Rodrigo Jardón Herrera*
“En otras palabras, la literatura mexicanista no ha sido una literatura mexicana, sino el exotismo de una literatura extranjera.”[1] He querido comenzar este texto con esta cita de Jorge Cuesta, porque considero que aún hoy es vigente.
En la época en que nuestro poeta expresaba estas ideas, México atravesaba un momento decisivo. La gran Revolución había terminado y había que construir las bases de la Nación. El fervor recorría el paisaje. Era inminente definir, ahora sí, los rasgos precisos de un territorio que siempre fue tránsito constante de ideas, nunca estatismo. De ahí el problema de fondo, el detonante de la crisis. La generación anterior a la de los Contemporáneos vio la revuelta a la lejanía y con ímpetu inauguraba un pueblo a Europa. No por nada el epígrafe inicial de Visión de Anáhuac, segura invención del propio Alfonso Reyes, era una invitación a explorar un espacio ignoto: “Viajero: has llegado a la región más transparente del aire.”
De un momento a otro había que romper con las ataduras del pasado, había que desaparecer al conquistador. Evidentemente el problema era más complejo pero, como lo atestigua la ardua labor crítica de Cuesta, una gran parte de los encargados de ese proyecto eran de miras muy cortas. Aquí no se pretende dar una nueva lectura de ese periodo, sino rescatar algunas ideas de este poeta; que, consideramos, iluminan problemáticas que se perpetúan en la actualidad.
Es innegable que en nuestro continente las razas pesan. Aunque prácticamente la Humanidad no es sino el transvase de cuerpos diversos, decir “mestizo” nos remite a nosotros, a nuestra historia fragmentada. El contacto con el Otro es conflictivo, porque representa la afrenta de los vasos comunicantes. Sin embargo, ese miedo debería ser inexistente para un pueblo que sólo en la traducción de visiones del mundo se ha concebido a sí mismo. Esa era la problemática a la que apuntaba Cuesta.
Este pensador era hijo del Modernismo: la primera escuela poética latinoamericana que, después de asimilar el canon europeo, lo había innovado. Hazaña magna, de las muchas que habrían de suceder durante el siglo XX. Para él la poesía era universal, no pertenecía a ningún pueblo. Era el patrimonio de los espíritus selectos que supieran ahondar en el canto: “La historia de la poesía mexicana es una historia universal de la poesía: pudo haber sucedido en cualquier otro país; tiene una significación para cualquier espíritu culto que la considere y aspire a comprender los ideales que ha servido y que la han caracterizado.”[2] Se trata, sin lugar a dudas, de un poeta que no se minimiza, y al igual que Dante puede ver en Virgilio la figura de un fraternal maestro.
Cuesta se enfrentaba a la poesía europea, como él mismo lo declara, guiado por Sor Juana y Alarcón. La claridad abrumadora de sus argumentos proviene de un espíritu que no niega ser el resultado de la mezcla. Por el contrario, él era el festejo continuo de la capacidad del hombre de asimilar la distancia y convertirla en comunicación. De hecho, para aumentar el tono polémico de su periodismo, declaraba que por las venas del México libertado corría sangre francesa, que sin tomar en cuenta a Francia cualquier pensamiento revolucionario era absurdo:
Pues observo que la influencia de la cultura francesa ha sido en México de tal manera constante y profunda, que quien le sienta repugnancia está corriendo el riesgo de repudiar la parte más personal de su propia existencia […] La guerra de Independencia fue obra de “las ideas francesas”. La guerra de Reforma, aun prolongada contra la propia Francia, fue un triunfo de las ideas republicanas y del Estado laico, las más representativas creaciones políticas francesas; puede decirse que fue un triunfo de Francia contra Francia, y bien clara está su naturaleza de guerra intestina. Nuestra existencia posterior a la guerra de Reforma, hasta nuestra más reciente Revolución, se caracteriza como un movimiento social para afirmar de un modo definitivo el poder de una política revolucionaria, que no posee una significación histórica y revolucionaria diferente al radicalismo francés […] Es ésta, en efecto, la más significativa cultura radical que existe, la más propia cultura de la originalidad, la más representativa cultura revolucionaria. La repugnancia por ella, por su naturaleza de “cultura importada”, no tiene como consecuencia autenticidad, sino nuestra incultura y la dependencia de nuestro espíritu.[3]
Para Cuesta aceptarse en el Otro significaba alcanzar la madurez. De ese paso decisivo dependía la creación de una identidad propia. Y a pesar de que varias décadas nos separan de él, este conjunto de ideas no dejan de parecernos verdaderas. Hoy día escuchar esas voces de nuestro pasado, nos podrían ayudar a superar escollos incómodos. Nuestra industria cultural se regodea en la imagen violenta de un México que sentimos que nos ha sido arrebatado. Los medios nos saturan con la sangre y el llanto, y así pretenden robarle al quebranto el sollozo sincero de actos inenarrables. Nos rodea la materialización de un imaginario posrevolucionario banalizado. Debemos rescatar el legado que nuestros artistas nos dejaron, para descubrir el sentido profundo de la mexicanidad. Como lo hubiera dicho Cuesta, liberar de mexicanismos nuestra identidad.
