México visto por sus personajes

Guillermo Samperio

La obra de Mariano Silva y Aceves está signada por lo pequeño: sus relatos son breves, sus temas se refieren a los sucesos mínimos y la mayor parte de sus personajes son niños. Sus relatos fluctúan entre el ensayo, el cuento y el poema en prosa; muchos de ellos, aunque vívidos y fotográficos, se aproximan a la literatura fantástica y al realismo simbólico mezclado con detalles cotidianos naturalistas y un final abierto.

Guillermo Samperio. Foto Cortesía.

Guillermo Samperio. Foto Cortesía.

El 26 de julio de 1897, nace en La Piedad de Cabadas, Michoacan, Mariano Silva y Aceves. Estudió bachillerato en el Colegio de San Nicolás de Morelia, donde aprendió latín y griego. El año de 1907 llegó a la Ciudad de México para ingresar a la Escuela Nacional de Jurisprudencia, donde conoció a otros estudiantes con los cuales integraría el grupo del Ateneo de la juventud con Alfonso Reyes, José Vasconcelos, Julio Torri, Martín Luis Guzmán, Pedro Henríquez Ureña y otros. A Silva y Aceves se debe la afición que tuvieron por los escritores ingleses y norteamericanos, y el gusto por el ensayo y los humoristas. En ocasiones, los relatos del grupo lindaban con el poema en prosa y los ensayos con el cuento imaginario y, a la inversa, el cuento lindaba con el ensayo.

La generación anterior, la de Luis G. Urbina, Angel de Campo “Micrós”, Rafael Delgado, entre otros, mantiene bien definida la distancia entre los géneros históricos: cuento, poesía, novela y ensayo; en cuanto a los géneros teóricos en México aconteció un fenómeno distinto al de Europa: en un mismo periodo convivieron románticos, realistas, modernistas y aun naturalistas.

La ciudad de México es representada desde distintas perspectivas; del medio popular en que se desenvuelven los personajes, no se desdeña nota alguna, así sea ensoñadora, cruda o grosera. La imagen literaria puede ser un medio para analizar las distintas visiones de varios autores. La metáfora quiere resolver en su unidad la pluralidad del mundo. Toda metáfora tiene en sí un poder de reversibilidad en el caso de Silva y Aceves y de Angel de Campo: los dos polos de una misma imagen pueden desempeñar, alternativamente, el papel real o el ideal.  Gastón Bachelard, basándose en las teorías de Jung, postuló la posibilidad de establecer una “ornitopsicología”: el pavo real es un ave que en su plumaje significa las riquezas de la tierra, que en su vientre gesta riquezas; el ruiseñor es un ave diminuta que genera un bosque con su canto y en el follaje se vuelve invisible, es un pájaro de aire. Una de las fiestas más hermosas durante la Edad Media es la Festividad del Asno. Los campesinos sentían simpatía por ese animal, como ellos, rudo, terco, simple, trabajador. Podemos, entonces, pensar en una “psicozoología”.

Micrós registró con profundo realismo y melancolía las costumbres de su época siguiendo la línea trazada por José Joaquín Fernández de Lizardi, matizada con la doctrina nacionalista de Altamirano. Su tono, ponderado y discretamente irónico, difiere del estilo ornamental y audaz de sus contemporáneos, los modernistas. Su tema fue, sobre todo, la ciudad de México y los problemas diarios de la clase media baja, marginada de las ventajas del progreso porfirista. Micrós, al hacer una síntesis de los problemas humanos de las barriadas de México, recurre a ciertos animales –perros, pájaros, caballos, burros, gatos– que forman parte de la vida diaria de la gente de esos barrios; sienten, sufren y gozan lo mismo que los hombres o, inclusive, por una significación metonímica, pueden ser símbolos vivos de psicologías humanas. En “El fusilado” describe el arrabal como “ese muladar de casas vetustas y ruinosa”; El Pinto sabe lo que es la vida de perro y El Chiquitito la angustia de la libertad.

