Rubén Bonifaz Nuño: el juego de la memoria estética

Miguel Ángel Muñoz

“La locura del arte es igual al abuso del espíritu”.

Charles Baudelaire

Rubén Bonifaz Nuño  (Córdoba, 12 de noviembre de 1923 - México D. F., 31 de enero de 2013). Foto cortesía.

Rubén Bonifaz Nuño (Córdoba, 12 de noviembre de 1923 – México D. F., 31 de enero de 2013). Foto cortesía.

La historia del arte es, una disciplina difícil, compleja, sometida como pocas a las oscilaciones del tiempo. Si hasta ayer para entender el arte desde su historia  bastaba con recurrir a una gran cantidad de datos entrecruzados –obras, artistas, escuelas, estilos, lugares y un momento determinado del tiempo-, hoy parece necesario un árido  entramo conceptual que debe  textualizar  los contradictorios componentes de la obra particular, pero no sólo aquellos que lacónicamente podemos calificar de referenciales, de anecdóticos en un lenguaje plano, sino de las imprevisibles configuraciones formales que destacan la  obra de arte en el contexto de la cultura  visual. Ante la mirada del lector, la historia del arte parece decantarse hoy por la erudición de datos concretos, de motivos lingüísticos, sociológicos, psicosomáticos, que actúan sobre las obras y amenazan con ahogar su potente significación formal. En tanto que la crítica de arte, orientada en su origen a la descripción de las variables figurativas de una obra específica, se muestra incapaz de desasirse del marasmo teórico contemporáneo, que lleva años neutralizando asimismo la energía plástica de la obra y la disuelve en una secuencia de síntomas de algún enunciado trascendente, “confusamente entrevisto -dice el crítico inglés Robert Hughes- o dogmáticamente supuesto, que complica la apreciación del arte”.[1]

Lo cierto es que la crítica de arte como especialidad autónoma en el relato artístico nació, como cualquier otra especialidad surgida de la modernidad, como consecuencia temprana de la división capitalista del trabajo intelectual, y se ha justificado, a mi modo de ver a la contra, en paralelo con la progresiva emancipación de los lenguajes creativos, con su distanciamiento de una trama histórica estratificada en estilos y momentos formales.  Parece que el historiador y el crítico -me gustaría incluir a los poetas que ejercen y han ejercido la crítica de forma brillante como Octavio Paz, José Hierro, José Ángel Valente,  Luis Cardoza y Aragón,Yves Boneffoy, John Berger, John Ashbery, Claude Esteban  o Rubén Bonifaz Nuño-, se sitúan en dos polos antagónicos, cuando de hecho la escritura del arte demuestra la dosis de voluntad adivinatoria y el conjunto de saberes inéditos, necesarios para adentrarse en la esfera artística que privilegia la inmersión  sensible,  frente a la interpretación narrativa lineal. De aquí el deseo del poeta de escribir una explicación en torno a la obra que ofrece al lector. La tradición quedó establecida en el siglo XIX precisamente porque fue un siglo de cambios revolucionarios en que la relación entre el individuo y la historia se estaban volviendo constantes. Esa mirada del poeta sobre el arte es única, inédita, donde la mirada juega un papel clave, pues ese saber ver sólo los poetas lo tienen. “La razón – dice John Berger- de ser de lo visible es el ojo; el ojo evolucionó y se desarrolló donde había luz suficiente para que las forma de vida visibles se hicieran cada vez más complejas y variadas. Las flores silvestres, por ejemplo, tienen los colores que tienen a fin de ser vistas”. [2] Y eso lo entendió de forma simple Bonifaz, pues descubrió en el arte prehispánico una estética universal, que sirvió para desarrollo del arte mexicano contemporáneo, y cuyo esplendor fueron los muralistas, pero también Rufino Tamayo, Carlos ´Mérida, Juan Soriano, Ricardo Martínez y Francisco Toledo.

