Imágenes de la Literatura Latinoamericana en el extranjero

Adolfo Castañón

Mientras traducía el libro de George Steiner titulado Después de Babel. Aspectos del lenguaje y de la traducción, me asaltó varias veces la tentación de corregir al autor o de completar su exposición con algunas notas al pie con menciones a los autores y obras de la cultura escrita en lengua española.

Adolfo Castañón.   Fotografía de: Jorge Dávila, Icoavs, AML.  http://www.academia.org.mx/Adolfo-Castanon

Adolfo Castañón.
Fotografía de: Jorge Dávila, Icoavs, AML. http://www.academia.org.mx/Adolfo-Castanon

Si no recuerdo mal, en el libro que cuenta más de medio millar de páginas sólo se menciona a tres escritores de nuestra lengua: al filósofo José Ortega y Gasset y a los escritores y poetas Jorge Luis Borges y Octavio Paz. Este desdén por la cultura española es una cuestión común y corriente en el ámbito de la crítica literaria y de las ciencias sociales y resulta quizá una herencia o un reflejo de la tenaz leyenda negra que hizo de la cultura española un continente perdido o desaparecido. Desde luego, hay razones de peso para explicar de algún modo esta situación: en España y sus colonias filiales quedó trunco a partir del siglo XVI el cultivo de la tradición clásica y la traducción de autores griegos y latinos se volvió oficio arriesgado gracias a la Inquisición. Los autores exponentes del nuevo experimentalismo intelectual —como Francis Bacon y Montaigne— no pudieron ver la luz oportunamente en nuestra lengua, mientras que el camino que llevó a Corneille, Racine y Moliere a inspirarse en Lope de Vega, Juan Ruiz de Alarcón, no tuvo camino de vuelta, y la cultura barroca hispánica se asfixió en los humos y cenizas de su propio apogeo. 

Al traducir a George Steiner, iba apareciendo ante los ojos de mi mente un abigarrado y animado paisaje crítico: en efecto sería apasionante escribir una historia de la traducción en los países de lengua española y portuguesa. Apasionante pero también decepcionante pues esa historia sería también una relación de ocultamientos y disimulaciones, una historia soslayada o del arte de soslayar, literalmente una criptografía histórica que terminaría buscando arcos de piedra perdidos en el páramo. Esa historia tiene dos vertientes: de un lado estarían las imágenes de la literatura latinoamericana en el extranjero; del otro, las obras de la literatura y el pensamiento europeos y americanos injertados en la América española y portuguesa.

De un lado, el teatro de la recepción europea de Gabriela Mistral, Miguel Ángel Asturias, Pablo Neruda y Octavio Paz —para sólo atenernos a los Premios Nobel. Del otro, el archipiélago de traducciones que se despliegan sobre el continente como ciudades invisibles que rectifican a las ciudades reales: ayer, por ejemplo, Benjamin Constant, Alexis de Tocqueville, Edmund Burke, los textos del Federalista, Max Weber y Norberto Bobbio en América Latina y hoy el pensamiento de François Furet, Edward Said, Jürgen Habermas. Traducción y recepción: los términos remiten a un idioma regido por las leyes de la hospitalidad intelectual.

El traductor —dice Valery Larbaud— está sentado en el último lugar: cuando le toca sentarse en algún lugar añadiríamos nosotros, pues suele suceder que en las bibliografías desaparezca el nombre del traductor. La gente no siempre se da cuenta de que está leyendo no a Montaigne sino a Constantino Román y Salamero, no a Max Weber sino a José Medina Echavarría, no a Carlos Castaneda sino a Juan Tovar.

En otro sentido, no siempre se tiene conciencia en Hispanoamérica de cuán indispensables han sido los traductores y estudiosos de sus letras. De Roger Caillois a Claude Fell, de Gregory Rabasa a Suzanne Jay Levine, Borges, Fuentes, García Márquez, Manuel Puig, deben como es obvio no poco a sus traductores pero ¿quién piensa en Jean Clarence Lambert o en Helen Vendler al hablar de Octavio Paz?

