Cuentos de hadas olvidados

Ana Laura Pazos González

‟Ya te dije que no tengo nuevos libros de cuentos, ni los tendré en lo que resta del año, así que mejor vete a cazar ranas o a matar ciempiés.”

Ana Laura Pazos González. Foto cortesía.

Ana L. Pazos González. Foto: cortesía de la autora.

Mauricio miró al dependiente de la librería con una mezcla de decepción y desasosiego en los ojos, resopló y se fue por donde había venido. Era primavera y los jardines resplandecían como cofres abiertos: alfombras de césped brillante, aterciopeladas rosas color espinela, lirios blancos como el mármol, y celestinas abiertas de par en par: flores azul cielo que sólo crecían en esas tierras. En el jardín de su casa, en cambio, se extendía una pastura amarillenta y nada más.

Su padre masticaba una espiga de trigo y escondía el rostro enjuto detrás de un periódico. Casi no hablaba pero cuando lo hacía, a la cocinera y a Mauricio les daba insomnio.

—Aquí nada crece por la maldición, que pronto también caerá sobre nosotros—dijo aquella noche sin salir de su escondite. Ellos no sabían en qué consistía la maldición pero sus palabras, pronunciadas con voz grave y helada, siempre hacían que les sudaran las manos. La cocinera, redonda como un polvorón, se preocupaba por el niño y sacrificaba parte de su salario para que Mauricio pudiera comprar libros de cuentos de hadas, que solían tranquilizarlo más que las infusiones de valeriana y las pastillas color de rosa que le daba a tomar su padre. Sin embargo, Mauricio ya había devorado todos los libros en español que vendían en el pueblo y, de momento, estaba condenado a la vigilia.

Calentito en su cama, cerró los ojos pensando que la maldición vendría por él disfrazada de una mujer muy hermosa. Y, como si la hubiera conjurado, escuchó una voz entre aguda y grave: ‟Ven al jardín, niño insomne, pero hazlo solo. Si traes a la mujer gorda, yo lo sabré y perderás tu oportunidad de dormir esta noche…” Mauricio abrió los ojos y se puso a reflexionar: ‟Es la maldición o es el Diablo, pero también existe la posibilidad de que yo esté equivocado”. La voz repitió la cantaleta y, harto de escucharla aunque muerto de miedo, Mauricio decidió salir al jardín.

Ahí lo esperaba una criatura vegetal. Tenía el tallo grueso, como el de un árbol, brazos de mazorca y manos con dedos verdes y largos. El rostro enfurruñado era oscuro y desentonaba con los pétalos amarillos que lo circundaban. Era un girasol monstruoso que se fumaba un cigarrillo.

—Sé que ya leíste todos los cuentos de los Hermanos Grimm, los de Perrault, los de Hans Christian Andersen y hasta los antiguos cuentos de hadas egipcios. ¿Qué harías si te dijera que existen quinientos cuentos de hadas que permanecieron ocultos por ciento cincuenta años, y que sólo yo puedo contártelos?[1] —preguntó la criatura, mientras exhalaba figuras de humo.

Mauricio sintió frío y calor al mismo tiempo.

—¿Cómo sé que no me estás engañando? —replicó. —Franz Xaver Schönwerth es el nombre del folclorista que escuchó los cuentos de boca de los campesinos de Oberpfalz, y fue él quien los reunió en tres volúmenes. Los mentirosos no suelen ser tan específicos…

—Claro que sí, por eso consiguen salirse con la suya —contestó Mauricio, con los ojos entornados y las manos en la cintura. —Puedes creer en mis palabras o resignarte a una vida de insomnio.

Los ojos de la criatura resplandecieron como dos fogatas que iluminaron el pasto moribundo. Mauricio los miró fijamente.

