El camino de Alfaro
Cuando despertó Alfaro, ya no había nadie. Todos los de su grupo se habían ido sin él. El desierto empezaba a calentar mientras el sol subía más y más alto. Miró para adelante, pero no se veía nada más que las rocas negras y la arena del desierto. Desde el día anterior no tenía agua ni alimentos, y lo único que sabía era que había que caminar. Caminaba sin saber si se acercaba o alejaba de la frontera, con cada minuto sus pensamientos parecían más y más lentos, desaparecían sólo para regresar de nuevo, se aparecían ajenos como si ya no fueron suyos.
―Caminar, tengo que caminar―, se repetía a sí mismo. Después de media hora de marcha tuvo que parar para descansar. Ahora el sol pegaba con toda su fuerza, convirtiéndose en el peor enemigo. El cansancio desapareció de repente, pero con él se habían ido todas sus fuerzas. Ahora el sol lo mataba nada más. Era el calor más intenso que había sentido en su vida.
―Tal vez ya soy muerto― pensaba… O me morí y estoy en la antesala del infierno. Se dio cuenta que su cuerpo había dejado de sudar y no sentía ningún dolor. Se asustó por sentir una gran alegría. Le daban ganas de reír, y reía de todas las fuerzas. Reía como en la secundaria, reía sólo por reír. Al oscurecer vino un sentido de profunda tristeza. La noche parecía bella y silenciosa.
―Tendré la muerte más hermosa del mundo―. Ya no quiso levantarse, hasta que sintió un enojo contra todo. Ahora sólo era un odio nada más. Se puso de pie en un instante para marchar en la oscuridad. El odio no duró por mucho tiempo y pasó como el día anterior. Su cuerpo cayó sin fuerzas y se apoderó de él una tranquilidad.
Al despertar empezó caminar de nuevo. Le parecía extraño que lo hiciera sin ningún esfuerzo. Al llegar a un gran río, sintió miedo. De todos modos tenía que arriesgarse. El agua era tibia y lo levantaba como si fuera una balsa de goma. Del otro lado llegaban los gritos. Eran los miembros de su grupo, los acorralaban los hombres en uniformes azules y verdes. El agua lo llevaba en dirección opuesta, alejándolo poco a poco. Desde la distancia observó a los últimos en subirse a las camionetas, mientras el río lo mantuvo en la curva de su trayectoria hasta que no pudo ver más.
La llegada
―¡Soy Alfaro Montes de Oca!― El oficial lo ignoró como si no lo hubiera visto, dedicándose a arrestar a los que lo habían abandonado el día anterior.
―¡Arréstenme a mí!― gritó otra vez, pero su voz se parecía perder en el silencio. Era como si fuera invisible. Después de tratar varias veces el hombre siguió adelante. Caminaba por la carretera, por los campos sin fin, por las paredes de las casas de gente que no conocía. No tenía el sentido del tiempo, y el día y la noche eran lo mismo para él. No supo cuando llegó a la casa de su primo, o mejor dicho a un sótano que alquilaba la familia. Era de noche, el primo roncaba después de la jornada larga; a su lado dormía una mujer igual de cansada. En la cuna encontró despierta a una niña.
―Tío Alfaro, siéntate conmigo para jugar―dijo ella. El hombre se sentó en la cuna y empezó a jugar con la niña. La siguiente mañana todos despertaron temprano para esperar noticias de la llegada de Alfaro. Por eso se emocionaron cuando sonó el celular. Era la voz del coyote. ―Lo siento, pero se lo comió el desierto―.
Stanislaw Jaroszek, polaco, es escritor y maestro de español. Realizó estudios en la Universidad de Illinois en Chicago y Roosevelt University, Estados Unidos. Autor de los libros “Jaleos y denuncias” y «De novias, esposas y otras cosas».