El auge editorial comercial nos hace perder de vista las traducciones hechas por amistad, gusto, simpatía. En esta categoría es irrenunciable la traducción de poesía pues es ahí donde se ponen a prueba como en un laboratorio las soluciones del idioma. El poema es el órgano vivo que pide traducción para despertar en otro idioma. El traductor vive sin cesar en otros: es un desposeído de sí mismo y un poseído por lo que traduce. El traductor tiene delante quien lo guíe. Por eso tiene la obligación de dar mejores pasos. Una obra, al ser traducida, inventará o encontrará un mundo de recepciones enteramente distinto del que lo vio nacer. Pero ese mundo, por distinto que sea, buscará reproducir la recepción inaugural o impondrá una recepción inaugural. La expresión suscita representaciones de muy diverso orden. Imagino librerías inmensas en las cuales, en un rincón, aparecen algunas obras escritas en español por autores latinoamericanos.

Recuerdo un anfiteatro en el Norte de Estados Unidos lleno de estudiantes mitad gringos, mitad “hispanos”, como ellos dicen, a cual más interesado por la latinidad criolla: los dos estudiantes sobresalientes son una enana joven riquísima y muy simpática y un mexicano alto y con granos en la cara que estudia para recobrar el país que perdieron sus padres. Evoco bandas de suecas y finlandesas, mujeres de gran tamaño y manazas de carnicero, que se abrigan con chamarras de alpaca y de vicuña mientras se inclinan hacia abajo para abrazar a sus maridos que hablan con acento quechua y tienen cara de ídolo prehispánico.

Imagino las transacciones millonarias entre una editorial y otra para llevarse a un best-seller latinoamericano, lo cual le permitirá a él terminar de pagar el departamento de su madre en su arrabal del trópico sub-húmedo latinoamericano. Imagino ruidosas fiestas en Embajadas latinoamericanas. Periódicos donde se ven abrazados el Dictador y el Escritor. Recuerdo las mesas de las librerías de viejo en cualquier ciudad latinoamericana donde las celebridades de ayer se decoloran a sol y a sombra. Busco inútilmente en mi memoria la hora y el lugar donde se adjudican en subasta los manuscritos de los escritos latinoamericanos, como en Sotheby’s o en Druot de Kafka, Breton y Eluard. ¿No es curiosa la ansiedad, el nerviosismo con que se habla del éxito internacional de nuestras letras? Y tanto estudiar a Azuela, Fuentes o Paz para que resulte que una Laura Esquivel con su Como agua para chocolate o un Paulo Coelho con su Alquimista venden en un año lo que todos ellos juntos en toda la vida.

Estas imágenes y anécdotas pueden, desde luego, aumentar y multiplicarse: un sueco recitando de memoria a Sor Juana en un invernal Estocolmo, una española diciendo de memoria Piedra de sol mientras amanece en Madrid luego de una trasnochada, una banda de jóvenes bohemios en el Metro de París jugando a rehacer Rayuela, un simposio sobre la literatura mexicana en Alabama donde la ensalada combina escritores de Chile (políticamente comprometidos), de dulce (triunfadores light) y de manteca (best-sellers).

Todas estas imágenes comparten un horizonte: una especie de complejo de inmadurez. Cierto: como en América Latina nadie —salvo nosotros: algunos de nosotros— toma en serio la literatura lo serio es la guerra, el crucifijo, la política y el football, la corrupción, el financiamiento ilegal de los partidos, los muertos, los desaparecidos mientras la literatura en realidad no es tan importante, salvo para quienes organizan los premios que la promueven. ¿Podría, por ejemplo, aplicarse a América Latina la frase que Paul Valéry dirigiera a Mallarmé: “aunque en apariencia no tenga usted noveles lectores, en cada ciudad de provincia en Francia hay un adolescente fervoroso dispuesto a dejarse sacrificar por usted”? ¿Cuántos adolescentes latinoamericanas estarían dispuestos a hacerse despedazar por Jorge Luis Borges, Pablo Neruda, Octavio Paz, José Lezama Lima, Alfonso Reyes, Gonzalo Rojas, Blanca Varela?

