Giorgio Manganelli
Traducción de Rodrigo Jardón Herrera.
La única objeción razonable, a mi modo de ver, de la reciente victoria conseguida por el equipo de los Granaderos de la ciudad de México en contra de la comitiva de estudiantes (se habla de setenta u ochenta contra dos o tres –el resultado exacto está por definirse, pero en cuanto al éxito, no hay dudas) es que el encuentro se desarrolló de forma deportivamente no del todo recta.
Si, como todo lo indica, los Granaderos fueron entrenados a partir del hermoso culto deportivo de la victoria, tendrían que concurrir en que los discapacitados que le impusieron al equipo de los estudiantes, por si fuera poco de forma tan repentina y sin la supervisión de árbitros establecidos y admitidos (lo que provoca, entre otras cosa, la incertidumbre sobre el marcador exacto de la victoria, que finalmente no beneficia el prestigio deportivo de los Granaderos) limitaron considerablemente desde el inicio la posibilidad de un juego articulado y dinámico; por lo tanto, si no se trata de mala educación, tendríamos que hablar de comportamiento poco deportivo.
Ciertamente, ninguno de nosotros quiere levantar objeciones en términos de rectitud: desde siempre, por costumbre y derecho, sabemos y reconocemos que los dirigentes del Estado –que nos gusta en este momento imaginar como un gran Estadio, en el ámbito del cual se llevan a cabo las competencias y la concurrencia de los ciudadanos– tienen la facultad de imponer laceraciones distintamente onerosas a sus súbditos, con límites muy poco mesurables, y en condiciones forzosas para los destinatarios; que pueden, en fin, darles puntapiés –mas no recibir– “llevárselos de calle” como se dice en términos futbolísticos, interrogarlos sobre lo que piensan, a dónde van o pretender ir, darles del tú, golpearlos, encarcelarlos; en fin, con los medios adecuados generar las condiciones para el inevitable deceso. El ius angariae es una cosa tan sancionada y santa que las eventuales y, por lo general, esporádicas quejas de los ciudadanos, no pueden más que presentársenos como síntomas de la incapacidad de ver las cosas en su justa prospectiva histórica; de hecho, a mi parecer, es una verdadera zafiedad mental, sino más bien de pura y simple maldad, esa “coacción a desobedecer”, que las madres bien conocen gracias a sus indóciles hijos. De hecho, no negarán los ciudadanos que la existencia de esas costumbres, indudablemente vejatorias, funge como arras y prueba de continuidad, orden; en fin, de garantizada y económica gestión de ese gran Estadio en el ámbito del cual los ciudadanos realizan sus pequeñas, privadas competencias. Si, por otra parte, los ciudadanos contaran con una cultura media, podríamos sugerirles la lectura de los Clásicos del Pensamiento, en los que se demuestra de qué manera la prisión, y sólo la prisión, nos hace libres.
Por tanto, las carencias del ciudadano, de las que se discurría a propósito del encuentro mexicano, no sólo se admiten, sino que son del todo correctas; nuestra objeción en cuanto a la victoria de los Granaderos –de la cual, no dudamos, vendrán más– es más de estilo, de animus, no tocante a lo legal.
Por otra parte, no podemos negar que también en otros lugares el sano espíritu deportivo ha sido maculado a causa de algunos comportamientos no del todo impecables; por ejemplo, el reciente encuentro ruso-checoslovaco les pareció a algunos expertos un poco confuso, incluso tedioso; y si bien, es cierto que en el amor y el deporte se hace todo lo posible por ganar, también es cierto que el deportista busca un juego limpio. En cuanto al encuentro que enfrentó a los atletas estadounidenses contra los nativos de Vietnam, no podemos negar que hayan asistido árbitros reconocidos y competentes; sin embargo, el interés del encuentro es limitado por el hecho, que me parece no ha sido lo suficientemente recalcado por parte de nuestros deportistas, de que se trata de un encuentro entre profesionales y amateurs; el hecho de que los profesionales, como suele suceder en estos deportes, no se muestren al largo plazo ni brillantes ni eficientes, no demerita la objeción de fondo.
