Un amor de Simone

CUATRO: LA OTRA CARA

Bárbara Jacobs

Sin embargo, la vena ligera, risueña, amable, de Simone de Beauvoir, que también ha sido una sorpresa para mí, es otro de los rasgos que humanizan su imagen. Que allá, en su más temprana juventud, cuando daba sus primeros pasos hacia el rompimiento con la joven formal que surgió de su adolescencia, hubiera emprendido su iniciación a la vida social acompañada de su hermana, menor que ella, no deja de ser conmovedor. Simone salía de la universidad para entrar a la biblioteca y, para retrasar el regreso a casa de sus padres lo más posible, hacía escala cada noche en un bar u otro. Quería dar la impresión de mundana, pero los propios parroquianos del bar en turno la protegían de sí misma y la respetaban, como la hija de familia, como la oveja intelectual que, por más que lo intentara, no lograba dejar de ser y ni siquiera de parecerlo.  

“Un amor de Simone”, de Bárbara Jacobs, CONACULTA, Colección El Centauro, México, 2012. Nº de páginas: 68. Tamaño: 13.5 x 21 cm. Encuadernación: Rústica. Lengua: Español. ISBN: 978-607-516-186-0.

“Un amor de Simone”, de Bárbara Jacobs, CONACULTA, Colección El Centauro, México, 2012. Nº de páginas: 68. Tamaño: 13.5 x 21 cm. Encuadernación: Rústica. Lengua: Español. ISBN: 978-607-516-186-0.

Pero quizá su mayor rebeldía, su atrevimiento más valiente, el que, a mis ojos, la convierte en una persona capaz de aflojar sus tensiones y tiranteces, fue precisamente entablar en inglés una correspondencia con un escritor cuya lengua materna era precisamente el inglés. Cuando Simone conoció a Nelson Algren los dos ya eran autores reconocidos, en el caso de Simone, incluso internacionalmente. Y, si bien es cierto que desde chica Simone se había aficionado a la lengua inglesa y nunca había dejado de cultivar esta afición, que incluía por supuesto la literatura, es igualmente cierto que tampoco llegó nunca a dominarla como para hablarla o escribirla. Es decir, la leía y la comprendía sin dificultad, y conocía lo suficiente su literatura para opinar sobre autores clásicos o modernos con autoridad. Sin embargo, su destreza en escribir el inglés era, digamos, limitada. Limitada, digo, pero con un resultado sumamente gracioso y encantador (aunque ridículo). Y ella es consciente de su torpeza y, a pesar de que Nelson se la señala, y le confiesa que lo hace reír, ella sigue adelante. Se atreve a exponerse; se atreve a hacer el ridículo; a caer en simplezas y en cursilerías; se arriesga a cometer errores, aun graves. (Quizá que se atreva a todo esto es lo que la salva aun más de lo que ella misma habría imaginado.) Estoy segura de que más involuntaria que intencionadamente, pero lo cierto es que a ratos resulta incluso hiriente; para mi hipersensibilidad de mujer formal, diría que me llega a resultar hasta intolerable: a ratos. A pesar de todo, si para mí es tan importante oír la música de la voz de un autor, no puedo negar que la que oí de Simone en su correspondencia con Nelson Algren es entrañable, y tampoco puedo ocultar ni minimizar el hecho de que no la oí en su lengua materna y ni siquiera en una buena traducción; sino que logré mi más genuino conocimiento directo de ella nada menos que desde su segunda lengua, misma que ella no dominaba y en la que cometía errores en todos sentidos.