Medio siglo después de que Alfonso Reyes dijera: nosotros hispanoamericanos, hemos llegado tarde al banquete de la civilización —pero al fin y al cabo hemos llegado— aparece el famoso y sobado Boom, en parte asociado a la boga latinoamericana desencadenada por la Revolución Cubana. Reyes, Lezama, Teresa de la Parra, Azuela, Borges, Bioy, Paz fueron anteriores al mentado fenómeno editorial pero éste ganó los mercados con obras que, independientemente de la calidad, rompieron el aburrimiento en que se debatía una novela que el Nouveau Roman ya había condenado en vano a muerte. La lección que se puede sacar a partir del éxito internacional de las obras como del primer Fuentes y el primer Vargas Llosa, las de Cabrera Infante y Manuel Puig en que la experimentación era lícita siempre y cuando incluyera colores locales, alusiones regionales, violencia, guerra, guerrilla, fotonovela, carnaval, vida nocturna, magia, selvático sexo y caudillos.

El éxito arrollador de algunos de estos autores nos lleva a preguntar hasta qué punto el éxito comercial está relacionado con los sabores regionales. La poca o relativa suerte editorial en el extranjero de autores de gran envergadura y alta calidad como Juan García Ponce, Salvador Elizondo o Sergio Pitol, para hablar de México, o de José Bianco, H. A. Murena, Manuel Mújica, el propio Bioy, de Pedro Gómez Valderrama o Ricardo Cano Gaviria en Argentina nos hacen preguntarnos hasta qué punto las etiquetas de legitimación local ayudan a construir en el horizonte de una literatura unidimensional la imagen de un escritor. Sin embargo, esta conversación corre el riesgo de girar en círculos viciosos y llevarnos a argumentaciones espúreas del tipo: sólo importan en el extranjero los autores comerciales (entiéndase populares y baratos), mientras los autores difíciles y exigente tienen natural y justamente poco público. Quizá convendría para limpiar estas telarañas descansar un poco la vista en el espejo negro de la memoria.

¿Qué es la América Española y Portuguesa? ¿Culturalmente hablando dónde está la literatura hispanoamericana? No se puede soslayar el hecho de que descendemos de una cultura —la hispánica y portuguesa— que le dio la espalda a la modernidad mediante la Contrarreforma que expulsó a los árabes y a los judíos de su territorio, que abrió la Inquisición al mismo tiempo que clausuró la posibilidad de un estudio laico de las humanidades, en fin, que hablamos la lengua de un imperio que se hizo acreedor de una Leyenda Negra bajo cuya sombra todavía alentamos cautivos. Las empresas de la Emancipación y de la Independencia no mejoraron mucho las cosas. Con ellas se inicia formalmente la cultura del canibalismo y parricidio.

El criollo se sentía como un francés o un inglés que por mala suerte le había tocado hablar español. De hecho, a lo largo de todo el siglo XIX y durante buena parte del siglo XX, las instituciones republicanas asistieron de buena gana o al menos con consentida indiferencia a la destrucción de las instituciones coloniales —empezando por esa mezcla de banco, escuela, funeraria, registro civil y consultorio psiquiátrico que fue la Iglesia. Si España es la protagonista de una Leyenda Negra, el pasado colonial hispánico representaba la sobrevivencia de esa leyenda en nuestra propia casa —una leyenda que era preciso olvidar junto con la cultura que la había creado. Las convivencias republicanas nos enseñaron a ver en España y Portugal países atrasados, filosóficamente inexistentes, literariamente nulos.