En sus orígenes, la historia del arte era poco más que la de los artistas –Vasari es el ejemplo– vinculados por parentelas del oficio, taller y patronazgo. Winckelman subrayó la excelencia individual de las obras de arte con relación a los ideales de perfección del arte griego, que en alguna medida debían imitar.  La historiografía romántica sintetizó un proceso lineal de progresiva complejidad formal y modelo cíclico –inicio,  madurez y declive-, que hacen de los estilos sucesivos variables temporales del arte, y que tiempo después llevó al crítico norteamericano  Clement Greenberg a negar que el interés de la “crítica reside en el método y no en el contenido de los juicios”.[3]

Pero la difusa realidad artística, política y cultural de hoy hace superflua cualquier diferencia y apela a la desnuda sensibilidad subjetiva, casi personal, frente a la obra plástica. Algunos críticos contemporáneos  Arthur C. Danto, André Chastel, John Golding,  Clement Greenberg,  Meyer  Schapiro,  Rosalind E. Krauss, Francisco Calvo Serraller, Valeriano Bozal, David Sylvester, Robert Hugues, Donald Kuspit, Benjamin H.D. Buchloh, universales y diversos en formación, método y análisis,  utilizan en su aproximación al arte cuanta información  histórica colabora a desvelar el misterio o la trama de la obra nueva, pero conscientes siempre de las trampas que la autonomía formal supone para la coherencia de su narración, en algunos de ellos hay un rechazo total a la metodología historicista, para apoyarse en las teorías estructuralistas sobre la relación que existe entre significado e imagen, para formular un discurso  sorprendente, como es el caso de Rasalind E. Krauss. Por ello considero una iniciativa importante, el rescate de autores esenciales para la comprensión del arte antiguo y contemporáneo de México, como la obra crítica y poética sobre artes visuales de Rubén Bonifaz Nuño (Córdova, Veracruz, 1923- Ciudad de México, 2013). Cada texto de Bonifaz es una lección de las dificultades de pensar el arte a través de la visión de un poeta, quizás no tanto por detalles de su teoría, resueltamente histórico, sino por el refinamiento y elegante elaboración de sus ideas y conceptos.

La obra de Bonifaz Nuño está hecha a medias de asombro y de esperanza, de conceptos y amor. El poeta estudió derecho, se doctoró en letras clásicas, y dedicó buena parte de su vida a la traducción (Virgilio y Catulo sobre todo) a la crítica de arte y a la coordinación de múltiples eventos universitarios. Así, su escritura debe tanto a los surcos del amor como a los estantes de las bibliotecas. Tal vez por eso afirma que “el único heredero posible del labrador es el artista”; esto es, aquel capaz de encontrar “en la vida de los minerales, en el pasado prehispánico, en una escultura o en el lienzo más sorprendente, podemos encontrar los acordes para mantenernos vivos”.

Para Bonifaz, las palabras son, a la vez, un límite y un cauce: lo único que nos aleja del mundo, pero también lo único que puede encontrarnos con él. Espanto y esperanza, dijimos. ¿Cómo romper esa contradicción? Acudiendo a “ la majestad de las cosas sencillas” –y de las  palabras sencillas- y teniendo  presente que, en  poesía, son los matices –y no las abstracciones- las que iluminan cualquier  posible esencia, algo que, desterrados los dioses, ha dejado de ser la piedra para ser la fractura que atraviesa la piedra.

La de Bonifaz es, pues, una poética de lo concreto que en Versos 1978- 1994 (FCE, 1996) se manifiesta en un viaje de lo particular a lo general. Tras la imaginación constante y la intimidad De otro modo lo mismo (FCE, 1979), su anterior antología, surge la pasión y el amor como un momento en el que confluyen plenitud vital y la conciencia de la muerte: “Preso del vivir y los amores/ no del amor ni de la vida,/ el animal de sueños late/ distinto, cuando no vencido…”. Son palabras de un hombre de más de ochenta años. En este libro hay, pues, mucho de amor: voces lejanas, piedras arrojadas al viento, al agua y, a la vez, lápidas sentenciosas, que avisan de que lo que un día fue certeza hoy es nostalgia.  La escritura, como la infancia, es una forma de ver por primera vez el mundo. Se trata de, siguiendo a Keats, ver en las cosas de aquí y ahora el resto del “lugar perdido” y de encontrar así “la belleza misma, en su lugar de nacimiento, / cuando aún no es más que verdad”.

