Gracias a Carl Sagan

Ana Laura Pazos González

Hubo una época en que cada domingo le pedía a mi papá que me llevara al Museo de Historia Natural a ver los dinosaurios y entrar, a lo que yo creía, era una auténtica vivienda maya. Por mucho tiempo dije que de grande quería ser arqueóloga para descubrir pirámides, ciudades perdidas y, si tenía suerte, incluso una momia.

Carl Sagan. Foto Especial.

Carl Sagan. Foto Especial.

Sin embargo, cada vez que intentaba leer un libro de páginas amarillentas comenzaba a estornudar y me lloraban los ojos; lo mismo sucedía cuando entraba a un lugar encerrado o herrumbroso. ¿Qué clase de arqueóloga iba a ser con ese carácter de princesa? Poco a poco mi sueño se fue apagando y me resigné a leer sobre los últimos descubrimientos y a ver en la televisión a los arqueólogos, con sus uniformes color beige y sus sombreros de paja, trabajar en las minas o bajo el inclemente sol.  

Con los años desarrollé una devoción por el cine y la literatura, pero la curiosidad científica siguió merodeando y se convirtió en obsesión cuando un amigo me regaló uno de los libros más importantes de mi vida. Desde las primeras líneas quedé encantada: «Nuestras contemplaciones más tibias del Cosmos nos conmueven: un escalofrío recorre nuestro espinazo, la voz se nos quiebra, hay una sensación débil, como la de un recuerdo lejano, o la de caer desde lo alto. Sabemos que nos estamos acercando al mayor de los misterios.» ¿Quién era este científico que recogía las palabras con tanto esmero? En su libro, Cosmos, Carl Sagan habla de estrellas, teorías, leyes, vida… pero lo hace con el espíritu de un viajero del tiempo, de un argonauta, de un poeta, de un romántico.

Le platiqué a mi papá del libro y me contó que en los años ochenta Carl Sagan junto con Ann Druyan y Steven Soter había escrito una serie televisiva llamada Cosmos, un viaje personal, en la que Carl aparecía como el piloto de una nave, parecida a un diente de león, que viajaba por toda la galaxia. Pero la nave no sólo viajaba por el espacio, también lo hacía a través de la historia. Una de las paradas fue la ciudad de Alejandría, en el siglo III a. C., donde vivía Eratóstenes, a quien le intrigaba el hecho de que durante el mediodía del 21 de junio (el solsticio de verano) una vara proyectara sombra en Alejandría y otra no lo hiciera en Siena, ciudad cercana a la primera catarata del Nilo. Con base en este simple fenómeno, dedujo que la Tierra era redonda y que la diferencia entre las sombras que proyectaban las varas era proporcional a la curvatura. Si la distancia entre Alejandría y Siena era de siete grados (una cincuentava parte de 360 grados), 40 mil kilómetros debía ser la circunferencia de la Tierra. Eratóstenes estaba en lo correcto. No sé si yo me di a entender: Carl tenía una habilidad sorprendente para explicar conceptos complejos en términos comprensibles.

«En las grandes tinieblas entre las estrellas hay nubes de gas, de polvo y de materia orgánica. Los radiotelescopios han descubierto docenas de tipos diferentes de moléculas orgánicas. La abundancia de estas moléculas sugiere que la sustancia de la vida se encuentra en todas partes.» La primera vez que leí este párrafo, tenía unos dieciséis años, pero me emocioné como una niña de cinco a la que acabaran de decirle que al día siguiente iría a la feria. Por mucho tiempo había escuchado respuestas rotundas y desesperanzadoras de científicos que, con ironía en la voz, descartaban la posibilidad de que hubiera vida en otros planetas.