Durante todo el siglo XIX, América fue un espejo de discordias y el movimiento que llevó de Estados Unidos a Inglaterra a un Henry Adams, a un William y a un Henry James, a una Edith Wharton, no tenía nada que ver con el movimiento que hizo que los mexicanos Payno o Altamirano pudieran consagrarse como novelistas exclusivamente locales —quizá porque no escribieron grandes novelas de interés universal. La insidiosa máquina del costumbrismo debilitó a no pocos de nuestros escritores, y quizá por ello los mejores talentos se han dedicado a la historia o la geografía.

El modernismo representa una ruptura pues afirma con Darío, a Casal, Gutiérrez Nájera, Asunción Silva que el idioma español representa un espacio cultural mucho más amplio y rico que la lengua que trafican los periódicos. Paralelamente al modernismo aparecen en el horizonte las recreaciones del pasado colonial —Palma, González Obregón, Riva Palacio— que aunque todavía lastrados por el costumbrismo y la documentación dejan aflorar la fantasía, los focos del trasmundo. Pero todavía subsiste el hecho de nuestra literatura, nos interesa (nos debe interesar, ¿no?) en primer lugar a nosotros mismos —cosa por demás natural: ¿cuántos novelistas finlandeses, cuantas narradoras del Camerún somos capaces de nombrar?— y eso no siempre.

Con el modernismo se dará también otra ruptura. El poeta modernista es un modelo de cosmopolitismo: el guatemalteco Gómez Carrillo vive casi toda su vida en Europa. Darío viaja incesantemente. Pero en su vida cosmopolita el poeta modernista va a descubrir que si es ciudadano del mundo lo es en primer lugar del mundo hispanoamericano. Descubre que el cosmopolitismo es un hispanoamericanismo o, mejor, un iberoamericanismo. Este descubrimiento será particularmente vivo en el París del primer tercio del siglo XX: Asturias, Carpentier, Reyes, Vallejo, Teresa de la Parra redefinen su condición hispanoamericana en el peregrinaje fuera de sus países. (Algo parecido le sucedería años antes a Martí en México y en Nueva York, años después en Madrid y en Ginebra a Borges). Alejandra Pizarnik, Copi, Julio Cortázar, Octavio Paz, Juan José Saer, Saúl Yurkievich afirmarán su vocación hispanoamericana en París; Carlos Fuentes, Vargas Llosa y Cabrera en Londres.

Esta reflexión nos permitirá situar con mayor equilibrio al Boom latinmoamericano en el extranjero. El Boomwhatever that means— ha sido importante para Hispanoamérica sobre todo puertas adentro ya que nos ha permitido el lujo pedagógico del reflujo que consiste en consumir nuestros propios best-seller como si fuesen objetos de exportación. Ha sido una columna vertebral, un bastidor tanto más frágil cuanto más intenso y rico es el conocimiento de nuestras literaturas. El luminoso Mariano Picón-Salas decía que literalmente hablando América Latina está más cerca de Europa que de sí misma: los lectores mexicanos saben muy poco de literatura guatemalteca, pero están al día de las novedades alemanas; pocos venezolanos conocen la literatura colombiana, pero vaya que se saben sus letras inglesas.

En este compás desconcertante existen algunas literaturas particularmente ausentes: Brasil y Portugal eran hasta hace muy poco hoyos negros, regiones centrípetas, continentes desconocidos; y la propia literatura española no es muy practicada entre nosotros. ¿Cuántos, por ejemplo, lamentaron la muerte del gaditano Fernando Quiñónez? En Cuautla ¿quién lee a Claudio Guillén? Otro país inmerso en el olvido y la distancia es el Caribe en sus diversas expresiones idiomáticas: nos son relativamente conocidos algunos autores puertorriqueños como Julia de Burgos, Luis Rafael Sánchez o Rosario Ferrer, pero ¿quién conoce al dominicano Marcio Veloz, al haitiano Frank Detienne? Hemos leído a André Breton pero no lo suficiente a Aimé Cesaire, a Albert Camus pero no a Jacques Stephan Alexis y si Dereck Walkott como Edouard Glissant se salvan del olvido es porque tienen lectores en Europa y les dieron —bien merecido— el Premio Nobel.

