectamente y no tuve que someterme a ningún tratamiento convencional. El problema es que, al enfermarse, las personas depositan no sólo su confianza, sino su preciosa vida, en las manos de los médicos. No trabajan con ellas mismas, no buscan el verdadero origen del problema, y por eso mueren de sus males.

Intenté digerir aquellos conceptos, pero me causaron indigestión. Entorné los ojos, escéptica, y le pedí a la mujer que fuera más despacio.

Al poco tiempo de que su hijo fuera asesinado, el doctor Hamer fundador de la Nueva Medicina Germánicadesarrolló un cáncer testicular; más tarde, su esposa fue diagnosticada con cáncer de mama. A diferencia de lo que hubieran creído la mayoría de los oncólogos que el evento trágico y la enfermedad habían sido cosas aisladas sin ninguna relación entre síel doctor Hamer supuso que la segunda había sido una reacción de la primera. Para demostrar la hipótesis de que las enfermedades son controladas desde el cerebro, realizó miles de tomografías a pacientes y las comparó con las historias de vida de cada uno de ellos, con lo cual descubrió que en el momento que ocurre un ‟choque de conflicto” o episodio de extrema tensión emocional, cierta parte del cerebro sufre una lesión, la cual tiene una repercusión en el cuerpo, una enfermedad…

Todo eso suena lógico —acepté— pero mi experiencia personal me hace dudar. Como cualquiera, he tenido episodios traumáticos a lo largo de mi vida y, afortunadamente, nunca he padecido una enfermedad grave. 

Verás… los choques de conflicto a los que se refiere Hamer nos toman completamente desprevenidos y están condicionados por nuestras experiencias pasadas, vulnerabilidades, percepciones, valores y creencias. Cuando se activa una alarma debido a un conflicto emocional o biológico, el inconsciente recibe esta señal y proporciona una solución biológica a la que llamamos enfermedad, que puede ir desde una gastritis o una afección en la piel, hasta un cáncer…

Me perdí de nuevo. ¿Qué es un conflicto biológico? ¿Y cómo es posible que una enfermedad sea una ‟solución”?

Shhh, ¡dejen dormir!, exclamó una voz aletargada al fondo de la cabina. La mujer contestó casi en un murmullo:

Pongamos como ejemplo a la esposa de Hamer. El cáncer glandular de mama, según los hallazgos del doctor, es el resultado de un conflicto de ‟preocupación madre-hijo”, el cual impacta al llamado ‟cerebro antiguo”, específicamente al área que controla las glándulas que producen leche. Un primitivo programa biológico de respuesta se activó en ella al enterarse de la muerte de Dirk, del mismo modo que se activaba en las mujeres prehistóricas cuando sus crías se encontraban en peligro. Ante un evento de esta índole, las células de las glándulas mamarias se multiplican y forman un tumor; el propósito biológico de la proliferación de células es habilitarse para proporcionar más leche al descendiente que sufre, inclusive si éste ha muerto.

Pero eso significaría que todas las mujeres que se preocupan en exceso por un hijo o deben afrontar su muerte desarrollarán cáncer de mama la interrumpí—, lo cual es inverosímil.

Recuerda lo que te dije acerca de las características individuales. La alarma tiende a sonar con mayor intensidad en algunas personas que en otras, y de ello depende que se active o no el programa.

Y en usted… ¿por qué se activó? me atreví a preguntar.

En mi caso, un conflicto de ‟muerte o miedo a morir” programó el cáncer de pulmón. Hace diez años, fui a cenar con unas amigas. Para evitarle a una de ellas la molestia de tener que llevarme a mi casa, tomé un taxi. Unos tipos, coludidos con el chofer, se subieron al coche cuando nos detuvimos frente a una luz roja. Les entregué el celular, el efectivo, las tarjetas y hasta una joya con valor sentimental y, no obstante, durante las dos horas que duró la peregrinación por los cajeros automáticos, se la pasaron intimidándome con una pistola y haciéndome pequeños cortes con una navaja en el cuello. Amenazaban diciendo que si me atrevía a mirarlos, me matarían, no sin antes violarme. Me dejaron en una calle solitaria, donde unas personas me permitieron usar el teléfono

Por primera vez durante la plática, la mujer perdió la expresión estoica y se le quebró la voz.

