Sebastián Pineda Buitrago
El mexicano-dominicano Pedro Henríquez Ureña dijo una cosa genial con respecto a la influencia de México en Latinoamérica. El 5 de septiembre de 1923 escribió para el periódico El Mundo del Distrito Federal un artículo que tituló “El hermano definidor”. Se refería, por supuesto, a México. Lo escribía después de su peregrinar académico por universidades de Nueva York, Minnesota y California, a lo mejor cansado de impartir cátedra sobre literatura latinoamericana y mexicana en un país de otra lengua y otro tiempo histórico.
“El hermano definidor”
Hasta hace poco, el eterno problema entre la América inglesa y la América Latina, la iniciativa, y hasta el derecho de iniciar, parecía monopolio de los Estados Unidos. [Algo parecido sigue sucediendo incluso con los propios estudios latinoamericanos, inmersos en la academia norteamericana]. Nuestro papel era, políticamente, pasivo, por lo menos después de Bolívar; a través del periódico y del libro discutíamos mucho –y discutimos todavía– “el peligro norteamericano”; a veces, los escritores proponían caminos eficaces de acción internacional, los juristas proponían principios, pero, en el momentos de obrar, con rarísimas excepciones, los países latinos se cruzaban los brazos ante los Estados Unidos. Las naciones que comenzaban a tener gran significación internacional –como Brasil, la Argentina y Chile– se limitaban egoístamente a defender sus intereses políticos inmediatos. Así en 1897, ningún gobierno prestó oídos a la proposición de Hostos, residente entonces en Chile, de que las tras potencias meridionales declarasen la independencia de Cuba en su lucha contra España: con esta intervención tal vez se habría disminuido la excesiva y exclusiva tutela que los Estados Unidos asumieran sobre la isla […] México está asumiendo, desde la Revolución, el “hermano definidor”. México está indicando a los pueblos de su estirpe, que hemos de confiar en nosotros mismos y solo en nosotros; que si nuestro poder material es escaso por ahora, y no bastaría para oponerse al ataque de los extraños, la fe en nuestro porvenir, la conciencia de que tenemos personalidad original que desarrollar y defender, nos dará fuerza para resistir, no solamente a la presión política del norte, sino a la presión diaria, incesante, del ejemplo y del éxito; sabremos oponernos a la conquista moral que sobre nosotros pretende ejercer una civilización incompleta e imperfecta, y que, si se realizara, nos tornaría pasivos ante la conquista militar[1].
No se puede entender la política cultural en México sin esta oposición –sin esta política de Estado– en oposición al Norte. Pero también del Norte han llegado las mejores renovaciones –influencias– de la literatura mexicana y colombiana. Creo que uno de los mejores críticos de la cultura mexicana ha sido un extranjero, o mejor, un chileno-mexicano que llegó aquí muy joven, a vivir en el DF con dieciséis años y a hacerse escritor. Hablo de Roberto Bolaño y, en especial, de un fragmento de su delirante y extenso y vastísima novela 2666 (póstuma, publicada después de su muerte). La cultura en México como política de Estado, por ejemplo, mediante una digresión sobre el Cerdo (Almendro), un poderoso editor con ínfulas de escritor que recibe al misterioso escritor alemán en Ciudad de México y lo pasea por el Zócalo, por la Catedral y por las antiguas ruinas de piedra del imperio azteca. En esta parte, Bolaño rinde un homenaje a «Visión de Anáhuac» de Alfonso Reyes:
«…se fueron a dar una vuelta por los alrededores del Zócalo, en donde visitaron la plaza y los yacimientos aztecas que surgían como lilas en una tierra baldía, según expresión del Cerdo, flores de piedra en medio de otras flores de piedra…» (p. 140).
Esas flores de piedra vienen de «Visión de Anáhuac», donde Reyes precisa:
“En mitad de la laguna salada se asienta la metrópoli, como una inmensa flor de piedra, comunicada a tierra firme por cuatro puertas y tres calzadas, anchas de dos lanzas jinetas”.
Bolaño, a través de la voz del exiliado chileno Amalfitano, devela cómo el Estado controla el «librepensamiento» de los escritores:
El intelectual puede ser un fervoroso defensor del estado o un crítico del Estado. Al Estado no le importa. El estado lo alimenta y lo observa en silencio. Con su enorme cohorte de escritores más bien inútiles, el Estado hace algo. ¿Qué? Exorciza demonios, cambia o al menos intenta influir en el tiempo mexicano. […] Esta mecánica, de alguna manera, desoreja a los escritores mexicanos. Los vuelve locos. […] La literatura en México es como un jardín de infancia, una guardería, un kindergarten, un parvulario, no sé si lo podéis entender. (p. 161).