Sus cartas son ricas en información de la época histórica que vivió; en detalles de su vida personal, como de cuando tapiza sus muebles de rojo en su primer departamento, en la calle de La Bûcherie, en donde la retrata Gisèle Freund. Las cartas contienen innumerables retratos de artistas y escritores; destaco el de Giacometti, tiritando de frío; chismes, como los de la violencia de Koestler, que hasta a su perro le provocan vómitos. Abundan en anécdotas, como la de una amiga que se traga un alfiler o la de un amigo que pierde su ojo de vidrio en una borrachera en un bar. (Fue en una fiesta organizada por Simone, gracias a lo cual se pudo recuperar el ojo, pues los meseros, al recoger los platos rotos, supieron a quién entregar el ojo de vidrio, para que ella a su vez pudiera regresárselo al dueño tuerto.) Simone era sociable y fiel. Exalta la generosidad de sus amigos. La de Sartre, por ejemplo, que ayudaba con dinero a actrices venidas a menos, o que sacaba de la cárcel a jóvenes tuberculosos y delincuentes por cuya inocencia ponía su prestigio en juego. Agradece la generosidad de Nelson Algren que envía whisky, libros y cuantos regalos podían ser enviados desde la otra orilla, la orilla de la abundancia, a ella, a la mamá de Simone, a sus amigos y hasta al propio Sartre. Toma en sus manos la traducción al francés de los libros de Algren, empresa en la que se hace ayudar por Sartre. Se expresa de forma respetuosa sobre Gide, de forma afectuosísima de Genet, de Camus, de Queneau. Llora la casi muerte de Prevert, su casi suicidio, involuntario y accidental. Acoge en sus notas los episodios etílicos de Dylan Thomas que asustan a la intelectualidad francesa. Se revela como una amante de la buena música, del jazz; aprecia tanto a Alban Berg o Béla Bartók, como a Louis Armstrong y hasta a Josephine Baker, aunque ella misma nunca hubiera aprendido a bailar y ni siquiera a nadar. Pero era una decidida caminante y excursionista. Da muestras de una curiosidad muy amplia, un interés muy atento en el mundo del arte, de la política, de la ciencia, y aunque no de la gastronomía. Frecuenta el teatro, no deja de ir al cine. Llega a ir al circo con Orson Welles. Es sincera en la responsabilidad con la que se compromete con los temas de su tiempo, las guerras, las huelgas, el existencialismo, el comunismo, la homosexualidad. Arriesga sus ideas al fundar con Sartre la polémica revista Le Temps Moderns que, al igual que El segundo sexo llega a ser censurada. No esconde, aunque disfraza, los celos que despiertan en ella las escritoras que empezaban a llamar la atención, como Carson McCullers, por ejemplo. Siente celos de los intentos de su hermana en convertirse en una gran pintora. Aunque con una mirada del primer mundo, en el que llega a incluir a los Estados Unidos, incursiona en el tercero, con Sartre, con Nelson. Viaja a África y a México y Centro América; compra sus textiles y se hace ropa con ellos. No se está quieta; aunque se tropiece, se desplaza. 

Pero, sin dejar olvidada prácticamente ni una gota en el tintero, insisto en afirmar que mi mayor ganancia en esta aproximación a Simone de Beauvoir yace en que, a través de la lectura de sus Mémoires, Memories y Memorias, por una parte y, por otra, de su correspondencia con Nelson Algren recogida en A Transatlantic Love Affair, entre la Simone de Beauvoir intelectualmente superior y triunfadora que temí enfrentar, y la Simone de Beauvoir emocionalmente frágil con la que me topé, la Simone de Beauvoir con la que me quedo es ésta, esta última, la Simone de Beauvoir frustrada, fracasada, la Simone de Beauvoir que se atrevió a vivir dividida y por lo tanto a fallar y callarse. A ser mujer, después de todo; aunque una aspirante ejemplar a feminista, signifique el feminismo lo que pueda significar.

Nota del editor: Se reproduce el capítulo «Cuatro: La otra cara», páginas 27-29, en el Mexican Cultural Centre, con la autorización de la autora. 

Bárbara Jacobs, mexicana, es traductora, narradora, ensayista, autora de dos volúmenes de cuentos, Doce cuentos en contra (1982) y Vidas en vilo (2007); tres libros de ensayos, Escrito en el tiempo (1985), Juego limpio (1997) y Atormentados (2002), y seis novelas, Las hojas muertas (1987, Premio Xavier Villaurrutia); Las siete fugas de Saab, alias El Rizos (1992), Vida con mi amigo (1994), Adiós  humanidad (1999), Florencia y Ruiseñor (2006) y  Lunas (2010). En 1992 publicó la Antología del cuento triste en colaboración con Augusto Monterroso, de quien es viuda. En 2009 publicó un ensayo narrativo sobre la risa, Nin reír. Autora de Un amor de Simone (2012) y Antología del caos al orden (2013). Desde diciembre de 1993 colabora quincenalmente con artículos literarios en el diario mexicano La Jornada.  

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