No está mal que nos preocupe el qué dirán del mundo pero es quizá más sensato que nos preguntemos qué dicen de nosotros nuestros hermanos y vecinos que los simpáticos y remotos, y no siempre inteligentes nietos de los Vikingos. Entre la traducción como estilo de vida y la recepción como estrategia de sobrevivencia, ser intelectual en América Hispana ha significado aún antes de la emancipación preguntarse qué significa tal condición, cuestionarse a propósito de ese quehacer y su sentido. La historia de la cultura hispanoamericana puede leerse como la sucesión de respuestas y declinaciones a esta pregunta. Desde la pedagogía liberal y la higiene positivista hasta la definición de la vocación singular de la raza y el crisol civilizatorio, pensar y escribir en América ha significado pensar esa circunstancia, redactar desde ese predicado: la filosofía y la crítica precisaban pasar por la historia y ésta a su vez correr el riesgo de diluirse en la geografía.

La historia de México de Justo Sierra fue además de una investigación, un ejercicio político de concordia, un ensayo intelectual de la paz social que sería uno de los valores esenciales del porfirismo y todavía hasta hace muy poco del México contemporáneo. De José Enrique Rodó —cuyo Ariel celebró 100 años de publicación— a José Vasconcelos —cuya Raza cósmica daría lema y doctrina a la Universidad Nacional y al mesianismo latinoamericano en el siglo XX, la literatura de ideas debate cómo se formulará y transmitirá la memoria nacional y regional, cuáles serán los relatos del auto-reconocimiento, las historias de familia cultural, cuáles habrían de ser los instrumentos de su crítica; entre el idealismo mesiánico de Rodó y el humanismo católico de Vasconcelos, se recorta la invención de una tradición clásica en Pedro Henríquez Ureña, en Alfonso Reyes, en Mariano Picón-Salas, en Jorge Cuesta o en Juan Antonio Ramos Sucre.

La búsqueda de un canon, la necesidad de encontrar una norma sui-géneris para contrastar la titánica, la enorme circunstancia americana, se trasluce en el título de uno de los primeros libros de Borges: El tamaño de mi esperanza que no deja de ser una discusión de la misión poética hispanoamericana. Partiendo de Walt Whitman —autor de lo que Harold Bloom llama con acierto la gnosis americana—, Borges llamará la atención sobre la desproporción entre las dimensiones y riquezas naturales del continente y los formatos e inhibiciones de la lengua y la cultura que resultan harto modestas en comparación con aquéllas. El texto de Borges es una llamada de atención respecto del naturalismo y el telurismo, pobres reflejos de la grandeza continental.

Alfonso Reyes publica en 1915 Visión de Anáhuac. No es un texto filosófico sino literario, pero la calidad de su factura, la originalidad de sus procedimientos, la singularidad de su actitud lo proyectan espontáneamente como un texto clave, faro confiable para navegar el mar incógnito de nuestro destino cultural. Más allá de su asunto: el descubrimiento de México-Tenochtitlán por los conquistadores españoles —Visión de Anáhuac— emite conceptos radicalmente pertinentes: los hispanoamericanos no nos podemos cortar la lengua: no cabe buscar la herencia prehispánica sin una búsqueda paralela de la tradición medieval y renacentista española, y ninguna de estas dos empresas es viable hoy si no se emplean todos los recursos de la literatura y la crítica modernas. No es una casualidad que se haya discutido la influencia de la Anabasis de Saint-John Perse sobre Visión de Anáhuac y por esas y otras razones, el texto de Reyes es uno de los primeros textos realmente universales de la literatura hispanoamericana moderna, un texto que hace ver que en la Edad Moderna poesía y crítica han de ir de la mano.