2666 está llena de humor. Así desacraliza todo mejor. Desmitifica el patriotismo, refugio de canallas y una de las causas de mayor mortandad. Da a entender, al narrar la vida del raro escritor Benno von Archimboldi, cómo la historia europea se partió en dos pedazos con el nazismo alemán. O en tres. El editor Bubis, que publica las novelas de Archimboldi, lo sabe. Ha regresado a Hamburgo tras Hitler, pese a que todos sus parientes han sido quemados en campos de concentración. «Germania, triste de habitar y contemplar». Se lamenta de que no volverán a su editorial manuscritos de un nuevo Musil, de un nuevo Kafka «(aunque si apareciera un nuevo Kafka, decía el señor Bubis riéndose pero con los ojos profundamente entristecidos, yo me echaría a temblar), de un nuevo Thomas Mann». (p. 1011). Las descripciones descarnadas, a ratos de una violencia extrema, no están despojadas de belleza. Ni de ironía, cosa que le faltó a Kafka.
Pero ante todo, yo puedo hablar mejor del caso colombiano. Alguna vez reflexioné que también el intelectual debería contenerse en sus críticas. Ser ante todo auto-crítico. Desde la antigüedad ha habido dos modos de acercarse a la verdad: 1) con afán de poseerla para uno mismo y por medio de pruebas, ratificarla hasta llegar a la categoría de rey-sabio de Platón, y 2) sin afán de poseerla sino sólo de buscarla, que vendría a ser el ideal socrático de la sabiduría relativista, siempre en constantes precisiones y perfeccionamientos. Por desdicha, lo primero que aprenden muchos intelectuales es la arrogancia. Los errores pueden estar ocultos aun en el conocimiento de las teorías mejor comprobadas. En otras palabras, el papel de los intelectuales debería residir en la búsqueda de lo relativo a todo lo que pretenda erguirse como autoritario.
En su libro La responsabilidad de vivir (1995), Karl Pöppel se pregunta si los intelectuales pueden hacer algo para evitar el nacionalismo, el racismo y la violencia a que conlleva la aplicación de muchas políticas e ideologías. “Los intelectuales – dice Pöpper – hemos ocasionado desde hace siglos los daños más atroces. Las matanzas en masa en nombre de una idea, de una doctrina, de una teoría. Esta es nuestra obra, nuestra creación: el invento de los intelectuales. Solamente con que dejáramos de azuzar a unos seres humanos contra otros – a menudo con las mejores intenciones –, únicamente con esto ya se habría ganado mucho”[2]. Que Pöppel culpe a los intelectuales de muchas de las desgracias del mundo sin duda rompe con muchos patrones que se tienen estigmatizados desde la educación. ¿Quiere decir acaso cómo detrás de toda lucha armada hay una ideología anteriormente creada por algún intelectual y que después, por la fuerza de los fanatismos, un grupo de hombres busque llevarla a cabo a través de las armas? La gente suele mirar a los intelectuales como seres inofensivos que se dedican a opinar sobre todas las cosas sin ser ellos mismos los directos operadores de esas cosas. Pero qué pasa cuándo lo que los intelectuales proponen se quiere llevar a la práctica. Muchos hablan de justicia social y equidad para todos, pero en la práctica es sumamente difícil. Aunque en el papel esté aparentemente probado, existe una brecha entre lo que opina el intelectual desde un punto de vista contemplativo y lo que ejecuta el político desde los hechos mismos. Lo que en últimas pide Pöpper en su ensayo El conocimiento de la ignorancia consiste precisamente en volver consciente al lector de la dificultad que esta dicotomía encierra y de que nadie, en dado caso, lograra evitar ciertos errores.
No se puede pensar en hablar en un trabajo actual sobre los intelectuales y el poder sin remitirse a Platón y su teoría del rey filósofo (entiéndase por filósofo, “intelectual”). El académico colombiano Danilo Cruz Vélez escribió El mito del rey filósofo: Platón, Marx, Heidegger (1989) en cuya introducción aclaró lo siguiente.
