
Crédito de la fotografía: propiedad de César Cortés Vega.
Este cuento se publica como parte de un convenio de colaboración entre la Asociación de Escritores de México (AEMAC) y el Mexican Cultural Centre (MCC), Reino Unido, con el propósito de promover a la literatura mexicana a nivel internacional.
Presentación
Por Obed González Moreno
Presidente interino en la Asociación de Escritores de México (AEMAC)
Julio Cortázar comentó alguna vez que la novela siempre gana por puntos mientras que el cuento debe ganar por nocaut. El cuento por cuestiones de la brevedad del espacio tiene que ser conciso y a la vez efectivo con personajes menos detallados, pero bien definidos. La mujer es el gran misterio del hombre, tal vez porque deseamos encontrar afuera su verdad cuando en realidad donde hay que buscar es adentro, en ese recóndito resquicio donde ellas habitan. Ese oculto lugar al que le tememos tanto los hombres que damos la vida por el mismo hecho de no estar del todo cierto de su existencia, por consecuencia en nuestro desvarío por hallarlo nos entregarnos, porque la mujer es el mismo lugar en donde deseamos habitar para ser; sin embargo, para morar en ese terreno necesitamos fundirnos con él y tememos quedarnos ahí para siempre, aunque en el fondo es lo que deseemos. En ese territorio, que es la misma mujer, nos horrorizamos al sólo pensar que podemos extraviarnos y tropezarnos con la posible amenaza y quizás no volver jamás. A no regresar al anterior que fuimos, a ser aquel vagabundo sin rumbo que siempre sabe a donde llega. Tal vez, como una consecuencia y distorsionada decisión, algunos prefieren la fría estructura de las máquinas al pensar que en ellas si podrán hallar certidumbre. Pero vaya, lo escrito en este momento sólo es un simple hilo de consciencia. Les invitamos a leer La giganta de César Cortés Vega para conocer estos hilos de consciencia.
LA GIGANTA
La moneda se desliza por el canal. Veloz, nunca registrada a lo largo de los años, pero sin una sola duda acerca de su destino final en tanto avanza: presionar el dispositivo. El edificio despierta. Toda la maquinaria opera con un mínimo impulso. Engranajes cuyo diámetro apenas supera las medidas humanas, encajados en otros engranajes que soportan todas esas toneladas. Es como verlo a través de una ranura. Como si se les explicara a los observadores cómo funciona el universo de las gigantes de concreto, su cabeza que da vueltas y vueltas para divertirnos.
Parece que aquí en el hotel nada pudo quedarse, y aún así se mueve. Vestigios en el sueño. Los hoteles son los primeros edificios en envejecer de una ciudad. ¿Qué tal un lugar que muera y siga vivo? —le pregunto a ella mientras se despierta. Sigue así, hermanita. El restaurante funcionó algunos años en la parte alta de la construcción. Se movía cuando alguien depositaba una moneda en una ranura. Desde abajo, en la noche, las luces iluminando el deglutir de gente impredecible. Y el lento girar que sobre ese esqueleto de cemento parecía tan estúpido… Es el cuerpo el que se rebela en contra de la mente, y no al contrario. O quizá el envejecimiento se realice así: la presencia del cuerpo y la mente vaporosa luchan. La vida cambia entonces: un reconocimiento de que es aburrida, mediocre, sin sentido, mientras ese par de ojetes pelean. Por eso la máquina está programada para justificar nuestra desaparición. La moneda tocando su punto más sensible. Ella, su ser escindido, ha aprendido a entristecerse a sí misma. ¿Algo así como la tristeza humana? Los hombres la programaron para salvarse de su propia melancolía. Formas particulares para procesarla, convirtiéndola en unidades de fierro y concreto que no pudieron alojar a nadie, porque el proyecto no concluyó por falta de recursos. ¿No será esa la herencia terrible que las máquinas deberán asumir para no matarse a sí mismas? —le pregunto a ella mientras se incorpora.