¿Qué significa ser escritor y artista en Hispanoamérica? La pregunta sigue como una sombra a la inteligencia americana. La historia de ésta es, repitámoslo, la de dicha pregunta. La respuesta está o puede estar en la historia de ese preguntar. Lo comprende así José Lezama Lima en La expresión americana. La historia verdadera es para Lezama la historia de la cultura, de las artes, de la pintura y de la arquitectura, de la música y las fiestas populares, de la danza y de la poesía. Lezama no sólo identificará la ciudad barroca americana como una matriz cultural. Frente a los viciosos círculos sanitarios de la razón positivista y el mercado liberal, sabrá discernir en la ciudad del arte barroco una subversiva que era imaginaria, hará ver que en la desproporción entre un continente titánico y un saber literario y filosófico modesto, existe un puente, un término medio: el arte, la cultura ¿no son continentes capaces de entregarnos una lección?

Al aprender a leernos a nosotros mismos, al desentrañar el logos incrustado en el amplio y disperso cuerpo cultural, las respuestas a las preguntas por nuestro ser y quehacer multiplican socialmente su eficacia: más allá de la República Literaria, la ciudad del Arte abre sus puertas a una ciudadanía que se define en términos amplios de un ethos, de una era imaginaria. Lezama radicalizará los postulados del humanismo católico vasconceliano, declinará el mesianismo radical de Rodó pero sobre todo introducirá una novedad: Pedro Henríquez Ureña había distinguido tres grandes coordenadas americanas; primera: la América de altura o de montaña, creadora de aparatos políticos centralistas, de ciudades aristocráticas e imaginaciones crepusculares (Bogotá, México, Quito, Lima); segunda: una América esteparia y llanera, agreste y primaria, pampera, errátil y aldeana, inmóvil en la quietud de sus horizontes inconmensurables, militar y pendenciera (la Pampa, los llanos venezolanos, los desiertos del norte de México, el bandidaje del lejano Oeste): es la América bárbara de Facundo y del general Paez, de la guerra del Chaco, es de Francisco Villa y de Martín Fierro y cuya expresión es el romance y el corrido.

Queda en tercer lugar, la América de las tierras bajas, de la costa y del Caribe: el lugar común europeo —alemán, francés e inglés— identifica tanto al llano como a la tierra caliente con la indolencia y la corrupción, es el universo pantanoso de la gana y auto-indulgencia sudamericana que el conde de Keyserling creyó discernir en el mundo argentino. Pero Lezama reconocería en el Archipiélago Antillano la cuna de un estilo —el barroco americano— donde la complejidad artística es el órgano —el panorganón— del amplio espectro cultural de la colonia y los virreinatos. Otra novedad del texto de Lezama: su diálogo con la tradición portuguesa y brasileña. Que la crítica de la cultura es una historia crítica y que la verdadera historia nos lleva a la geografía es algo que aflora en el texto de Lezama pero que Germán Arciniegas logra cristalizar en su Biografía del Caribe: a una historia crítica corresponde una geografía crítica, una conciencia del espacio en el tiempo, una memoria del tiempo hecho espacio, edad, era imaginaria.

El texto de Arciniegas, luminoso y central por más de un motivo, introduce en la conversación en torno a la identidad la variable del desdoblamiento, la corrupción y el contraste y propone un modelo cultural de la conciencia americana inspirado en la unidad de un espacio geográfico y cultural. Declina y relativiza las fronteras políticas, restituye al comercio su papel creador de la fábula americana, pero sobre todo reintroduce en el debate la conciencia de lo que los historiadores llaman la larga duración y los antropólogos la cuenta larga, los calendarios del pulso mercantil y civilizatorio.