«Que sólo haya vida en este pálido punto azul sería un desperdicio de espacio», les habría contestado Carl, que incluso escribió una novela muy factible y fascinante acerca del encuentro entre humanos y extraterrestres. Contacto fue llevada al cine por el director Robert Zemeckis; en la película, Jodie Foster interpreta a una investigadora del proyecto seti (Search for ExtraTerrestial Intelligence), que recibe una señal procedente de la estrella Vega, a 29 años luz de distancia. La señal se basa en números primos, de lo cual se deduce que tuvo que ser enviada por vida inteligente. Al descifrarla aparecen imágenes de televisión del discurso de Adolf Hitler en la inauguración de los Juegos Olímpicos de 1936. Dicho discurso fue la primera transmisión cuya potencia fue lo suficientemente grande como para que su emisión llegara al universo. Los extraterrestres captaron el mensaje, que había viajado durante 29 años luz, y lo enviaron de vuelta.

Si bien Carl Sagan nunca creyó en historias de ovnis ni abducidos, siempre fue un entusiasta de la investigación para encontrar formas de vida en otros planetas, aunque éstas fueran microscópicas. Fue él quien confeccionó el primer mensaje enviado intencionalmente por los seres humanos a los alienígenas. Se trataba de un disco de oro que, junto con el sistema de escucha y las correspondientes instrucciones, se introdujo en la sonda Voyager 2 en 1977. Entre otras cosas incluía un saludo en 55 idiomas, el encefalograma de los impulsos eléctricos de una mujer enamorada, el llanto de un bebé, noventa minutos de música de todo el mundo y un mensaje de paz.

Después de leer la novela y ver la película, le pedí a mi papá que me comprara un telescopio; era manual y enfocarlo no era cosa fácil, así que mejor me concentré en leer sobre cosmología y soñar con la existencia de una máquina del tiempo. Durante mi segundo año de preparatoria, ante la pregunta obligada ¿qué carrera vas a estudiar?, siempre contestaba que astronomía. Pero al revisar los programas de estudio, descubrí que poco versaban sobre leyes y contemplación, y mucho sobre ciencias exactas. Lo que realmente me gustaba de la astronomía era su parte filosófica o romántica; tuve que aceptar que lo mío eran las humanidades.

Muy pocos encuentran su vocación desde la infancia. En Cosmos, Carl Sagan escribe: «Aunque me fuera pronto a la cama, en invierno se podía ver a veces las estrellas. Las miraba, parpadeantes y lejanas; me preguntaba qué eran. Se lo preguntaba a niños mayores y a adultos, quienes se limitaban a contestar: ‘son luces en el cielo, hijo’. Yo ya veía que eran luces en el cielo, pero ¿qué eran? ¿Eran sólo lamparitas colgando de lo alto? ¿Para qué estaban allí? Me inspiraban una especie de pena: era un tema cuya extrañeza de algún modo no afectaba a mis indiferentes compañeros. Tenía que haber una respuesta más profunda. […] Decidí pues que yo sería astrónomo, que aprendería cosas sobre las estrellas y los planetas y que si me era posible iría a visitarlos».

Yo, como mis facultades y mi espíritu aconsejaban, decidí tomar el camino de las letras. Sin embargo, hace un par de años me las arreglé para entrevistar a Rodolfo Neri Vela, el primer astronauta mexicano, y tomé lecciones de astronomía con un gran y querido profesor, Ernesto Juárez Davis. Es verdad que la mayor parte del tiempo la paso leyendo literatura, editando una revista cultural y escribiendo ensayos o ficción, pero me resulta imposible olvidar que vivo en un ínfimo punto azul que forma parte de «todo lo que es o lo que fue o lo que alguna vez será», el Cosmos. 

Nota del editor: Este texto se publica como parte del acuerdo de colaboración entre la revista cultural mexicana Bicaalú y el Mexican Cultural Centre. Recomendamos ampliamente visitar la página web: http://www.bicaalu.com/

Ana Laura Pazos González, mexicana, es escritora y directora de la revista Bicaalú.  Cuenta con estudios de Maestría en Humanidades por la Universidad Anáhuac. Autora del libro Parvada blanca en la ciudad (Editorial Jus, México, 2011).   

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