Ricardo Ariza
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Muchos forasteros han sido cautivados por México. Se internaron en el territorio sólo para ser progresivamente hechizados por el paisaje, los pueblos, la cultura, las historias, las costumbres y las prácticas ancestrales. Algunos escritores dejaron una sólida huella de su paso por este paradigmático lugar en la tierra.
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Aparentemente perdido en la dimensión sin retorno de la escritura, Malcolm Lowry encontró la ubicación simbólica perfecta para su novela Bajo el volcán en Quauhnahuac. Vocablo náhuatl que significa Lugar cerca de los árboles y también, en un sentido más esotérico, En donde cantan las águilas. “Queda situada bastante al sur del Trópico de Cáncer; para ser exactos, en el paralelo diecinueve, casi a la misma latitud en que se encuentran, al oeste, en El Pacífico, las islas de Revillagigedo o, mucho más hacia el oeste, el extremo más meridional de Hawaii y, hacia el este, el puerto de Tzucox en el litoral Atlántico de Yucatán, cerca de la frontera de Honduras Británica o, mucho más hacia el este, en la India, la ciudad de Yuggernaut, en la Bahía de Bengala”, según sus propias palabras.
Todo comenzó hacia la hora del crepúsculo del Día de Muertos el 2 de noviembre de 1939, cuando dos amigos del cónsul británico Geoffrey Firmin, después de una partida de tenis en el viejo Casino de la Selva, recordaban los pormenores de su muerte, ocurrida exactamente un año atrás. “La enfermedad no se haya sólo en el cuerpo, sino en aquella parte a la que solía llamarse alma, ¡pobre de su amigo! ¡Gastar su dinero en la tierra en estas tragedias continuas!”.
Bajo el volcán es una novela que al autor inglés Malcolm Lowry le costó ocho años concluir. Germinó de un cuento escrito probablemente en su primera visita a Cuernavaca en 1936, para progresivamente convertirse en el campo de batalla de todas las fuerzas simbólicas y fenomenológicas de un hombre que descubre, igual que Dante antes de encontrarse con el poeta Virgilio, la entrada al infierno una tarde perdido en una selva oscura y espesa.
Geoffrey Firmin, un inglés dipsómano afectado por el recuerdo de la guerra (esa otra ebriedad del mundo) inicia su vertiginoso descenso al Mictlán: El reino de los muertos, por no saber vivir y por no saber amar, en aquel lugar, en donde se había refugiado, dominado por la estela de la pipa siempre humeante del volcán Popocatepetl, vigilante eterno del sueño congelado de su amada Iztaccihuatl, el otro volcán que domina también sobre el valle de la Ciudad de México.
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Bajo el volcán es una obra monumental que representa la tragedia humana ante la imposibilidad de cuidar el jardín que es la tierra, tiene como trasfondo una de las festividades más emblemáticas de México, el Día de Muertos. Muchas páginas se han dedicado a la fascinación que provoca en propios y extraños las manifestaciones culturales de los mexicanos y su relación con la muerte. Una explosión de colores y sabores que ha dejado la temporada de lluvia, si es que las cosechas no fueron anegadas por las tormentas; se ofertan en los mercados ceras y cirios, flores de muchos aspectos, texturas y colores, dulces y panes con forma de calaveras. Una gran variedad de alimentos y bebidas son ofrenda en los cementerios para avivar el recuerdo de los que han partido, para procurarles un poco de alivio y compañía en esa soledad de la muerte.
El ritual que durante tres días se realiza para honrar a los muertos, viene también acompañado de estruendosos fuegos artificiales, que de noche iluminan el cielo y de día alejan a las posibles precipitaciones pluviales. A causa de estos artefactos de pólvora, nadie pudo escuchar los disparos con los que el cónsul fue asesinado a manos de la “policía mexicana” por haberlo acusado de ser un espía, después de haberse emborrachado con mezcal hasta perder el sentido de la realidad. Tragedia personal pero también tragedia humana, la imposibilidad del amor lleva al resultado catastrófico de la muerte de ambos amantes distanciados, que intentaron recuperar el tiempo perdido, pero cuyas vidas ya habían sido ofrendadas a la geografía literaria de México.
Ricardo Ariza, mexicano, es escritor, periodista y editor. Ha publicado el libro de poemas El título es consecuencia del azar (Colección El Ala del Tigre, UNAM, 1996). Y también el libro Física de cuerpos ausentes (Colección La Hogaza /5. Instituto de Cultura de Morelos, 2009). Así como la antología personal En donde la memoria arda. (INBA, CONACULTA, SEP, Editorial Eternos Malabares, 2013). Ha sido becario del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes (1997-1998) y del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes (2003-2004). Dirigió los periódicos Postal (2003-2007), El papel cultural (2008-2010). Ha publicado en varias antologías de poesía y cuento a nivel nacional y en Latinoamérica. Ha impartido talleres, conferencias y clases de poesía, narrativa, creación literaria, y periodismo. Ha publicado en la revista Milenio y en la Jornada Semanal. Fue jefe de redacción por dos años del periódico La Opinión de Morelos 2011-2012. Actualmente es colaborador de la revista francesa El Café Latino con distribución en Canadá, Europa y Sudamérica.