No se hagan güeyes

Fernando N. Acevedo

Ofensivo el título, ¿no les parece? ¿Sí? ¡Ah, qué interesante! Déjenme decirles algunas cosillas, a ver si es cierto que les parece ofensivo.

Ilustración: JOSÉ SANTOS / The Drop.

Ilustración: JOSÉ SANTOS / The Drop.

Mi madre narra que en algún momento de su infancia, dos de sus hermanos peleaban por algo. De pronto, uno de ellos calificó al otro como ‟menso” y mi abuelo, famoso en Orizaba (en el Estado de Veracruz, México) entre otras cosas por no decir jamás una mala palabra, reprendió a quien a la postre sería mi tío o tía diciéndole que ‟a nadie se le debe llamar ʽmensoʼ porque es como calificarlo de retrasado mental”.  

No juzguen mal a mi abuelo. Si bien tenía un carácter muy serio, era un buen hombre; pondría mis manos al fuego por defender que él no consideraba el retraso mental como algo malo, bajo y ruin, sino más bien como un estado que no debería deseársele a nadie. Hoy día, ese tipo de discusiones entre hermanos se solucionan con un ‟pendejo” bien puesto.

No sé si esperar que muchos de ustedes, lectores de este artículo, estén riendo o sonriendo en este momento. Si lo hacen, pregúntense por qué el abuelo del autor consideraba el calificativo ‟menso” como una ofensa grave y, en cambio hoy, un ‟pendejo” —ofensa tanto o más grave— se nos resbala tan fácilmente.

Recuerdo que, al regresar de Italia para integrarme a la vida de la Ciudad de México, temía que mi urbe no me reconociera, que me fuera hostil. La primera vez que salí de casa y tomé un transporte de los que llamamos ‟pesero” (colectivos que cobraban un peso el pasaje cuando comenzaron a dar servicio; de allí el nombre que aún persiste no obstante que los más económicos cobran ya tres pesos con cincuenta centavos), lo hice con la sonrisa, la amabilidad y toda la carga de buenas vibraciones que pude para lograr que la ciudad me volviera a acoger de la mejor manera posible. Así fue afortunadamente, pero también me tocó escuchar algo que en su momento me pareció inverosímil, pues era poco común cuando me fui. El chofer venía platicando con un amigo suyo, y todos los pasajeros fuimos testigos de una charla muy parecida a la que invento a continuación:

—Oye güey qué onda güey ya hiciste eso güey

—No güey

—Güey Y por qué no güey Te digo güey de verdad que eres bien güey güey

—No manches güey te pasas conmigo güey te dije que le voy a echar ganas güey

—Pues no parece güey Yo nomás me entero de que esta vez no agarras la chamba por hacerte güey con lo de sacar tus papeles y te parto tu madre ahora sí güey

Debo detenerme, aunque les juro que luego de escuchar algo muy parecido a esta introducción a la nueva Ciudad de México, comencé a contar los ‟güey” con ayuda de mi madre, quien ya ni se espanta ni se ofende: llegamos casi a los cuarenta… ¡en menos de tres cuadras!

Les pido perdón por la redacción de la plática, pero está hecha así a propósito para un pequeño experimento: sustituyan los ‟güey” con signos de puntuación según lo crean conveniente, y verán que los alegres amigos, a punta de güeyes convertidos, tendrían un diálogo estilísticamente correcto. Vean si no:

—Oye, ¿qué onda?, ¿ya hiciste eso?

—No.

—¿Y por qué no? Te digo, de verdad que eres bien güey.

—No manches, te pasas conmigo, te dije que le voy a echar ganas.

—Pues no parece. Yo nomás me entero de que esta vez no agarras la chamba por hacerte güey con lo de sacar tus papeles y te parto tu madre ahora sí.

‟Güey” es una deformación de ‟buey”, animal al que se le atribuyen características de fuerza y aptitud para el trabajo pesado, pero también de una mansedumbre a prueba de todo. De allí que llamar a alguien ‟buey” o ‟güey” sea atribuirle, por extensión, el ‟menso” tan repudiado por mi abuelo. Y es que es menso —o sea, güey— el que se deja de otros, el que no piensa, el que se pierde, el que se equivoca, el que no puede.