No es extraño que la preocupación por fijar un ideal clásico, una apropiada norma elevada de justicia y belleza para América sea paralela a la propia conciencia americana. Tampoco lo es que en este continente dominado por el mito y cuya cultura no logra formular su propia situación trágica —¿no es la capitis diminutio en el fondo El pecado original de América Latina examinado por H. A. Murena?, continente asediado por las urgencias de la actualidad y donde la cultura es pervertida por las necesidades inmediatas— se empiecen a multiplicar tanteos, tientos y diferencias —para aludir a Alejo Carpentier cuyo horizonte es precisamente el calendario amplio del mito, las tablas periódicas de la antropología. Es curioso que las manecillas del reloj hispanoamericano repasen horas míticas como la que da El laberinto de la soledad. Ensayo singular pero no aislado del coloquio hispanoamericano, El laberinto de la soledad de Octavio Paz desentrañaría las eras imaginarias que se yuxtaponen en el yacimiento cultural mexicano.

La fuerza del texto deriva en buena medida del encuentro entre una certera intuición poética, un conocimiento profundo de la historia de México y un conocimiento eficaz y flexible del discurso antropológico contemporáneo —de Bataille y Caillois a Marcel Mauss, de Frazer a Lévy-Strauss. Redactado en la órbita conceptual de la España invertebrada de José Ortega y Gasset, El laberinto de la soledad conjuga las preguntas tradicionales en torno al ser y quehacer americano constelándolos, declinándolos en torno a los ejes históricos que son cráteres míticos: el diagnóstico de las heridas simbólicas del cuerpo cultural y político mexicano da lugar a una arqueología del saber americano y al nacimiento de una clínica cuyo espacio de acción son las costumbres. Genealogía de la moral ladina y criolla, el ensayo de Paz supo calar más allá de su época y de la circunstancia mexicana, y su examen de conciencia no dejó de tener réplicas en el sentido sísmico de Guatemala, las líneas de su mano de Cardoza. En Perú, donde Sebastián Salazar Bondy escribe La horrible o Julio Ortega Crítica de la identidad peruana con la cultura peruana, dibuja la otra cara de la civilización en América.

La complejidad de estos discursos que buscan tender un puente entre pasado histórico, análisis político y cultura popular es un signo de la época; los ensayos de Carlos Monsiváis se encauzan por una vertiente armónico-caótica que afirma que la cultura americana será popular o no será. El análisis sociológico de Monsiváis incluye un par de ingredientes nuevos: el mercado y la usamericanización. A las oposiciones primarias e ingenuas de un Roberto Fernández Retamar en ese Calibán que retoma el Ariel de Rodó en clave marxista, Monsiváis opone una mirada analítica, una crónica desprejuiciada de procesos de usamericanización: dime cómo te agringas y te diré qué tipo de latinoamericano eres. La aproximación de Monsiváis tiene un referente mitológico: la ciudad y dentro de ellas, las masas. Pero si Monsiváis está capacitado para entender el mercado y el supermercado de las conciencias, no parece limitado por su formación protestante para abrazar el ecumenismo católico como una vía de construcción civil. Siguiendo las huellas de la arqueología del saber nacional unificada por Octavio Paz en El laberinto de la soledad, Gabriel Zaid encuentra en el catolicismo de López Velarde, Ponce y Pellicer caminos seguros para proceder a esa reconstrucción al punto de que el discurso nacionalista revolucionario será difícilmente sostenible sin el respaldo del catolicismo civil impartido por las huestes religiosas.

