Estados de neuralgia

Liliana Pedroza Castillo

Liliana Pedroza Castillo. Foto de Alicia Arvayo.

Liliana Pedroza Castillo. Foto de Alicia Arvayo.

Es un dolor que comienza por las mañanas en la mandíbula, baja por el cuello y se extiende por los hombros. Despierto, antes de levantarme, identifico ese cosquilleo punzante que va de una parte a otra, concatenado, reconociendo el territorio. Hace unos días, el dolor empezó a caminar por el inicio de la espalda. A veces es sólo la mandíbula rígida y el hormigueo en el brazo derecho hasta mi puño hermético. He tenido que cortarme las uñas con cierta frecuencia, para no sentirlas enterradas en la palma de mi mano. El agua caliente de la ducha aminora la molestia muscular. Nunca he subido a un avión. Me da miedo. Imaginar incluso la sensación del despegue me paraliza la cara. No he viajado a ninguna parte, ni en bus ni en automóvil, pero he decidido comprar de esas almohadas de viaje que he visto en la televisión o en alguna película. Esos cabezales duros, en forma de U, que parecen no ser cómodos, pero ayudan a no lastimarse el cuello, según dicen.

Desde hace algunas noches me sueño dentro de un avión. Durante una semana completa se repitió la misma escena de subir a uno. Algunas veces he estado en el asiento del pasillo, otras junto a la ventana. Generalmente, el lugar de al lado está vacío, otras veo el brazo delgado de una mujer. Los sobrecargos daban indicaciones para casos de emergencia. Los miraba sin registrar lo que decían. Una azafata se acercaba para pedir que me abrochara el cinturón de seguridad. El momento del despegue no se producía o no lo recordaba. Fue cuando detecté la rigidez de la mandíbula y cierto problema dental. Un dolor de muelas se presentó sin dejarme dormir por dos noches. En ese espacio de tiempo sin sueños comencé a sentirme más relajado. Llegaba fatigado a la oficina pero sin esa molestia en la parte inferior de la cara. El problema bucal desapareció con unos cuantos analgésicos y pude dormir.

Volví a soñarme en el avión, despertaba varias veces en una noche y volvía a la misma parte del sueño: el despegue. Mis manos rodeaban fuertes las esquinas de los descansabrazos. Miraba el respaldo de enfrente y mis rodillas, a veces el pantalón claro de mi acompañante. El pulso acelerado. En el trayecto al trabajo, me di cuenta de las marcas profundas de las uñas sobre la palma de mi mano derecha. El cosquilleo de la mandíbula avanzaba como río sobre la cara superior de mi brazo hasta las falanges. El dolor de muelas regresó. El médico no encontró caries, pero me recetó una dosis baja de calmantes. Bajo el efecto de las píldoras pude realizar el despegue, controlé la sensación de no estar en tierra firme, aunque seguía provocándome sudoración el sonido de los motores. Las noches siguientes pude ver el perfil de la mujer al lado mío. Una joven de rasgos escandinavos que cerró los ojos en cuanto el avión se estabilizó en el aire. De la cara traslúcida se distinguían pequeñas venas azules junto a la boca. Los labios delgados, rosas, sin rastro de pintura. Deduje que el avión era grande. Tenía dos pasillos largos y, entre ellos, cinco asientos. Dos en cada costado, lo que daban nueve en una sola hilera. El cosquilleo punzante de la mandíbula comenzó a instalarse por el cuello. Por las mañanas, en el microbús, hacía ligeros ejercicios, ladeaba la cabeza de un extremo a otro o la movía en semicírculos, como me había recomendado una compañera de la oficina.

Comencé a habituarme al sueño del avión. Una noche, cerré la ventanilla e incliné el asiento para dormir igual que como lo hacía la escandinava. Poco después un sobrecargo me ofreció una bebida y sólo logré cabecear un rato. La mujer de al lado no despertaba. Traté de levantarme al baño, pero para eso tenía que pasar encima de ella y no quería molestarla. Al despertar para ir a la oficina sentía una ligera hinchazón en la parte baja de mis piernas y en mis pies, pero no le presté tanta atención como a ese hormigueo que avanzaba por los hombros y ya iba hacia lo alto de la espalda. Por ello decidí ir a comprar esas almohadas de viajes. Fui a un almacén y adquirí una. La utilicé las noches siguientes. Devolví el vaso semivacío a la azafata. Sentía un poco de claustrofobia al no poderme levantar al pasillo. Observé alrededor que la mayor parte de los pasajeros dormían con un antifaz puesto sobre sus ojos. Miré una pantalla grande del avión colocada entre los dos pasillos. Informaba la altitud, la hora actual del sitio de origen y la del destino. Leí con interés. Quise preguntar en qué parte de la geografía quedaba eso adonde nos dirigíamos. Llevaba tres horas de vuelo y restaban dieciséis, según la pantalla. El sueño parecía interminable. 