Hace cinco meses, me ocurrió algo parecido continuó sólo que esta vez los secuestradores me llevaron a pasear en mi propio coche… Al poco tiempo, me diagnosticaron cáncer de pulmón. El pánico a la muerte es traducido por el cerebro como una incapacidad para respirar, por lo que las células de los alveolos comienzan a multiplicarse formando un tumor. Ante este o cualquier otro tipo de enfermedad, en lugar de caer en la desesperación y sentirnos desahuciados, debemos preguntarnos por qué nuestro inconsciente activó tal o cual solución biológica.

Hasta aquí he comprendido que las enfermedades no ocurren porque sí, pues son el resultado de un evento traumático, de una información inconsciente que las desencadena; también que existe una relación directa entre cada enfermedad y determinada parte del cerebro, el cual activa programas que operan en el órgano correspondiente, pero ¿cómo es el proceso de curación?

Me contó que, según el doctor Hamer, toda enfermedad procede en dos fases: una activa, donde el organismo entero intenta encontrar los motivos inconscientes del trauma; y una curativa, cuando se ha resuelto el conflicto y se genera una transformación a nivel orgánico. En esta segunda fase, la proliferación de las células (en el caso del cáncer) o el desgaste de las mismas (si pensamos en otras enfermedades) se detiene e inicia el proceso de reparación.

Sin embargo, si una persona pasa demasiado tiempo en la etapa ‟activa” de la enfermedad, puede morir debido a la pérdida de energía, a la privación del sueño, y al agotamiento emocional y mental. Por ello es muy importante la ‟biodescodificación”, una técnica desarrollada por el psicólogo español Enrico Corbera donde, a través de la hipnosis ericksoniana, la programación neurolingüística y otras técnicas para acceder al inconsciente, el terapeuta busca ayudar al enfermo a desentrañar las emociones ocultas detrás del conflicto, las cuales no se manifiestan de manera consciente debido a tabúes y otras cuestiones culturales. Al hacerlas evidentes, se resuelve el conflicto y comienza la etapa de sanación. El cuerpo se cura solo.

La mujer también me dijo que, además de las sesiones de ‟biodescodificación”, ella había ayudado a su organismo a recuperarse al seguir una dieta rigurosa consistente en alimentos alcalinos como determinadas frutas, verduras y semillas ya que las células cancerosas, que tienen una estructura diferente a la de las células normales, se alimentan sólo de sus contrarios, los alimentos ácidos, como los lácteos, el azúcar y las carnes rojas, entre otros.

El avión comenzó el descenso para aterrizar en el Aeropuerto Internacional de Madrid. Miré por la ventanilla, la Catedral de Almudena aparecía bañada por los rayos del sol… El tiempo había volado sin necesidad de que recurriera a ninguno de mis medios de entretenimiento. Antes de terminar el viaje, tenía una pregunta más para mi nueva amiga:

Caroline, si la Nueva Medicina Germánica es tan efectiva, ¿por qué permanece oculta?

¿Caroline? ¡Ja! Ése es el nombre de la autora del ensayo que estaba estudiando. Me estoy preparando para ser ‟biodescodificadora” y vengo a Madrid a presentar un examen… Respecto a tu pregunta, cuando Hamer expuso su tesis ante los académicos aunque estos no desaprobaron ni censuraron sus descubrimientosdecidieron despojarlo de su licencia médica porque se negaba a ajustarse a los designios de la medicina convencional. Desde entonces vive en el exilio aquí, en España.

La madre de una de mis amigas españolas tiene cáncer intrauterino. Les conté a ambas acerca de Laura mi tocaya del avióny, si bien no las exhorté a abandonar el tratamiento médico convencional, les dije: ‟Ya, tías, que no van a perder nada por intentarlo”, con el mejor acento madrileño que pude.

Nota: Las opiniones y tesis del doctor Ryke Geerd Hamer no representan la postura oficial del sector médico para el tratamiento de enfermedades graves como el cáncer. La autora no responde por las ideas vertidas sobre esta materia. Como siempre, la mejor opinión es la de usted, querido lector.

*Ana Laura Pazos González, mexicana, es escritora y directora de la revista Bicaalú.  Cuenta con estudios de Maestría en Humanidades por la Universidad Anáhuac. Autora del libro Parvada blanca en la ciudad (Editorial Jus, México, 2011).