“Quién era Emiliano Zapata”

Adolfo Castañón*

Muchos años después el abogado [Octavio Paz Solórzano, 1883-1936] seguiría rumiando sus recuerdos y en 1936, el mismo año de su muerte, publicaría la estampa titulada “Quién era Emiliano Zapata” que, como ya se ha dicho arriba, su propio hijo, el entonces joven poeta [Octavio Paz Lozano, 1914-1998] le ayudó a pasar a máquina en limpio:

Emiliano Zapata. Foto: the carlosmal.

Emiliano Zapata. Foto: the carlosmal.

Quién era Emiliano Zapata[1]

Emiliano Zapata nació en Anenecuilco, perteneciente al municipio de Villa de Ayala, pequeño pueblo cercano a Cuautla, estado de Morelos. Desde muy niño se dedicó a la agricultura. Cultivó una pequeña propiedad que poseía de unos cuantos metros cuadrados y más tarde, mediante su trabajo, logró hacer algunos ahorros y pudo tomar en arrendamiento una extensión de tierra un poco más grande, que sembró con sandías, las que se daban hermosas en aquella región, obteniendo grandes utilidades, pues llegó mes en que ganó 200 pesos con el producto de las tierras que laboraba personalmente. Por eso repetía con frecuencia: “Yo no me levanté en armas por hambre ni por obtener dinero; con mi trabajo ganaba lo suficiente para vivir”.

El terreno que adquirió en arrendamiento pertenecía a una hacienda de don Ignacio de la Torre y por cuyo motivo entró en relaciones con dicho señor, y en ocasión en que trataba De la Torre de comprar unos caballos, le suplicó a Zapata, como que era buen conocedor, que fuera a su casa de México y le diera su opinión. Accedió Zapata y revisó los animales, tal como se lo había pedido. Al regresar a su pueblo, asombrado contó a sus amigos que la casa que tenía De la Torre era un soberbio palacio; pero lo que más le había llamado la atención y admirado, era el ambiente de que estaban rodeados los caballos del rico terrateniente, pues hasta los baños de las bestias eran de mármol y al compararlos con los infelices peones de las haciendas de su tierra, que apenas tenían para comer con los cinco centavos que ganaban al día, cubiertos de harapos, con sus mujeres trabajando como bestias en los quehaceres domésticos del campo y los hijos casi desnudos, sin que un solo rayo de ilustración llegara a ellos; al pensar en todo esto y acordarse del lujo en que vivían los caballos de don Ignacio de la Torre, le embargaba una profunda tristeza. Con esta y otras injusticias que ya había observado, poco a poco fue formándose en su espíritu el deseo de rebelarse en contra de un estado de cosas tan injusto. 

De esta visita fue de donde el vulgo y sus enemigos extendieron la versión, creyendo rebajar su dignidad, de que había sido caballerango o peón de don Ignacio de la Torre, cosa completamente inexacta.

Su pueblo natal fue despojado de sus tierras por una hacienda vecina, como casi todas las de Morelos, y se organizó una comisión de vecinos más caracterizados para que fuera a México a pedir justicia, reuniéndose al efecto la cantidad que consideraron suficiente para los gastos, por medio de una colecta general, para la cual muchos entregaron sus ahorros, producto de varios años de un trabajo rudo. Pasaron días y las noticias que llegaban eran sólo esperanzas, y después una solicitud de más dinero para el abogado encargado de arreglar el asunto, quien creía ganado el negocio, pero había que dar dinero a los empleados del Ministerio, comidas a los jefes de sección y un regalito al señor subsecretario. Por fin, regresó la comisión cariacontecida: todo se había vuelto dilaciones, entrevistas con personajes más o menos encopetados, palabritas halagadoras, muchas esperanzas y, al fin, nada práctico; por lo que se iba a entablar el juicio respectivo, pero eso duraría varios años, y entretanto, los infelices habitantes del pueblo habían perdido sus tierras, su dinero y hasta sus hogares, pues muchas de las casas se encontraban dentro de la jurisdicción de los terrenos de que se había apoderado la hacienda, de manera que hasta el suelo que pisaban les había sido usurpado. Pasó tiempo y el asunto no se resolvía. Hubo nueva colecta de dinero con mil sacrificios: otra comisión marchó a México y un nuevo fracaso coronó la empresa; el abogado les manifestó que la parte contraria, es decir, la hacienda, estaba patrocinada por uno de los abogados  más influyentes cerca del gobierno, y en consecuencia, nada se podía hacer, pues contaba con el apoyo del gobierno del general [Porfirio] Díaz.