Mi argumento es simple: el güey que hoy encontramos hasta en la sopa y que sirve a los amigos para no usar comas ni signos de interrogación en sus pláticas, antes era una verdadera ofensa. En mi niñez, llamar güey a un amigo implicaba hacerse acreedor de una paliza a la salida de la escuela. Hoy, además de usarse como lo hacen nuestros amigos del pesero, la madre lo usa para reprender al hijo que obtuvo mala nota en la escuela —¡Ay, hijo, eres bien güey! —, para aconsejar al amigo —No seas güey, mejor compra ése—, para preguntar por un desconocido —Oye, ¿quién es ese güey?— o incluso para reclamar a un pasajero en el metro — ¡Órale, güey! ¿No ve que me está pisando?

Pienso que ya es tal la fuerza de la costumbre en el uso que le damos a palabras como ésta, antes consideradas un insulto, que ya las adoptamos como algo natural. Y dirán que es normal, que el lenguaje evoluciona y adopta nuevas formas… pero llamo su atención hacia casos similares en otros ámbitos: nos estamos acostumbrando de la misma manera a ver como cotidiano y normal a las guerras, a la pobreza, a la indiferencia, a los malos tratos, a que los temas importantes nos importen poco, a la falta de educación y de civismo. Todas ellas son cosas que deberían ofendernos como seres humanos y que, sin embargo, no lo hacen más. Terrible, ¿verdad?

Tengo el vicio del cigarro y por ello salgo de la oficina para fumar. Lo enciendo y, mientras fumo, observo. Choferes de peseros que se pasan la luz roja del semáforo porque tienen prisa de subir más pasaje, o que bajan al pasajero donde se les da la gana y no en las esquinas; automovilistas que escucharon alguna vez que la vuelta a la derecha es continua y, con media regla de tránsito bajo el brazo —la otra mitad dice que siempre y cuando no vengan autos ni haya personas cruzando la calle sobre la que se va a dar vuelta—, instigan a bocinazos a los peatones no obstante que lo hagan con todo el derecho del mundo yendo sobre el área designada para ello; gente que tira cualquier cantidad de basura en la calle —y administradores públicos que no colocan un bote de basura en kilómetros a la redonda, salvo en el centro de la ciudad.

Dicen que decía mi bisabuelo paterno ya algo borracho, a viva voz y en plena cantina: ‟No sé qué tengo en los ojos que puros güeyes veo.” Pero nunca faltaba quien, con pistola en la cintura, le respondía: ‟Pues váyase con cuidado, don Tiburcio, que de eso se mueren muchos.” Ante esos argumentos, no queda de otra que mejor hacerse güeyes, ¿verdad?

Nota del editor: Texto publicado en la revista cultural mexicana Bicaalú, número 42, noviembre, año 11. Se reproduce en el Mexican Cultural Centre con la autorización del autor. 

Fernando N. Acevedomexicano, es Analista en Sistemas de Información. Ha publicado cuentos, artículos de recomendaciones discográficas, poemas, traducciones en el suplemento Confabulario (1ª. temporada) del periódico Novedades, así como en el suplemento Guardagujas del periódico La Jornada Aguascalientes. Desde diciembre de 2011, publica textos sobre cultura general en la revista Bicaalú. A partir de mayo de 2013, participa como co-conductor del programa Labios de Tinta, transmitido semanalmente en streaming por radiotv.mx. Asistió en diversas épocas a talleres de creación literaria impartidos por Edmundo Valadés, Agustín Jiménez y Gabriel Bernal Granados. A manera de ejercicio, ha traducido del italiano al español textos de autores como Italo Calvino, Giovanni Papini, Alessandro Baricco, Umberto Eco, algunas versiones italianas de Daniel Pennac y, sobre todo, dos libros del guionista y poeta Tonino Guerra. Actualmente se desempeña como Analista Senior para la Empresa Libélula Consultoría Digital.

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