¿Cómo continuar siendo hispanoamericano en un mundo donde las referencias nacionales parecen extinguirse? ¿Es posible establecer un equilibrio entre traducción y recepción? ¿No será necesario buscar ese equilibrio a partir del estudio comparado de las obras latinoamericanas traducidas a otras lenguas y de las grandes obras de la literatura y el pensamiento universales traducidos a nuestra lengua desde Latinoamérica? ¿Existirá alguna ecuación entre la fascinación por nuestra historia ostensible en la literatura latinoamericana en la avidez con que apura en traducciones el conocimiento de la historiografía moderna? Las referencias nacionales, no las regionales, se van eclipsando aparentemente (sólo aparentemente) en un mundo donde las comunidades imaginadas por la cultura impresa son sustituidas por las comunidades imaginadas por los medios electrónicos y ya no por la letra impresa. La pertinencia del análisis cultural se impone en esa perspectiva cuyo punto de fuga vertebral es la convivencia multicultural. El cubano Antonio Benítez Rojo en La isla que se repite enfoca con agudeza las disyuntivas de la asimilación y el desarraigo en el escenario de una historia que se define como cultura y una cultura que se afirma como ritual laico. Otro ejemplo es el de Ilan Stavans, mexicano-usamericano quien ha escrito una Hispanic Condition donde el angst de la transculturación que atormentaba a José Vasconcelos y se invierte en la descripción del crisol latino que propulsa a la cultura usamericana contemporánea.

Pero si México no es un país sino un continente, si cada región de nuestros países —por ejemplo, un Departamento en Caldas, Colombia— tiene las dimensiones de una nación europea, ¿no será sensato pensar que la descripción de nuestra cultura ha de ser plural y que Iberoamérica más que una cultura es una civilización? Esta es la intención inicial del Espejo enterrado (obra que ensaya en cierto modo una teatralización de la recesión) de Carlos Fuentes que prolonga el dispositivo pluridisciplinario de Lezama e inaugura el horizonte de la multiculturalidad. El mensaje de Fuentes en ese libro no es muy distinto del de Arciniegas en una obra poco citada fuera de Colombia: La América de siete colores. Es un mensaje que tiene que ver con Whitman y su gnosis americana pero que la radicaliza al invitarnos a reconocer en nuestra cultura un panteón abigarrado donde judíos, árabes, celtas, iberos, católicos de Pedro el Ermitaño, jacobinos de cepa republicana, usamericanos, hispanoamericanos de primera hora, revolucionarios y positivistas configuran un animado y bizarro cuadro de transculturaciones al interior de una misma cultura.

Es de buena educación concluir con notas optimistas. Destacaré una: A diferencia de las letras francesas o italianas o alemanas, la hispanoamericana es una literatura en expansión y cuyos procesos creativos aún no concluyen, y se están dando por así decir ante nuestros propios ojos —hemos conocido a Rulfo y a Cardoza, a Borges y a Paz, a Pellicer y a Zaid, a Juan José Arreola y a Cintio Vitier, a Gabriel García Márquez y a Efraín Huerta, a Elizondo, a García Ponce, a Gonzalo Rojas y a Blanca Varela. También su saber y crítica están en desarrollo: hace una generación referirse a un usamexicanista (o sea un mexicanista norteamericano) era hablar de un suicida frustrado. Hoy los estudios latinoamericanos en las universidades usamericanas son una industria en desarrollo. Nunca como ahora había habido ediciones críticas (como por ejemplo los edificios editoriales de la Asociación Archivos con su cuarentena de obras rigurosamente anotas, especie de Pleiade hispanoamericana o de Modern American Library latinoamericana). Aunque no exista aun el relevo de Cuadernos Hispanoamericanos. Estos estudios comparten un horizonte: una comprensión íntegra de la cultura hispana es una comprensión abierta y multidisciplinaria, necesitada de erudición y amplitud. Una comprensión multidisciplinaria. Por eso quizá la mejor manera de prepara el porvenir sea en nuestro caso mirar con ojos nuevos al pasado y a esa variedad elusiva del pretérito que llamamos presente.


Adolfo Castañón, mexicano, es poeta, narrador, ensayista, traductor, editor y crítico literario. Estudioso de las obras de Michel de Montaigne, Alfonso Reyes, Juan José Arreola y Octavio Paz. Miembro de número de la Academia Mexicana de la Lengua. Ha sido miembro del consejo de redacción de varias revistas en Latinoamérica, como Vuelta, Letras Libres, La Cultura en México, Plural, Gradita y Literal.

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