—Está bien, cuéntame los cuentos, pero si me estás engañando te cortaré las piernas con un hacha. —Por eso, de entre todos los niños del pueblo, te elegí a ti. Eres audaz y precavido a la vez. En los cuentos de Schönwerth, en lugar de las princesas, destacan los héroes masculinos[2], quienes deben soportar toda clase de penurias y enfrentar a sus brutales padres, como hizo el príncipe de los rizos de oro y como deberás hacer tú…

—¿Quién es el príncipe de los rizos de oro? Cuéntame su historia. —No va a ser tan fácil —dijo la criatura, mientras apagaba el cigarrillo en su lengua húmeda y bífida—. Si voy a pasar quinientas noches aquí, me voy a sentir muy solo. Necesitaré amigos, compañeras… Éste es el trato: debes imaginar una flor que yo nunca haya visto, y luego buscar una semilla de cáñamo, de granada o de girasol (de ésas que guarda la cocinera) y plantarla en el jardín. Si la flor crece, yo traduciré los cuentos de Schönwerth del alemán al español [3] y te los contaré, uno cada noche. Pero si no lo hace, la maldición de la que habla tu padre caerá sobre ustedes como un relámpago.

Mauricio sopesó razones. Si aceptaba la oferta, podría escuchar las historias de ese misterioso cuentista alemán y dormir como un minino; si no lo hacía, su mayor miedo finalmente se manifestaría en la realidad. Concluyó que si la maldición iba a llegar tarde o temprano, lo mejor era que lo hiciera de una buena vez; así dejaría de pasar las noches en vela pensando en algo que quizá no era tan terrible.

—Acepto el trato, Girasol— Mauricio alargó el brazo para estrechar la verde mano de la criatura. —No vuelvas a llamarme así. Mi nombre es Flaviano.

Mauricio era bueno para imaginar cosas. Concebir en la pantalla de su mente una flor que el monstruo vegetal nunca hubiera visto sería cosa fácil. Pero, ¿cómo esperaba ese cabeza de girasol que algo creciera en aquel terreno muerto? Tal vez Flaviano tenía poderes mágicos —como el hada que otorgaba inteligencia a las personas feas y belleza a las personas estúpidas en el cuento de Charles Perrault ‟Enriquete, el del copete”— y daría vida a la flor imaginada.  Se presentó ante la criatura al anochecer del día siguiente con varias propuestas y un puñado de semillas en el bolsillo: ‟una flor de pétalos lunares con un ojo luminoso en lugar del receptáculo con el que pueda ver el futuro de los niños”. ‟Vi una de esas hace dos primaveras”, contestó Flaviano, mientras se arrancaba un grano seco del brazo de mazorca. ‟Una flor de prismas de colores que llenen de luces el jardín”. ‟¿En serio, niño?”, preguntó el monstruo con los ojos como dos ascuas. Mauricio dijo con voz temblorosa: ‟una flor de pétalos color plata cerrados en forma de huevo que contenga todas las flores del mundo”. Los ojos de Flaviano se apagaron hasta convertirse en un par de suaves dientes de león. ‟Ahora planta la semilla y hazla crecer”, ordenó, y lo que había comenzado como una llovizna se convirtió en tormenta.

Pasaron los días y nada crecía en el jardín, a no ser una pastura amarillenta. Mauricio, resignado, se tendió en la cama a esperar que la maldición cayera sobre él. Entró en un estado de duermevela y escuchó su voz mezclada con otra, aguda y grave al mismo tiempo, que decía: ‟No basta con tener imaginación, también hay que creer con el corazón”. En sueños, Mauricio vio una semilla que germinaba y crecía hasta convertirse en un huevo de pétalos plateados que resguardaba todas las flores del mundo en su interior. Todavía con los ojos cerrados, sintió que alguien le hacía cosquillas en la nariz con una pluma de ganso —o quizá con una hoja fresca—, lo cual le provocó un tremendo estornudo que hizo que los pétalos de la flor primordial se abrieran, liberando incontables flores distintas que fueron descendiendo de los aires hasta enraizarse en el mortecino suelo. Mauricio sintió una felicidad absoluta. Hubiera deseado quedarse en el sueño por siempre, pero la cocinera lo despertó. Gritaba como si la estuvieran matando. No la encontró en la cocina, así que salió al jardín: ahí estaba ella, intentando no pisar ninguna flor con sus gordos pies, y también su padre, que se daba golpes en la cabeza calva con un periódico enrollado: ‟No vuelvo a beber ginebra, ni whisky”, repetía con la expresión hueca de un pájaro dodo.