A nosotros nos parece no sólo bello, sino significativo, e incluso noble, que las Olimpiadas hayan sido huéspedes de una ciudad en la que tan recientemente se llevó a cabo una tan impetuosa –al punto de mellar los límites de la tradicional rectitud latinoamericana– batalla de atletas de bandos opuestos: estupendo decatlón, que conjuntó persecución, carrera en terreno plano y con obstáculos, salto de altura y de distancia, prueba de galera, escalada, esgrima, pugilato; incluso, tiro al blanco. Nada puedo pensar más exquisitamente olímpico y, con las reservas antes señaladas, más típicamente deportivo. Confieso que no entiendo la perplejidad de los que hablan de una “pacífica fiesta deportiva”, y que se molestan a causa de esos súbditos muertos en el transcurso de un encuentro bastante tradicional. ¿Fiesta pacífica? ¿Pero a caso no todo el animus deportivo proviene de un origen bélico? ¿A caso no se habla en términos de adversarios, enemigos, pérdida, victoria, triunfo, vencidos? ¿No hay alianzas, pactos públicos y secretos? ¿No nos provoca alegría la victoria de los Nuestros –¡los Nuestros!? ¿No les recuerda nada este término brutal e infantil? ¿No se refiere totalmente con escarnio, con indignidad, al enemigo derrotado? ¿O, a caso, no se le vilipendia con el desdeñoso estrechar de manos? ¿Si no queda de otra, no disfrutaremos esa exquisita y delicada felicidad entre todas las deportivas, de ver cómo alguien ha vencido a un adversario que nos parece especialmente “odioso”? Basta con observar los nombres de estos equipos: no domésticos, rurales títulos de círculos pueblerinos; ¡oh no!; son grandes y solemnes los nombres que con todo derecho abanderan; se llaman Estados Unidos y Rusia e Italia y Francia, etcétera. Los Grandes Estados, las Naciones, los Continentes, las Razas, se retan, se enfrentan, se provocan, a través de sus anónimos ciudadanos, sus devotos, obedientes atletas.
Y observen a esos jóvenes, que de cada rincón del planeta confluyen en la fiesta violenta de las Olimpiadas. No se reúnen estos jóvenes, como se podría sospechar, conociendo la facilidad emotiva de las inmaduras generaciones, para abandonarse a excesos de viandas y bebidas, danzas o desordenadas licencias sexuales. ¡Oh no!, hipnotizados por el basilisco de la victoria, ellos reniegan de esas indulgencias de la gula y la libido que languidecen el suave cuerpo; se piensan y se cultivan ásperos y secos; renuncian a las pasiones privadas; saben que fueron elegidos como los mejores de su Estado, saben que en la patria lejana, vejados y vejadores finalmente, hermanados los observan. Y creo que hemos dicho todo lo necesario a cerca de la figura mitológica del atleta, cuando recordemos que no hay elogio mejor que llamar a alguien “valiente”; que al victorioso se le dan trofeos y medallas; por lo tanto, reconociendo en ellos el perfil anónimo en el que se confunden al Alumno Asesino y al Alumno Cadáver: el Soldado.
No hay sentimiento típico de las relaciones entre ciudadano y Estado y entre Estado y Estado que no encuentre su miniaturizado pero indudable símbolo en las hermosas pruebas deportivas. De hecho, si reconocimos la cualidad bélica del lenguaje deportivo, no nos será difícil constatar cuán deportivo es el lenguaje de la guerra. ¿No se habla de competencia de armamentos, llegar primero a alguna meta catastrófica y decisiva, derrotar al adversario –que nunca faltará, porque todos son adversarios– en la carrera hacia nuevos inventos y entramados de potencia? ¿Pero no podríamos entonces, quizás un poco audazmente, ver en aquellas minúsculas competencias no sólo el símbolo de estas otras, un poco más espaciadas pero rigurosamente homogéneas, sino también una más amplia alegoría de la admirable competencia en la que todos, súbditos de estos Estados, nos empeñamos: la siempre más rápida competencia para llegar primeros a la muerte? Todos, de alguna forma atletas, buscamos palpar, cultivar dentro de nosotros, nuestro duro esqueleto; como aquellos atletas lo hacen con sus efímeros cuerpos; calculamos, nos agobiamos, nos engañamos con tal de que a nosotros, a nosotros solos, nos toque ensalzar la hermosa, triunfal antorcha en la que despunta la flama olímpica.
Quizás el amor al deporte me traicionó; mas no puedo no exaltarme, reconociendo cómo el destino de este planeta, en torno al cual rotan perplejos discos voladores provenientes de los espacios gélidos e inhóspitos, se resuma en el emblema geométrico y duro del Estadio, en el que se enfrentan los valerosos atletas, minuciosamente preparados, esbeltos en la medida exacta, sexualmente abstemios, los mejores hijos, los Nuestros.
Nota del editor: Giorgio Manganelli (1922-1990), licenciado en Ciencias Políticas por la Universidad de Pavia. Escritor, crítico, periodista, ensayista y traductor italiano. Fue profesor de Literatura Inglesa en la Universidad La Sapienza de Roma. Trabajó para la RAI, y cultivó la crítica literaria en diversos periódicos como Il Giorno, La Stampa o Il Corriere della Sera. Hizo una gran labor como traductor y también trabajó para diversos grupos editoriales como asesor. Miembro del movimiento Neovanguardista italiano, publicó ensayos y novelas, caracterizados por su escritura barroca y compleja.
Rodrigo Jardón Herrera, mexicano, egresado de la licenciatura en Letras Modernas Italianas de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, con especialidad en Traducción. Fue miembro del comité organizador del IV Coloquio para Estudiantes de Letras Modernas, donde presentó el trabajo: “Giorgio Manganelli y los ilimitados caminos de la locura”. Asimismo participó en la quinta edición de ese coloquio con la ponencia: “Teorema: el luminoso pesimismo. La fragmentación humana dentro del capitalismo, según Pier Paolo Pasolini”.