Benjamín Valdivia
La traducción tiene la enorme ventaja de llegar después de todas las invenciones literarias. Tiene, por otra parte, la desventaja de ser una forma artística subsidiaria. Es verdad que, en cierto sentido, quien traduce por vez primera una obra participa de una pizca de originalidad, al menos en lo que respecta a la lengua que recibe.

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Sin embargo, el estoicismo del traductor (o su audacia) consiste en decir lo que ya se dijo. En ese entendido, toda traducción está, de entrada, destinada al fracaso: se trata de un acto subsidiario que resulta en una repetición mediante recursos magros e imposibles. En dirección contraria, traducir es un acto de fe. El traductor, al menos de modo parcial, mantiene la convicción de que es factible decir aquí lo que alguien dijo allá, en otro tiempo, en otro lugar, vaya: en otro idioma. Esta fe se extiende hasta alcanzar los campos de la comprensión humana, pues quien traduce confía en que nos podemos entender, aunque hablemos lenguajes diferentes.
Y es que la colisión de dos lenguajes a la vez lo es de dos culturas. O de dos épocas, puesto que muchas veces requerimos del experto que nos traiga al presente las modalidades de lo que ha sido la historia literaria de nuestro propio idioma. Así, leemos ediciones que se anuncian como volcadas “en inglés contemporáneo” o “en español contemporáneo”, ya que nuestro propio idioma es, en su pasado remoto, otro idioma, distinto.
Si bien el asunto es difícil, alcanza sus máximos de complicación cuando intentamos traducir poesía, pues pareciera que estamos en ella como en un lenguaje diferente. Cuando Desiderio Macías Silva lanza estos versos: “el gran dador de la muerte / hizo sobre la selva / un aspersorio de palomas”, ¿sabemos a qué se refiere? ¿Acaso podemos decir en inglés ‘sprinkler’ donde dice ‘aspersorio’ en español y dormir tranquilos? Traducir es un arte de muchos insomnios.
Y está, además, la cosa esa del objetivo, de lo que deseamos lograr al traducir. Si tal vez nuestro anhelo es que el poema suene en español de hoy tal como Horacio lo escribió en latín de entonces; o si, al ser más poeta que traductor, se quiere escribir en español de hoy lo que Horacio hubiera dicho si fuese nuestro contemporáneo hispanohablante. Traducir es una muela para devastar (o desbastar) todos los estilos. Varios autores de distintas épocas vienen a ser aplanados por el estilo actual de su traductor. Aquellos genios meticulosos en su idioma se reducen al alcance del vocabulario de su traductor. Y todavía peor, al supuesto comercial del vocabulario del público, versión abreviada del traductor descuidado.
En la persecución de una plausible identidad ideal, el traductor se conformaría con una definida equivalencia; pero su paráfrasis deviene apenas una versión, una mera aproximación que deseaba ser la recreación del original y que ha concluido por ser lo que ya todos sabemos: una traición.
En la época de la sociedad mundializada, en la que todo está aplanado y masificado, ¿cómo traducir los Cantos de Ezra Pound? Debemos reconocer que los medios informáticos son los verdaderos amos del mundo políglota que ingresa un original en la máquina heurística y produce una traducción que nos da una idea de lo que se trata (¿o no es así?). Exigencias menos perentorias que la inmediatez nos solicitaron durante siglos repetir en otro idioma lo que se había dicho en la lengua original. Textos sagrados pusieron en lengua humana los designios del dios; palabras materiales apresaron un rostro del canto escapadizo; alguien redujo a máximas la densidad de la justicia. Y los traductores —auténticos apóstoles— llevaron las nuevas por todos los territorios del tiempo y el espacio. Porque traducir es un arte de trascendencia, de ir más allá. En otro sentido, traducir es atreverse de nuevo: reescribir, fundar maravillas en donde había solamente un idioma receptor. Don Quijote empieza a hablar nuevamente, ahora en inglés, en chino, en quechua, en fin.
Decir lo que ya se dijo no equivale únicamente a repetirlo, pues al volverlo a decir ya el mundo referido es otro. Cambia la referencia y cambian las claves de su desciframiento. El traductor lanza al océano de los signos la misma botella que encontró; pero quien la encuentre otra vez se hallará frente a un mensaje distinto, que quisiera ser el mismo en términos de su señalar el mundo y darse a comprender mejor entre todos sus congéneres.
Benjamín Valdivia (Aguascalientes, México, 1960) cuenta con estudios de doctorado en Humanidades y Artes (UAZ), Filosofía (UNAM) y Educación (UG). Es miembro correspondiente de la Academia Mexicana de la Lengua y de la Academia Norteamericana de la Lengua Española. Actualmente dirige el Doctorado en Artes de la Universidad de Guanajuato. Ha sido profesor de traducción en la California State University (Long Beach). Es autor de medio centenar de libros en los géneros de poesía, novela, cuento, teatro y ensayo. Cuenta con acreditación universitaria de estudios de latín (UAA), griego clásico y alemán (UG), inglés y francés (UNAM). Ha estudiado también italiano y portugués. Ha sido intérprete del inglés al español en diversos eventos. http://www.benjaminvaldivia.org/