Como una reina, la flor huevo-primordial extendía sus flamígeros pétalos hacia los cuatro puntos cardinales, rodeada por una infinidad de cortesanas de diferentes tamaños, colores y formas. El perfume de todas ellas viajó por los callejones del pueblo y comenzó a atraer a los curiosos.

—No basta con tener imaginación, también hay que creer con el corazón —dijo Flaviano, cuyo rostro se perdía entre el ejército de flores—. Como superaste mis expectativas, no sólo voy a contarte los cuentos de Schönwerth, también los de Theodor Vernaleken, Joseph Haltrich, Emmanuel Cosquin, y de tantos otros folcloristas cuyos cuentos permanecen olvidados.

Esa noche, mientras su padre telefoneaba al psiquiatra y la cocinera preparaba un pastel de rosas, Mauricio escuchó el cuento ‟El rey Rizos de Oro”, de Franz Xaver Schönwerth: la historia de un niño que decide liberar al gigante que su padre, el rey, había capturado. Dominado por la ira, el padre de Rizos de Oro manda decapitar a su hijo por haberlo hecho quedar en ridículo frente a sus invitados, quienes esperaban, con morbo, poder ver a la extraña criatura. Los sirvientes, encargados de matarlo, se compadecen del príncipe, lo dejan en libertad y presentan la lengua y el ojo de un perro ante el rey como evidencia del asesinato. Rizos de Oro huye, se hace pasar por un jardinero, y se casa con la hermosa princesa de una tierra lejana. Con la ayuda del gigante, encuentra un jardín encantado, con árboles de oro y frutas hechas de piedras preciosas, donde consigue manzanas del paraíso y la leche de una serpiente, las cuales tienen poderes curativos; también gana la guerra a favor de su suegro, monarca de aquella región. Tras la muerte del padre de Rizos de Oro, unos mensajeros llegan al palacio para dar la noticia y declarar rey al hijo de éste, pues se han enterado de sus hazañas. Entonces Rizos de Oro descubre por primera vez el cabello dorado que había mantenido oculto, demostrando así su identidad, y se convierte en soberano del reino que lo vio nacer.

Había tantos cuentos de hadas nuevos para Mauricio, que descubrió uno distinto cada noche de su vida. Nunca volvió a padecer insomnio, pues comprendió que la maldición existía sólo en la atormentada mente de su padre, quien hasta su muerte creyó que el paraíso que circundaba su casa era una monumental alucinación.


Fuentes citadas

[1] En 2010, fueron descubiertos quinientos textos —mitos, leyendas, anécdotas y cuentos de hadas— recopilados por el historiador y folclorista alemán Franz Xaver Schönwerth (1810-1886) durante su viaje por Oberpfalz, Baviera, en Alemania. Como hicieron los Hermanos Grimm en la comarca de Kassel, Schönwerth entrevistó a los campesinos de dicha región para escuchar de viva voz las historias que, durante generaciones, se habían transmitido oralmente para preservar el folclore y la sabiduría popular.

[2] Durante el siglo XIX, debido al nuevo estilo de vida que exigía la industrialización, la tradición narrativa dejó de ser una actividad que involucraba a toda la familia, y los cuentos de hadas comenzaron a ser contados por las madres y las nanas a los niños antes de la hora de dormir. Se piensa que las narradoras preferían las historias en las que destacaban las heroínas, por lo que los cuentos protagonizados por héroes masculinos tuvieron dificultades para sobrevivir.

[3] En 2011, se publicó una selección de cuentos de Franz Xaver Schönwerth —en su idioma original— bajo el título Prinz Roẞzwifl (Príncipe Escarabajo). Apenas un puñado de ellos ha sido traducido al inglés y sólo un par ha sido traducido al español por entusiastas de los cuentos de hadas.


Ana Laura Pazos González, mexicana, es escritora y directora de la revista cultural mexicana Bicaalú. Cuenta con estudios de Maestría en Humanidades por la Universidad Anáhuac, México. Autora del libro “Parvada blanca en la ciudad” (Editorial Jus, México, 2011). Recomendamos visitar: http://www.bicaalu.com/

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