Frente a esta crisis, tan poco diferente de la de Cuesta, es imperante entender nuestro pasado. Si escuchamos a este poeta, será más claro que, para que dicho proceso pueda llevarse a cabo, debemos enfrentarnos con espejos culturales distintos. Los grandes proyectos intelectuales implican la traducción constante de una visión del mundo a nuestra propia lengua. Prueba de ello está en la vida de Sergio Pitol. Nuestro incansable viajante nos ha legado una obra en la que todo está conectado: una inmensa autobiografía literaria. Sus diarios, novelas, cuentos, ensayos y traducciones son el recordatorio perenne de la necesidad humana por descubrirse en el reflejo oblicuo, por escapar de las similitudes:
De algún modo mis viajes por el mundo, mi vida entera han tenido ese mismo carácter. Con o sin lentes nunca he alcanzado sino vislumbres, aproximaciones, balbuceos en busca de sentido en la delgada zona que se extiende entre la luz y las tinieblas […] Uno, me aventuro, es los libros que ha leído, la pintura que ha visto, la música escuchada y olvidada, las calles recorridas. Uno es su niñez, su familia, unos cuantos amigos, algunos amores, bastantes fastidios. Uno es una suma mermada por infinitas restas.[4]
La necesidad de hablar desde otras tierras es un paso fundamental en el desenvolvimiento histórico de un pueblo. Y las tierras lejanas también se viven en las obras de arte pertenecientes a esas culturas. Aquellos peregrinos, dispuestos a desnudarse frente a miradas desconocidas, pueden guiarnos en la complicada tarea de descubrirnos a nosotros mismos. Ese periplo llevó a Reyes, que no es decir poca cosa, a despertarnos en el devenir del que ahora somos parte. Quizás para salir de la barbarie debemos volver a traducirnos, retomar el camino. Para encaminar mis pasos por ese sendero, me gustaría concluir este breve texto con una frase que Cesare Pavese incluyó en su introducción a su traducción de Moby Dick: “Ya que contar con una tradición es irrelevante; sólo buscándola es posible vivirla.”[5]
[1]Jorge Cuesta, Obras, I, México, El equilibrista, 1994, p. 314.
[2]Ibid., p. 304.
[3]Ibid., p. 262-265.
[4] Sergio Pitol, Trilogía de la memoria, Barcelona, Anagrama, 2007, p. 42.
[5] Cesare Pavese, “Prefazione” en Herman Melville, Moby Dick o la ballena, trad. Cesare Pavese, Milano, Adelphi, 2002, p. 12.
*Rodrigo Jardón Herrera, mexicano, egresado de la Licenciatura en Letras Modernas Italianas de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, con Especialidad en Traducción. Ha sido miembro del comité organizador del IV Coloquio para Estudiantes de Letras Modernas, donde presentó el trabajo: Giorgio Manganelli y los ilimitados caminos de la locura. Asimismo participó en la quinta edición de ese coloquio con la ponencia: Teorema: el luminoso pesimismo. La fragmentación humana dentro del capitalismo, según Pier Paolo Pasolini.