No se trata de melancolía pasajera que pueda ser sustituida luego por otro sentimiento, sino de lo que subyace detrás de toda emoción. Melancolía como esencia. Y ahí un lugar para quedarse, como en un hotel: el intento de soportar el sentimiento esencial, frente al mero hecho de existir. Una versión de la angustia que supone el haber sido, bajo cualquier forma religiosa, expulsados de un paraíso de maqueta. Por eso ella me detiene, me ata, le da rumbo a mi mente. No oculta su sentimiento esencial, lo cual le da un cuerpo para que el mío habite. Cuando ya no fue posible diferenciar su voz de la mía, la supe entera. ¿Cómo pudo resistir tanto tiempo sin manifestarse? —me preguntaba. ¿Podría haber aguantado más? ¿Cómo abandonar esa conciencia en el cuerpo de mi hermanita? ¿Quién era quien? Había alcanzado a ver el problema de cerca: si algo surgía de la reflexión, de seguro le era ajena a otra parte de su mente. Yo acostumbraba a jugar con ella y en ella, entonces. Pero mientras a mí los juegos se me resbalaban del cuerpo, a mi hermana se le quedaban pegados al alma.
Me asomo por sus ventanas. Estructuras rectilíneas en la ciudad; desde su mirada, parecen no tener fin. Esa limpieza, repleta de errores que no son declarados. Es la estrategia del rencor para que éste desaparezca de nuestra percepción: todo está ahí conformado para no hacer notar que su carne está repleta de zonas jodidas.
Es la estrategia del rencor para desaparecerse a sí mismo de nuestra percepción: todo está ahí conformado para no hacer notar que su carne está repleta de zonas jodidas. Lo mismo con todo habitante formado en la ciudad: no sabe hablar, no sabe nada del mundo, su diálogo pervive en el enmascaramiento del cliché, en la repetición automática de lo que a duras penas ha alcanzado a comprender y en el esfuerzo para aparentar soltura. Rectas que sugieren los caminos que debe seguir la mirada, y en las que toda sinuosidad es sospechosa. Habitantes: se puede estar hablando del procedimiento para hacer una salsa o de las leyes arancelarias en Indonesia; se puede sentir dolor por el sufrimiento ajeno e incluso del ave que se deglute. La atención está puesta en jamás declarar la propia falta y confiar en que los otros crean aquello, con la aplicación del menor esfuerzo posible. Acostumbrados a mentir, la sugerencia de cualquier secreto develado aterra, pues nunca se sabe en qué momento la acumulación de mentiras irá a salir entera, por muy pequeña que pueda ser la verdad recién descubierta. Hierbas que son abandonadas, porque mi máquina camina y mata en sueños a todo aquello que se le ponga en frente. Claro: deposito otra moneda, hermanita.
- César Cortés Vega. Escritor y artista visual mexicano. Algunos de sus libros publicados son No tocar. Anotaciones sobre el riesgo posmexicano (ensayo, AEM-EP); Calibán no ha muerto. Para una relectura de Roberto Fernández Retamar (ensayo, Colores primarios); Poetas esclavos, máquinas soberanas (ensayo, Centro de Cultura Digital); Tanuki y las ranas (novela, Librosampleados); Abandona Silicia (novela, Amphibia editorial); Espejo-ojepse (noveleta experimental, Puntodata); Periferias y mentiras. Textos sobre arte, banalidad y cultura (ensayo, Fomento a la Cultura Ecatepac); Arx poética (poesía, Editorial Literal); o Reven (XX Premio Interamericano de Poesía Navachiste 2012). Ha presentado obra visual en México, España (Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona), Dinamarca (Bienal Metropolys Laboratory), Irlanda (National College of Art and Design/Gallery), Japón (Tsubakihara group, Nagoya Artport) y Ecuador (Centro de Arte Contemporáneo de Quito). Coordina la publicación Cinocéfalo; revista de crítica y literatura (https://cinocefalo.com/). En 2018-19 desarrolló el proyecto curatorial Dossier; encuentros colaborativos apoyado por el Fondo Nacional para la Cultura y las Artes (https://www.dossiercolaborativo.com/). Se pueden encontrar enlaces a sus proyectos en http://cesarcortesvega.com