En “El gran ojo de una vaca”, Silva y Aceves descubre no el alma de las vacas sino la de los hombres; dice que los pastores son apasionados y tiernos como las ovejas en tiempos de crías; y los rústicos, que tanto entran en la novela y el cuento mexicanos, son fieros y sumisos como una vaca de ordeña o rencorosos y vengativos como el buey taciturno de una fábula. De las vacas que viven en la ciudad dice que “han olvidado casi por completo el bramar” y que “la mansedumbre del ganado no es sino la inacción de la tristeza”; como los hombres de las ciudades, han aprendido costumbres metódicas que les traen como consecuencia enfermedades y las tienen siempre achacosas y envejecidas.

El “héroe” preferido de Silva y Aceves –el volumen Animula está dedicado a él– es el niño vagabundo y aventurero, quien siempre aparece en paralelismo o acompañado de un perro. Los perros están hechos para la aventura; los gatos, para el hogar. Respecto a los primeros dice Silva y Aceves: “Los perros y otros animales domésticos, no es extraño que se pierdan, porque está demostrado que, en poder de los mexicanos, se les despierta un espíritu vagabundo y aventurero que acaba por decidirlos alguna vez a no volver más a su casa”. Al igual que los perros, dice Silva y Aceves, sin tono peyorativo, los niños mexicanos tienden a perderse porque escapan de su vida desdichada y sobreviven sin ayuda de la ciudad: “En las ideas de ese niño las calles fueron hechas para mirar los interiores de las casas y no para conducir a ellas”. Cuando los padres notan que el niño no vuelve, inventan ladrones y robachicos. Sin embargo, la ciudad devora la transformación mágica que logra la mirada de lo pequeño: “Si los grandes edificios y el comercio no lo impidieran, el niño vagabundo podría gustar bien del brillo de una nube, del fondo de una calle o de la sombra de una torre, y se notaría desde luego la buena influencia de estos datos en su mirada”.

El mismo personaje es tratado de manera pasional, persuasiva y aleccionadora, por Micrós y Urbina. En el cuento “Hijos de cómica”, de Luis G. Urbina, transcurre a manera de confidencia, el tono personal e íntimo, la ternura y la compasión. Dice de los hombres y mujeres de la bohemia lírica: “Ellas, avaras, calculadoras y vulgares…Ellos, egoístas, coléricos y brutales con sus compañeros de oficio, cínicos y encanallados; todos ellos y ellas, de apariencia amable, deudores, risueños, complacientes, cómicamente afectuosos…”. Entre esa gente muere el sentimiento de un hombre por un niño. En Ve a la escuela el vagabundeo del niño es antagónico al amor materno que le suplica dulcemente que sea bueno y estudie.

Urbina significa la melancolía, el tono crepuscular del romanticismo maduro que en América se llamó modernismo. Para conmover, los cuentos de Urbina, como los de Micrós, ajustan los elementos formales y expresivos: un solo hilo narrativo, intensidad y un final contundente que arroja al lector más allá de las esferas de la pura anécdota, dándole su forma visual y auditiva.

A Micrós le preocupa la miseria y la injusticia que sufren los desheredados, los pobres que en su camino no encuentran sino frustraciones, el Chato Barrios es el polo opuesto de los niños de Urbina y de Silva y Aceves. El Chato Barrios es el hijo del carbonero “y ese Chato es un muchacho de traje hecho jirones, que estudia en libros prestados, vive en un suburbio, jamás falta a clase y parece prometer” y que siempre se disputa los primeros lugares con Isidorito Cañas hijo de familia rica que viste de seda y usa costosos sombreros y guantes relucientes; sin embargo, dice Micrós:

…pero me consuela saber que de ese barro amasado con lágrimas, de esa lucha con el hambre, de esa humillación continua, de esa plebe infeliz y pisoteada surgen las testas coronadas de los sabios que, os juro, valen más que esos muñecos de porcelana, esos juguetes de tocador, que en la comedia humana se llaman Isidorito Cañas.

Los tres escritores tratan el mismo personaje desde distintas perspectivas. A Jorge Luis Borges no dejó de asombrarle que Platón postulara que el arte es obra del hombre inspirado, y que Edgar Allan Poe escribiera un ensayo en el que promulgaba el predominio de lo racional sobre la inspiración en la literatura: una tesis romántica de un clásico y una tesis clásica de un romántico. El niño, en el cuento de Luis G. Urbina tiene una intención aleccionadora, como las fábulas griegas; en Micrós, tiene intención persuasiva: un tratamiento clásico de un modernista y un tratamiento romántico de un realista. El niño, con Silva y Aceves, se convierte en un ser casi fantástico.

