Purificación Claver García
Todas las noches cruzaba los estrechos y malolientes callejones. Los contenedores de basura estaban llenos a rebosar, las papeleras habían sido destruidas y la suciedad inundaba el suelo. Cada noche se hacia la misma pregunta. ¿Dejaré algún día estas cloacas? y la respuesta era un infinito silencio en aquel espacio oscuro y pobre, solo alguna rata se escuchaba en su deambular nocturno de camino a casa. En ocasiones algún borracho, con un vocabulario soez e incoherente trataba de captar su atención y Claudia disimulaba su miedo, mirándolo sin perderlo de vista.
Por fin, cuando salía a la explanada desaparecía su angustia, allí quedaban a la vista las casuchas de abajo, iluminadas con luces mortecinas. En aquel lugar tenía su territorio y su refugio, Claudia sorteaba todo aquello como podía, solo tenía que cerrar sus ojos y soñar, mordía sus labios para no dar paso al llanto y seguía su camino. Cuando se acercaba a los destartalados bloques de casas, por fin se rompía el silencio. Allí se percibían los gritos de alguna pareja en plena discusión, risas y llantos de niños y el sonido de los televisores a todo volumen, eso le daba una seguridad momentánea que instintivamente le hacían aminorar el paso. Entró en el portal de su casa con repentinas prisas, la luz de la entrada era difusa, abrió la puerta apoyándose en ella ¡por fin estaba en casa!
Un halo de luz se colaba a través de la ventana, iluminando el contorno, de los pocos muebles que tenía. Encendió unas varas de incienso y pasó a la ducha. El agua estaba fría, no tenía la tibieza suficiente para entrar en calor, se frotó fuertemente su cuerpo casi con furia y se envolvió en una manta quedando dormida en el sofá hasta el alba. Al levantarse aquella mañana, tomó un café sin prisas, y recordó el hogar familiar olvidado durante tanto tiempo. Aquel momento de calma en la mañana, la llevó a tomar la decisión de volver con los suyos. Sin embargo, temía encontrarse con una familia que quizás la habría olvidado. Dejó sus reflexiones a un lado y llamó a su padre por teléfono. Al otro lado de línea la voz emocionada del hombre le contestó sin demora ¡no des explicaciones, te esperamos!
Claudia hizo su equipaje, seleccionando lo más adecuado, para el comienzo de esta nueva etapa de su vida. Fue separando los trajes de lentejuelas de faldas casi inexistentes. Los trajes de generosos escotes y los accesorios propios de “ese trabajo” que nunca mencionaba, todo quedó abandonado en un rincón de aquella oscura estancia. El autobús llegó hasta la última parada de su recorrido. Claudia bajó con su escaso equipaje y vio como se alejaba con indiferencia. Aún le quedaba un largo recorrido para ir al encuentro de su padre.
El arrabal quedaba atrás y el hedor de las cloacas de la gran urbe iba desapareciendo; se vislumbraba el verdoso color del campo, solo tenía que caminar un poco para llegar hasta los abedules. La tarde descendía y el camino de los abedules quedaba ensombrecido. Se sentó sobre una roca, sus ojos se dirigían una y otra vez al camino donde una vez juró no volver. Comenzó a comer una naranja sin apetito, era una manera de mitigar su impaciente espera. El sol estaba ya en su crepúsculo y el resplandor rojizo la tenía abstraída en su contemplación, no advirtiendo la silueta de un hombre que se acercaba por el seno arborescente de la ladera.
-¡Padre!– exclamó y su voz vibró en el aire. Se percató de su error cuando tuvo frente a ella los rasgos de aquel hombre. Sus duras facciones y la cicatriz que tenía en la comisura de los labios, le daban un aspecto sombrío que a ella no le habría asustado en su zona de trabajo. Allá en el arrabal había muchos tipos así, sin embargo, en aquel campo inmenso se sentía indefensa. Cuando el individuo llegó frente a ella por todo saludo exclamó, sarcásticamente: -¡Tu solita por estos lugares!- Claudia contestó sin demora: -Estoy esperando a alguien-.