La filosofía y la política pertenecen a dimensiones de la existencia humana totalmente heterogéneas. No hay, pues, entre sus formas de saber peculiares ningún punto de afinidad que motive el desliz de la una en el campo de la otra. Sobre todo, no tienen en común la vocación pantonómica, esto es, la tendencia de abarcar la totalidad de lo que hay. A la política, como es obvio, solo le interesa la realidad política – la coexistencia de los hombres en la polis. Además, la actitud primordial del filósofo frente a las cosas es distinta a la del político. La actitud del filósofo es solo contemplativa. Lo que él pretende es reflejar en la dimensión de la teoría las estructuras ontológicas del orbe político y de las leyes que lo rigen. La actitud del político, en cambio, es predominantemente operativa. Está gobernada por el anhelo de obrar sobre la realidad política (sobre el gobierno establecido, sobre las relaciones entre las clases sociales, sobre los partidos políticos y las ideologías reinantes, sobre los grupos de interés y de presión, sobre las libertades existentes o deseadas, sobre los modos cómo se está impartiendo la justicia…), para organizarla y administrarla, para conservarla o modificarla, o para destruirla y construir una nueva. Todo esto es de sobra evidente. ¿En qué se funda entonces la obstinada y persistente confusión de la filosofía con la política? El fundamento hay que buscarlo en el hecho de que tanto el saber filosófico sobre lo político como el saber que guía al político en su actividad se refieren a lo mismo. Pero también aquí cabe recordar el dicho de Terencio: “Cuando dos hacen lo mismo, no por ello es lo mismo”. Ambos tienen a la vista la misma realidad, pero apuntando cada uno a un blanco diferente dentro de ella. Esto es lo que da origen al campo de ambigüedades en que se mueve la confusión de la filosofía con la política. De suerte que, si se quiere resolverla, es necesario trazar una línea divisoria entre estos dos campos de la actividad humana”.[3]
Platón fue el primero en recomendar que para alcanzar la justicia los gobernantes debían convertirse en filósofos y éstos, a su turno, en políticos. Lo quiso aplicar dos veces en Siracusa (hoy Sicilia) pero fracasó aparatosamente con el rey Dionisio. Para encontrar este problema en los tiempos modernos se ha consultado otro libro titulado Pensadores temerarios: los intelectuales en la política (2004), del académico estadounidense Mark Lilla. Allí, Lilla habla de las nuevos gobernantes filósofos que han dominado países enteros durante el siglo XX. La nueva Siracusa persiste en La Habana, apoyada por varios intelectuales a quienes Lilla llama filotiránicos. “¿Cómo la tradición del pensamiento político occidental – iniciada con la crítica de la tiranía que hace Platón en La república y con sus fracasados viajes a Siracusa – ha llegado a este punto en que se ha vuelto aceptable argumentar que la tiranía es algo bueno, incluso hermoso?”[4]
La figura del político-intelectual ha causado nefastos resultados a los países que han tenido que soportarlos. No hay que ir hasta Cuba para observarlo. En Colombia, a pesar de no haber tenido dictadores, también se ha visto en los presidentes o políticos muy intelectuales. Algunos creyeron por muchos años, por un lado, que solamente a través de las columnas de opinión y el periodismo se podrían dirigir los destinos de los colombianos y solucionar los atrasos del país. Mientras otros creyeron que sólo mediante el uso de las armas se podría conquistar el poder para aplicar ciertas utopías, como la guerrilla marxista o la derecha paramilitar. Danilo Cruz Vélez explica este caso cómo una reaparición del mito del rey filósofo dos mil años después y se pregunta: “¿Cómo se produce esta transformación de la crítica? ¿Cómo logra la teoría salir de la cabeza de los filósofos para convertirse en instrumento de destrucción con la ayuda de las armas? Lo consigue, dice, cuando logra apoderarse de las masas. Y esto lo logra cuando comienza a argumentar ad hominem, cuando olvida su ley suprema, la cual le ordena argumentar siempre ad rem, es decir, ateniéndose exclusivamente a la cosa que trata de explicar. Este olvido se produce cuando se hace radical. Entonces agarra el problema por la raíz, la cual no son teorías ni ideologías, sino el hombre mismo. Aquí el hombre es el hombre de las masas, que cuando reciben la teoría la aplica explosivamente sobre la realidad por medio de las armas”. [5]
Por eso Popper advirtió que una de las raíces del autoritarismo es la soberbia a la que son susceptibles algunos intelectuales; son ellos quienes guían las mentes de los jóvenes y los conducen a un furor o a una violencia política que degrada la democracia. Popper sospecha que hay un tirano agazapado en todos nosotros y que el mejor remedio para extirparlo de nuestro ser, según sus propias palabras, radica en la autocrítica.
[1] Tomado de Alfredo A. Roggiano, Pedro Henríquez Ureña en México, UNAM, México, 1989, p. 200.
[2] Pöppel, La responsabilidad de vivir, Barcelona, 1995.
[3] Danilo Cruz Vélez, El mito del rey filósofo. Planeta, Bogotá, 1989, Pág. 13.
[4] Mark Lilla, Pensadores temerarios: los intelectuales en la política. Mondadori, Barcelona, 2004. Pág., 169.
[5] Cruz Vélez…., 215.
Nota del editor: Texto leído en la Mesa Crítica Cultural en México, Feria Nacional del Libro de León, FeNaL, México, 28 de abril de 2013. Se publica en el Mexican Cultural Centre con la autorización del autor.
Sebastián Pineda Buitrago, investigador colombiano doctorando en Literatura Hispánica por El Colegio de México, estudió Literatura en la Universidad de los Andes, y en 2007 su tesis, La musa crítica: teoría y ciencia literaria de Alfonso Reyes, fue publicada en México por El Colegio Nacional. Investigador del Instituto Caro y Cuervo en 2010 fue becado por la Fundación Carolina para cursar el master de Filología Hispánica en el Centro de Ciencias Humanas y Sociales del CSIC en Madrid, España. Recientemente, además de artículos en importantes revistas internacionales, publicó una Breve historia de la narrativa colombiana. Siglos XVI-XX.