Con todo, para Bonifaz, la poesía -sucesiva y atada al concepto– ha perdido su batalla por atrapar lo inmediato. Por el contrario, la pintura  – simultánea y liberada por el color- sigue librando ese combate. “La mayoría de los poetas no comprende bien la pintura”, me decía con agudeza Yves Bonnefoy.[4] En los escritos sobre arte de Bonifaz, eluden el impresionismo liricoide al que recurren muchos escritores cuando se enfrentan al arte. Al contrario, él distingue lo pictórico de lo pintoresco y se enfrenta con rigor a cuestiones como la escultura azteca, olmeca o el valor artístico y cultural de la Coyolxauhqui, en la cual encuentra la grandeza del arte azteca. Sus monumentales libros El arte en el Templo Mayor, Imagen de Tláloc, Hombres y serpientes. Iconografía Olmeca continúan siendo en la actualidad un corpus imprescindible para el estudio de la cultura prehispánica de México. Libro directo, sin meandros retóricos ni impertinentes incursiones eruditas.  “Durante siglos –dice Bonifaz- hemos sido testigos, y hemos escuchado,  que nos digan ¿quiénes somos? Lo malo de ello es que hemos llegado a creer lo que nos dicen. La barbarie española nos calificó por medio de la humillación; para comprobarlo, bastaría con poner los ojos sobre lo escrito por Cortés o Díaz del Castillo; los frailes, luego, nos hicieron  vernos como servidores de las fuerzas del mal; diablos eran los objetos de nuestra veneración…”.  Así, Bonifaz ha intentado revertir nuestra historia prehispánica a través de entender no sólo las culturas del pasado, sino ver en el arte nuestra propia identidad.  Los insuperables análisis descriptivos relatan con destreza y legibilidad los modos de la crítica artística cuando se enfrenta a las obras de arte  antiguas, como por ejemplo,  El chapulín, La calabaza, Cabeza de serpiente, Felino de Colima,, El hombre y el ave en el Monumento 14 de San Lorenzo, El sarcófago de La Venta, Monumento 6, El vaso de maíz, Tláloc,  con un intuitivo punto de poesía y crítica. Una escritura saturada de  matices u obstinada hasta la obsesión en dar cuenta de la evolución de los detalles formales y la secuencia de motivos gráficos que configuran a lo largo del tiempo las imágenes, esculturas y figuras antiguas.

Para Bonifaz, la historia del arte es sencillamente historia de la crítica de arte. El poeta se sitúa frente a la filología artística y contra la positivista religión del dato, sin interés más allá de la precisión erudita, de cronología, género y escuela.  Bonifaz considera que la obra de arte adquiere su condición de excelencia sólo cuando se interpreta desde las ideas y la cultura destiladas en el gusto de un artista. Las reacciones críticas sobre la obra constituyen así el juego de valor que encauza la producción sensible y visual del artista.  Para comprender la escultura de Ángela Gurría o la pintura de Ricardo Martínez, por ejemplo, debemos determinar las bases teóricas de su arte, su visión de la naturaleza y sus preferencias artísticas sobrepuestas a las propias experiencias intelectuales. (No dudo en decir, que tanto Gurría como Martínez, fueron los dos artistas contemporáneos que más admiró Bonifaz). A esta trama de influencias concéntricas Bonifaz la califica de gusto, una tradición crítica que permite el juicio de valor sobre la obra de arte y nos da su medida de calidad en el doble contexto de la cultura y del arte de un tiempo. Dice sobre Ricardo Martínez: “… las grandes superficies estáticas de la pintura de Martínez, agitadas por el asalto luminoso se volvieron móviles infinitamente, como la frente en llamas del mar…”.[5]. En las obras Ángela Gurría descubrió los juegos del espacio y el vació escultórico:

Desde el alma de sus manos, brota

muchedumbre de pueblos; lúcidas

ciudades proféticas revela,

y hace que la piedra se despliegue

en racimos de alas; reconcilia

las sucesiones de las olas,

y en fondos aéreos asegura

el engarse al cáliz de la flama.[6]