Volvió a sentarse sobre la roca, aparentando serenidad. Sacó otra naranja y se la ofreció al desconocido, él la tomó bruscamente y la lanzó lejos por encima de la pendiente. Luego se acercó a ella mofándose de la cortesía que tuvo con él. Claudia venció su miedo y le respondió con valentía: “¡Déjame tranquila desgraciado!” Esas fueron las palabras que saltaron el resorte de la ira de aquel sujeto. En décimas de segundo se abalanzó sobre ella, derribándola al suelo. Todo ocurrió muy rápido, Claudia intentaba defenderse, buscaba algo con la mano que tenía libre. Era un intento desesperado, le faltaba el aire y la mano que atenazaba su garganta aflojó poco a poco. Retiró el pesado cuerpo que oprimía el suyo, miró asustada aquella cabeza sangrando y una piedra manchada de sangre. Estaba extenuada y confusa, maldecía haber salido de los callejones, donde nunca tuvo que defenderse de aquella manera tan atroz. Miraba el cuerpo inerte del hombretón sin saber que hacer, no se atrevía a aproximarse y mucho menos tocarlo.
Aún había suficiente luz, a pesar de que la incipiente noche iba surgiendo poco a poco. Tomó la pendiente frondosa de los abedules y llegó hasta el viejo árbol donde iba a tener su esperado encuentro. Estaba fatigada y temerosa por lo sucedido arriba, estaba rendida y se recostó sobre el pie de aquel macizo tan acogedor. La silueta de un vehículo se divisaba en la carretera. Claudia sintió el ruido del motor y esta vez controló su emoción, tenía que asegurarse de no tener otra equivocación. En aquel paraje se respiraba armonía y paz, nadie diría que unos metros mas arriba estaba la prueba del desagradable trance que había vivido.
La camioneta paró al borde de la carretera, el hombre que la conducía se dirigió con paso decidido hasta donde estaban los árboles más viejos. Una mano firme aunque cariñosa sacudió suavemente su hombro, despertó asustada y confusa. -Soy yo hija. Perdona mi retraso- dijo el hombre, se fundieron en un abrazo tan cálido que a Claudia le costó trabajo separarse. Después, aunque algo aturdida, pasó a relatarle lo ocurrido. Ahora con su padre al lado, se atrevía a encontrarse con la verdad de lo que sucedió. Subieron el vertiginoso cerro, ayudándose por la luz de una linterna a pesar de haber una luna arrebatadora, iluminando las recortadas siluetas de la arboleda y las sinuosas rocas del terreno.
La llegada fue examinada por los dos con precisión. El cuerpo del hombretón había desaparecido y solo la piedra manchada de sangre permanecía en el lugar como testigo de aquella afrenta con un ser extraño y siniestro al que abatió sin saber cómo… El padre de Claudia exclamó: ¡Aquí no hay nadie ni vivo ni muerto! -Es cierto- ¿habrá sido un mal sueño? -contestó- Claudia. Sin embargo, parecía tan real… Bajaron despacio por la ladera, Claudia iba cogida de su mano como cuando era una niña, con la misma seguridad de entonces. Llegaron hasta la camioneta dispuestos a emprender el camino a casa. Una naranja destrozada y perdida cayó sobre la camioneta en el instante que esta se ponía en marcha y algo parecido a un alarido se escuchó en la lejanía. La negrura de la carretera contrastaba con el resplandor de una generosa luna llena, padre e hija iban en silencio. Detrás dejaban el campo de los abedules oscuro y solitario a esas horas, y algo más lejana la gran urbe con sus parpadeantes pupilas y sus recónditos callejones…
Purificación Claver García, española, es narradora. Autora del libro de relatos “Partir de cero”, (España, 2012). Su trabajo literario ha sido incluido en diversas antologías. Colabora en publicaciones digitales españolas como “Digital Extremadura”, donde publica en su página Cultural, en la sección “Cultura de aquí”.