Una oleada de cólera pasó por el pueblo al recibirse estas noticias, pero luego vinieron la desesperación y el desaliento ante su impotencia. No había más remedio que aguantarse. ¿Quién iba a osar levantar la voz en contra de los poderosos señores de la hacienda?

Zapata vivía tranquilamente, dedicado a las labores de su pequeña propiedad, observando constantemente las injusticias que pasaban a su alrededor y meditando sobre la necesidad de un cambio radical. Al tener conocimiento del fracaso de la comitiva enviada a México, se indignó grandemente; el brote de rebeldía que había germinado años antes en su alma, ya había madurado, y llamó a su hermano Eufemio y le habló de esta manera:

— Ya sabrás por don Pedro la infamia que se ha cometido con nuestro pueblo; la hacienda le ha quitado sus tierras y no se las quiere devolver.

— Sí, ya lo sé —contestó Eufemio—, es una gran injusticia; pero, qué remedio. ¡Son tan poderosos los hacendados…!

— Pero, ¿es posible —replicó Emiliano— que tú también te sometas a las injusticias y vejaciones de que estamos siendo víctimas? No; se ha gastado dinero con mil sacrificios, han perdido su tiempo las comisiones que han ido a México y no han encontrado sino la burla de los poderosos, en lugar de la justicia. Verás lo que soy capaz de hacer.

— Tú sabes lo que haces —le dijo Eufemio—, pero acuérdate que somos demasiado débiles para luchar en contra de un gobierno tan fuerte como es el del general Díaz.

— Espero que me ayudarás, porque aunque eres comerciante, debe interesarte que nuestro pueblo no sea despojado de sus tierras; así es que el domingo te espero aquí en mi casa a las cinco de la mañana.

El domingo siguiente se levantó muy temprano Emiliano Zapata, y al poco rato llegó su hermano Eufemio; ambos se fueron a la plaza pública, en donde ya había reunidos algunos vecinos, pues desde hacía unos días los había mandado citar Emiliano Zapata a una junta para tratar un asunto importante.

Que Octavio Paz Lozano tuvo siempre presente a su padre es para mí un hecho incontestable y confirmado por él mismo, ¿cómo no iba a admirar el hijo del revolucionario a ese hombre que formó parte del Estado Mayor zapatista y del compacto y brillante grupo de intelectuales hábiles, anónimos y modestos que ayudaron a consolidar el aparato logístico de la revolución en el Sur? Buena parte de la odisea, si no fue en realidad ilíada intelectual y poética del poeta Octavio Paz Lozano —desde “El cántaro roto”, Piedra de sol y El laberinto de la soledad hasta Pasado en claro y El ogro filantrópico cabría ser leída a la luz o a la sombra de un vertiginoso diálogo con esa figura magnética, intensa y atormentada como un personaje de novela rusa que fue su padre (otro personaje de novela rusa de aquella época sería José Vasconcelos, cuerpo atormentado de personaje de Dostoievski y mente idealista de León Tolstoi).


[1] Nota del editor: Fragmento incluido en la conferencia Octavio Paz. Revuelta, rebelión, revolución: textos y testimonios de Adolfo Castañón.  Texto leído el 1° de junio de 2010 en la Sala Adamo Boari del Palacio de Bellas Artes en el marco del ciclo la Academia Mexicana de la Lengua ante los centenarios de las Revoluciones, auspiciado por la Academia Mexicana de la Lengua, el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes y el Instituto Nacional de Bellas Artes. Se reproduce en el Mexican Cultural Centre con la autorización del autor. Véase la fuente primaria de esta carta en Hoguera que fue. Octavio Paz Solórzano. Compilador: Felipe Galvez. pp. 143-145, Universidad Autónoma Metropolitana. Unidad Xochimilco. México, 1986.

*Adolfo Castañón, mexicano, es poeta, narrador, ensayista, traductor, editor y crítico literario. Estudioso de las obras de Michel de Montaigne, Alfonso Reyes, Juan José Arreola y Octavio Paz. Miembro de número de la Academia Mexicana de la Lengua. Ha sido miembro del consejo de redacción de varias revistas en Latinoamérica, como Vuelta, Letras Libres, La Cultura en México, Plural, Gradita y Literal.  

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