Bonifaz renuncia a diferenciar las peculiaridades formales del artista. No le interesan sus motivos figurativos ni el conjunto de signos que nos ayudan a decidir el estilo de la obra.  El poeta busca más bien lo que en la obra hay de común con otras obras de su tiempo y del pasado, el gusto es una palabra, que se transforma en el regulador fiable del arte de una época. El gusto sintetiza “un conjunto de preferencias compartidas” en el mundo del arte, como vio con claridad Mario Praz, de un artista o de un grupo de artistas, por supuesto. Sus escritos sobre Ricardo Martínez, Fernando Alba, Pedro Cervantes, Ángela Gurría o Santos Balmori, son la verificación audaz de esta hipótesis: cierto sentido del gusto unifica a los artistas de un momento histórico, escuelas o tendencias, y sólo desde aquí, por afirmación o negación, podemos comprender la obra individual. El artista trabaja con modelos, que ofrece la historia del arte, pero el gusto condensa la manera de tratarlos, la mirada del artista.  Para él, la actitud que encarna la vanguardia surgió a mediados del siglo XIX. Si Manet es el pintor que la representa, Baudelaire es el poeta y Flaubert el novelista. En sus análisis de arte contemporáneo, Bonifaz no excluye la idea de un puente común con el pasado. Ese engarce constituye una de sus preocupaciones más constantes. Si el análisis de la forma como elemento estructural puede rastrearse en la crítica de arte inglesa de principios del siglo XX (Clive Bell y Roger Fry), la voluntad de mantener los vínculos con la tradición sin, al mismo tiempo, olvidar la modernidad de la época en que se vive parece proceder de T.S. Eliot.

Publicados al azar, por lo general en catálogos y en libros concretos, constituyen, sin embargo, una aproximación a obras, artistas, momentos de arte e incluso problemas de interpretación histórica que, al releerlos, los considero de actualidad renovada a la vida de las distancias caprichosas que la literatura artística postmoderna se empeña en hacer suyas.  Del minimalismo metodológico en alza al neopsicologismo de la percepción con pretensiones  tecnológicas, o el retorno intempestivo de la vieja historia de género. Como  si  la Coyolxauhqui, Cihuatéotl o la “mal llamada Coatlicue” –como dice Bonifaz-, por hablar del arte antiguo, fueran secuencias intercambiables  de un eterno universo de formas.

El arte se convierte de este modo en experiencia del arte, en disección del gusto desde el punto de vista de su tiempo, de la síntesis expresiva y comunicativa que la obra configura. Bonifaz se permite desautorizar la normativa clasicista propuesta por el tradicionalismo ilustrado y la vuelve consistente en mera esquematización abstracta. Sin embargo, con una mayor experiencia del arte desde su tiempo, el clasicismo del pasado, sería otro momento en las preferencias del gusto, entre el arcaico y el helenismo, como distintas respuestas a ese conglomerado de actitudes culturales y preferencias individuales. El autor reivindica en definitiva la comunidad de experiencias estéticas de los artistas como “fuerte necesidad de la intuición crítica”. Y esa es la lección contemporánea de cada de uno de sus ensayos. El caso contrario nos lleva a no entender nada, a medio entender el arte, como hizo Hegel, al priorizar intuitivamente el modelo clásico. Así, Baudelaire ha sido, sin lugar a dudas, el crítico de mayor sensibilidad moderna, acaso sólo igualado por Mallaré.  Entiende el arte de siempre desde su proceso de creación, reconstruyendo la personalidad del artista a partir del gusto, las opciones formales narrativas e incluso éticas que con las preferencias personales   perciben en motivos sensibles las aspiraciones visuales de un tiempo. Si atendemos al proceso de creación, curiosamente el arte contemporáneo nos abre un territorio fascinante de asociaciones con el presente se desdibuja la rutinaria familiaridad con el arte del pasado, cuyas construcciones quedan disecadas en secos arquetipos estéticos. “El arte del pasado de México –me dice Bonifaz- está mal interpretado en sus raíces, de continuo hemos estado a punto siempre de renegar de lo que somos. Muestra de ello son las opiniones consagradas acerca del arte de los aztecas. Alrededor suyo se ha tejido, por la incomprensión y los prejuicios, una viscosa tela de falsedades que ha llegado a constituirse casi en verdad oficial”.

Porque hablar del arte prehispánico, escribir sobre arte, es para Bonifaz, una forma de hablar y escribir sobre la vida: Por eso no lo dejó de hacer. Él como María Zambrano, hay cosas que no pueden decirse hablando y que, por esto, se escriben.  Y Bonifaz lo hizo animado por el lector que siempre fue, convencido sin duda, de que la escritura puede preguntarse por todo y puede intentar responder todo. Desde aquel primer ensayo largo sobre su amigo el pintor Ricardo Martínez escrito en 1965, no dejó de pensar y reflexionar sobre el arte. Gadamer sostenía que, “de alguna manera, la obra nos arrastra a la conversación”. Y añadía que dicha conversación, es interminable, porque no hay forma de agotar el sentido que una obra propone a la reflexión y a la conversación, porque no hay palabra que pueda tener un final. Bonifaz no dejó de pensar sobre arte en los mismos términos, ya que para él fue una reflexión íntima y compartida. Y sus textos siempre han contenido, en cierto sentido, esta misma invitación a reflexionar. Su fortaleza crítica residió en una cierta humildad: el poeta despreocupado por ejercer la crítica de arte de forma total. Pero, sí, en cada texto que escribió sobre arte, esta su magistral visión de enseñarnos lo que nuestros ojos no han podido ver. Esa fue, para mí, una de sus grandes lecciones. 