Desperté tratando de recordar sin éxito el nombre del destino. Buscaba información sobre nombres que creía aproximados, pero no me quedaba satisfecho. A la hora del almuerzo entraba a agencias de viajes preguntando por sitios exóticos. Ninguno me hacía referencia al nombre del lugar. Nombre que ni siquiera recordaba. Comencé a descuidar los manejos contables. Mi compañera me hacía ver los errores en mis hojas de cálculo, antes de que llegaran al jefe. Pero eso me obligaba rehacer parte del trabajo; me volví más lento y torpe.

En casa, coloqué un cuaderno y un lápiz en la mesa de noche. Dormí y volví a mirar la pantalla con atención, repetí entre dientes el nombre que aparecía en la pantalla para poder recordarlo. Desperté. Escribí Klampur. Di varias vueltas a lo escrito, días más tarde anoté Kuala Lumpur, haciendo una aproximación con el nombre del sueño, pero no estaba seguro. Había dejado de ir a la oficina con el pretexto del dolor muscular, el cual avanzaba hacia la mitad de la espalda para colocarse en la cintura. Un dolor que aparecía como un tirón del cuerpo a lo largo de la espina dorsal y que me hacía permanecer varios minutos en la cama antes de poder levantarme. La hinchazón en los pies no me permitía usar las pantuflas con comodidad. Traté de prolongar las horas de sueño. En una de ellas, la escandinava despertó, sus ojos eran de un azul claro que resaltaban con la palidez de su cara. Tenía el cabello rubio y ondulado que le llegaba al mentón. Creo que la observé por demasiado tiempo, porque ella se giró hacia mí, seria, aún adormecida, y luego se volvió hacia el lado contrario, ignorándome. En la pantalla pude ver un mapa con el trayecto del avión, una línea punteada anotaba el recorrido realizado. Un círculo rojo señalaba el destino. Malasia. No me había equivocado. Me pregunté qué haría la escandinava en un país como ése. Luego reparé en qué iba a hacer yo cuando arribáramos. Me levanté de la cama con cierta preocupación, el dolor se concentró en los hombros y cuello en forma de T, siendo más fuerte en el punto en que se cruzaba, perpendicular. Tenía también los oídos cargados de aire.

Volví a la agencia para preguntar por los vuelos a Malasia. Me sorprendió que una de las mujeres que atendía, cabello oscuro, tuviera los ojos del mismo color que la escandinava. Nos miramos un momento como reconociéndonos, pero luego la vi alejarse por una de las puertas. En la agencia no se ocupaban de ese destino. Decidí investigar por cuenta propia, pero, camino a casa, pensé que el sueño del viaje se estaba complicando. Comencé a mirar la televisión durante horas para evadirme, entraba a cines y a bares hasta el cierre. Consumía grandes cantidades de café. El dolor de la espalda y la cintura, la molestia de los pies inflamados, persistían. No soportaba estar mucho tiempo sentado, pero volver a la cama era volver al sueño. Caminé sin cesar por la habitación. Miré las uñas de mis manos bastante crecidas y noté algunos arañazos en mi cuerpo. El cansancio me dominaba. Vaso con agua en mano me tomé varios comprimidos para dormir largamente. Coloqué unos objetos de aseo personal y un cambio de ropa en el maletín que llevaba a la oficina, a falta de maleta. Lo puse junto a la cama. Me tumbé boca abajo empujado por el sueño que me vencía. Me quedé dormido. Estaba decidido en pedirle ayuda a la escandinava o a la sobrecargo. Ahora sí no dudé en que me quedaría a vivir en Kuala Lumpur. Tal vez me hiciera amigo de la mujer traslúcida.

Liliana Pedroza Castillo, mexicana, es narradora y ensayista. Licenciada en Letras Españolas por la Universidad Autónoma de Chihuahua con estudios de doctorado por la Universidad Complutense de Madrid. Ha obtenido el Premio Nacional de Cuento Joven Julio Torri 2009, el Premio Chihuahua de Literatura 2008 en género cuento; Premio Extraordinario de Cuento Hiperbreve en el Concurso Internacional de microficción Garzón Céspedes y la Mención de Honor del Concurso Nacional de Cuento Agustín Yáñez. Ha sido incluida en diversas antologías como Gaviotas de azogue; La conciencia imprescindible, ensayos sobre Carlos Monsiváis; Nuestra Aparente Rendición, Los colores del recuerdo. Chihuahua, ríos de luz y tinta y El sol sobre los ojos. Ha publicado también en revistas culturales nacionales y extranjeras, y algunos de sus cuentos han sido traducidos al francés y griego.Es autora de Andamos huyendo, Elena (Ed. Tierra Adentro, 2007), Vida en otra parte (Ficticia Editorial, 2009) y Aquello que nos resta (Ed. Tierra Adentro, 2009). www.lilianapedroza.com

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