Más que registrar los acontecimientos de la Ciudad de México, Silva y Aceves esbozó excelentes retratos psicológicos de sus habitantes y contempla la ciudad a través de los ojos de sus personajes. En algunos de sus relatos toca el tema colonial, que después se convertiría en género literario: la leyenda, que alcanzaría su máxima expresión con el peruano Ricardo Palma. Pero Silva y Aceves, además de presentar un suceso de la época, daba una explicación que hace emparentar al texto con lo fantástico extraño. Don Juan Manuel, según la leyenda, fue un marido celoso que todas las noches le preguntaba la hora al primer paseante nocturno que encontraba, y si eran las once le decía: “Dichoso vos que sabeís la hora de vuestra muerte”, y lo asesinaba; al tiempo sus víctimas y los demonios se lo llevaron por los aires en castigo por sus crímenes. En la versión que nos da Silva y Aceves del famoso caballero español don Juan Manuel de Solórzano, que vivió en la ciudad de México, el personaje es enviado a Perú, y se divulga la conseja del rapto por seres sobrenaturales. Los numerosos crímenes que ensombrecieron el gobierno del virrey marqués de Gelves se atribuyeron a ese caballero español, que se dedicaba a coleccionar armas y relojes. Sin embargo, dice Silva y Aceves, la época del virrey marqués de Gelves se señaló en la Nueva España por sus numerosos asesinatos. Se cometían de todas maneras y a todas horas sin el menor escrúpulo. Hubo quien recibiera la muerte a las once de la mañana, de un hachazo en la nuca, al detenerse en una calle solitaria a leer un bando real, y también quien muriera precipitado del balcón de su propia casa mientras pasaba entre los dedos las cuentas de su rosario mirando una procesión de Corpus. Otros amanecían ahorcados de los arcos del gran acueducto o perecían apuñalados en el descanso de alguna escalera, y aun se dio el caso de alguno que al tender cortésmente la mano para saludar a dos señoras recibiera por detrás dos estocadas que le quitaron el habla para siempre.

Próximo a Torri y a Reyes, Silva y Aceves quiso perfeccionar la prosa breve: sacó filo a la paradoja ideal de la sugerencia, es decir en lo que no se dice totalmente pero que se sobreentiende. En el cuento “Las rosas de Juan Diego” hay una malicia que, de acuerdo a la manera como se lea el texto puede pertenecer a uno de dos géneros teóricos: a lo fantástico maravilloso, si aceptamos que las ambigüedades del relato se resuelven con leyes distintas a las de nuestro mundo cotidiano; al realismo simbólico, si la aparición es una alegoría. La misma leyenda de la aparición de la Virgen de Guadalupe en el Tepeyac es tratada por Luis G. Urbina en “El milagro de la Virgen india”, pero este se limita al registro explicado, no a la representación. Alguna vez comentó que las discusiones de carácter eclesiástico no le preocupaban, pues es indudable que las fiestas de la Virgen de Guadalupe y las funciones religiosas del mes de diciembre en la Basílica persistirán a través del tiempo porque jamás en devoción alguna se mezclaron tan completa, tan armoniosamente, para consuelo de una raza fetichista y triste, la fe, la esperanza y la caridad.

Guillermo Samperio, es uno de los cuentistas mexicanos más reconocidos junto a autores como Juan Rulfo, Juan José Arreola y Julio Torri. Es autor de más de veinticinco libros, entre ellos, Cuaderno imaginario, Miedo Ambiente, Al filo de la luna, Lenin en el futbol y Emiliano Zapata, un soñador con bigotes. Ha sido galardonado con la Medalla a las Artes por los países del Este 1985, el Premio Instituto Cervantes de París dentro del Concurso Juan Rulfo 2000, el Premio Letterario Nazionale di Calabria e Basilicata 2010 y el Premio Casa de las Américas 1977.

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