[1] Robert Hughes. A toda crítica. Ensayos sobre arte y artistas. Editorial Anagrama, Barcelona, España, 1992.

[2] John Berger. Algunos pasos hacia una pequeña teoría de lo visible. Árdora Ediciones, Madrid, España, 1997.

[3] Clemen Greenberg. La pintura moderna. Editorial Siruela, Barcelona, España, 2006.

[4] Miguel Ángel Muñoz. Entrevista con Yves Bonnefoy en el libro El instante de la memoria Editorial Praxis, México, 2013.

[5] Rubén Bonifaz Nuño. Ricardo Martínez. Dirección de Publicaciones, Universidad Nacional Autónoma de México, México, 1965.

[6] Rubén Bonifaz Nuño. El corazón de la espiral. Homenaje a Ángela Gurría. Miguel Ángel Porrúa, Librero-Editor, México, 1983.

Miguel Ángel Muñozmexicano, es poeta, historiador y crítico de arte. Su dedicación a la creación artística actual es absoluta; compagina su labor en El Financiero, La Jornada Semanal y en la revista Casa del Tiempo, con la de comisario de exposiciones. Ha trabajado personalmente con muchos artistas; entre ellos, Eduardo Chillida, Rafael Canogar, José Luis Cuevas, Josep Guinovart, Roberto Matta, Antoni Tàpies, Richard Serra, María Girona, Vicente Gandía, Ricardo Martínez, Chema Madoz, Luis Feito, Xavier Grau, Charo Pradas, Ignacio Iturria, Albert Ràfols-Casamada, Robert Rauschenberg y Luoise Bourgeois. Es autor de los libros de ensayo: Yunque de sueños. Doce artistas contemporáneos (Editorial Praxis, 1999), Ricardo Martínez: una poética de la figura (CONACULTA, 2001), La imaginación del instante: signos de José Luis Cuevas (Editorial Praxis, 2001), El espacio invisible. Una vuelta al arte contemporáneo (Ediciones Batarro, Málaga, España, 2004), Convergencia y contratiempo (Plan C Editores- CONACULTA, 2008), Espacio, superficie y sustancia. La obra de Ricardo Martínez ((Siglo XXI Editores, 2009) El espacio vacío, (CONACULTA, 2009), Gutiierre Tibón. Lo extraño y lo maravilloso (CONACULTA, 2009). Asimismo ha editado y comentado los libros El asombro de la mirada. Convergencia de textos. (Editorial Síntesis, Madrid, España, 2010) Espejismo y realidad. Divergencias estéticas de Rafael Canogar (Editorial Síntesis, Madrid, España, 2011) y Elogio del espacio. Apreciaciones sobre arte de Rubén Bonifaz Nuño ( UNAM, El Colegio Nacional y UAM, México 2012).Además, es autor de los libros de poesía El origen de la niebla (CONACULTA, 2005), Espacio y luz ( Centro de Producción Gráfica, México, 2003) con serigrafías originales de Albert Ràfols-Casamada, Convergencia (Centro de Producción Gráfica, México, 2003) y Travesías (Centro de Producción Gráfica, México,2004) con serigrafías originales de José Luis Cuevas, Cinco espacios para Rafael Canogar ( Ediciones El Taller, Madrid, España, 2004), con grabados originales de Rafael Canogar y Fuego de círculos ( Editorial Praxis, México 2012) Sus textos se publican en diversas publicaciones de México, España y América Latina. Es director de la revista literaria Tinta Seca. Es colaborador, asimismo, de las revistas Metérika (Costa Rica), Banda Hispánica y Agulha (Brasil). Actualmente se está capacitando como doctor en Historia del Arte por la Universidad Nacional Autónoma de México. Es Miembro Asociado del Seminario de Cultura Mexicana. En 2009 fue reconocido por la Universidad Autónoma de Santo Domingo, República Dominicana y la Facultad de Artes por su “contribución al estudio del Arte Contemporáneo”.

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